Vida y muerte en la obra de Miguel Hernández
En todas las biografías de **Miguel Hernández** se puede observar cómo su vida y su obra son inseparables. Miguel Hernández estaba convencido de que había que aceptar la realidad como una pena, como una sucesión de heridas. La vida no es más que una maquinaria de destrucción.
La naturaleza y la melancolía
La mayor parte de los primeros poemas contienen cierta despreocupación consciente, y en ciertas ocasiones un optimismo natural: en esta época su vida va por un camino (sueña con poder vivir para dedicarse a la poesía) y su obra por otro (contempla el mundo desde sus poemas leídos y admirados). Son muchos los poemas en los que rinde homenaje a la naturaleza con un júbilo exultante: las plantas, las piedras, los animales… En estos poemas aparece un Miguel Hernández alborozado y vital que busca en la sierra o en la huerta de Orihuela el refugio apetecible de los clásicos para cantar la armonía de la naturaleza.
Tras la exaltación de la naturaleza llega la melancolía, que no es más que una interiorización de la vida circundante: hay un toque de muerte que inunda de tristeza el paisaje y llena de tristeza al poeta. Miguel Hernández va incorporando vivencias a su poesía, de la misma manera que su vida se va nutriendo de poesía. Cada poema lleva algo de vida y de muerte. La vida siempre se presenta amenazada por fuerzas incontrolables. Todo lo que nace del vivir está condenado a morir. Es un vitalismo trágico en el que todo queda envuelto por un fatalismo sobrecogedor. Ambos elementos configuran la imagen que Miguel Hernández posee del mundo.
La lucha por la plenitud
Toda la obra del poeta está cruzada por una exaltación vitalista fundida con la muerte. En *El hombre acecha*, el poeta ofrece a la misma libertad sus ojos, sus manos, sus pies, sus brazos… todo.
Es muy característica esa lucha constante del poeta por conseguir la plenitud en cuanto va viviendo. Absorbe todos los jugos de la naturaleza, vive todas las sensaciones de sus lecturas favoritas, vive con pasión el amor como descubrimiento (Maruja Mallo), el amor como trémulo intento (Carmen Samper), el amor como ausencia (Josefina Manresa) y el amor como lejanía platónica (María Cegarra). Se consume en un sinvivir de búsquedas y definiciones que le encierran en el desconcierto, en la duda y en el pesimismo. De todo esto quedan heridas profundas ocasionadas por huracanes, tormentos, cuchillos, rayos…
La muerte como tema recurrente
La vida y la muerte forman parte de un entramado sensual y arrebatado. Llegará la muerte cuando al poeta se le niegue el amor. Aunque esa sensación de desaliento no dará la cara hasta que el poeta no conozca la noticia de la muerte de Ramón Sijé. Ahí sí que sus versos se llenan de rabia, de dolor, de hachazos, de heridas…
La muerte como asunto poético de primer orden es tema recurrente en Miguel Hernández, como lo fue en Quevedo. La muerte no es un acontecimiento lejano a las propias vivencias del poeta, pues mueren tres de sus hermanas, muere su primogénito a los pocos meses de nacer, y se le mueren conocidos y amigos entre los que destaca Ramón Sijé.
Su hijo Manolillo muere solo con diez meses, lo que supuso un mazazo inmisericorde en el corazón de un hombre que amaba a los niños con pasión y que iba sobreviviendo a base de golpes.
La guerra y la desolación
Durante la composición de *El hombre acecha*, Miguel se convierte en un hombre vuelto hacia dentro. Su intimismo se puebla de una visión desalentadora ante tantas heridas, muertes, rencores y odios sin fin. Las dos Españas se han declarado la guerra, y sus poemas se tiñen de dolor. Cuando pasa la guerra, los poemas se oscurecen con el desengaño y la tristeza. En la cárcel compone lo que podríamos describir como diario de la desolación, que es lo que viene a ser el *Cancionero y romancero de ausencias*: ha muerto su primer hijo, ha sido condenado a muerte, conoce la vida en la cárcel, es azotado por una enfermedad médicamente mal tratada y vive en la más absoluta soledad.
El amor y la libertad como salvación
Pero por encima de todas las calamidades, quedan el amor y la libertad. La fuerza y la rebeldía de Miguel Hernández se empiezan a resquebrajar y vislumbra un final inevitable en el que canta los pedazos de vida que va dejando en el camino, la agonía hacia la que vuela, la tristeza de las guerras, de las armas y de los hombres. Y en medio de tanta negrura y tanta sangre, la voz nada retórica del poeta se reviste de nostalgia y habla al hijo y a la esposa en el poema «Hijo de la luz».
Los últimos poemas son los más tiernos y melancólicos de toda la obra de Miguel Hernández. Se cierra el ciclo volviendo al amor, porque no hay salvación ni redención posible si no se ama. Aparecen constantemente la amada, el hijo, la añoranza del que mientras se muere a chorros, respira por la esperanza de la inmortalidad. El amor pone alas al poeta: solo quien ama vuela.
Se han cumplido los presentimientos de muerte. Muchos de los acontecimientos que marcan dramáticamente su biografía penetran en la obra y definen a su autor como un ser que casi siempre convive con la idea de la muerte.