El teatro anterior a 1936 se resume en dos líneas antagónicas: un teatro comercial que domina los escenarios y un teatro renovador, apenas representado y que domina el teatro impreso, el libro. El público, mayoritariamente burgués, manda, y quiere un teatro realista, que sostenga e ilustre sus valores, eliminando cualquier examen verdaderamente crítico.
En el teatro comercial, los géneros más demandados son el teatro cómico, en el que destacan Carlos Arniches y los hermanos Álvarez Quintero, con una galería de tipos pintorescos (madrileños y andaluces) enredados en conflictos relacionados con el amor, los celos o el honor; luego está el teatro poético en verso, en el que destacan Villaespesa y Marquina y que incorpora rasgos modernistas, mira con nostalgia al pasado imperial español y tiene como protagonistas a personajes históricos (el Cid, los Reyes Católicos…); y finalmente, la comedia burguesa, conocida también como benaventina por Jacinto Benavente.
Benavente, Premio Nobel en 1922, aborda con su primera obra, El nido ajeno (1894), la situación opresiva de la mujer casada en la sociedad burguesa; pero la comedia es un fracaso. Opta entonces por una “comedia de salón”, más comercial, protagonizada por personajes de clase alta con sus conflictos típicos – desamor, hipocresía, murmuración – y unos diálogos naturales, fluidos, irónicos pero no excesivamente críticos. Los intereses creados (1907) supone, dentro de su producción, una anomalía, una cínica visión de los ideales burgueses en la que dos pícaros utilizan en su beneficio el cúmulo de intereses que marcan la vida de una comunidad para medrar socialmente.
En el teatro renovador destacan por encima de cualquier autor, Valle-Inclán y Lorca (y hubo muchos autores, de sucesivas generaciones, que intentaron experimentar y renovar: Unamuno con obras de extrema desnudez argumental (Fedra y El otro), Gómez de la Serna con un teatro para “el que no quiere ir al teatro” (Los medios seres, 1929), o, fuera de límites generacionales, Jacinto Grau, responsable de un teatro denso, culto, interesado en los grandes mitos, como en su obra maestra, de 1921, El señor de Pigmalión).
Valle-Inclán ha pasado a la historia como el más importante dramaturgo español del Siglo XX. A la trilogía inicial de las Comedias Bárbaras (que cuentan la historia del hidalgo Juan de Montenegro en una Galicia rural y primitiva), le siguen obras como Farsa y licencia de la reina castiza (1920), donde ridiculiza la corte de Isabel II y utiliza elementos procedentes del guiñol y del teatro de marionetas. Del mismo año (1920) es Divinas palabras, un violento drama en el que se exhiben las deformidades morales y sociales de unos personajes decadentes que viven de exhibir por las ferias a un enano hidrocéfalo cuya muerte desencadenará el drama. Estas dos últimas obras anticipan el esperpento, presentado en 1920 con la obra Luces de bohemia. En el esperpento lo trágico y lo burlesco se mezclan, con una estética deformante de la realidad. Dicha estética se consigue mediante a) los contrastes, especialmente entre lo doloroso, lo grotesco y el humor agrio y mordaz y b) la degradación de los personajes, a los que animaliza, cosifica o muñequiza (para Valle había tres modos de ver el mundo estéticamente: de rodillas, de pie o desde el aire, la posición elegida por él, desde la cual los personajes se ven como muñecos o peleles). El esperpento se manifestará en otras obras (Los cuernos de don Friolera, Las galas del difunto y La hija del capitán), así como en la serie narrativa El ruedo ibérico o la novela Tirano Banderas (1926).
El teatro de Lorca, a la altura de su obra poética, constituye una de las cumbres del teatro español y universal. Tras unas primeras obras escritas bajo la apariencia de teatro infantil (El maleficio de la mariposa y Los títeres de cachiporra) y un coqueteo con el drama histórico (Mariana Pineda, 1925), Lorca viaja a Nueva York y a su regreso concibe piezas renovadoras, de corte experimental y surrealista, las “comedias imposibles”: Así que pasen cinco años, El público y Comedia sin título. Tan renovadoras son que no fueron representadas hasta los años ochenta del siglo pasado, si bien lo verdaderamente perdurable de su dramaturgia se encuentra en dos tragedias (Bodas de sangre y Yerma) y dos dramas (Doña Rosita la soltera y La casa de Bernarda Alba). En estos títulos, la temática es la misma que la de su poesía: el deseo imposible, la frustración. Y lo que frustra a los personajes se sitúa en un doble plano: metafísico, donde las fuerzas enemigas son el Tiempo y la Muerte; y social: los prejuicios de casta, las convenciones, los yugos sociales que impiden la realización personal. Con frecuencia ambos planos se entrecruzan, lo que hace de Lorca un singular revitalizador de la tragedia.