LA LITERATURA DEL SIGLO XVIII. ESAYO Y TEATRO
En el siglo XVIII, conocido como “siglo de las luces”, vive Europa el desarrollo de la
corriente cultural conocida como Ilustración. Tomando la razón y el conocimiento como guías
de la humanidad, la Ilustración produjo una renovación en todos los campos de la vida social:
desde la política (con el “despotismo ilustrado”, pero también con el nacimiento de las ideas
democráticas) hasta la ciencia y la técnica, pasando por las artes. En Francia, la Ilustración
encontró su expresión más nítida en la publicación de la Enciclopedia, a partir de 1751, obra
colectiva que intentaba recoger y difundir todos los saberes de la época
La dinastía de Borbón, que comienza a reinar en España justo en 1700, con Felipe V,
impulsó la imitación de Francia, tanto en lo político (su férreo centralismo, por ejemplo) como
en lo cultural, dando apoyo a los ilustrados y siguiendo a menudo sus orientaciones,
especialmente en el reinado de Carlos III. Sólo tras 1789 se aprecia un repliegue en la actitud de
la realeza, como miedo a que las nuevas ideas pudieran tener efectos semejantes a los de la
Revolución francesa.
Ejemplo del gobierno ilustrado de los borbones fue la creación de instituciones
culturales como la Biblioteca Nacional, la Real Academia Española, o el Museo de Ciencias
Naturales. La difusión de las ideas ilustradas, de todos modos, se produjo también por otras vías,
como las recién nacidas “sociedades económicas de amigos del país” o el naciente periodismo.
En literatura, la Ilustración propició una creación con finalidad didáctica (“instruir
deleitando” era su lema) y guiada por la razón, no por el sentimiento, tanto en sus temas como
en sus formas. De ahí que géneros como la poesía lírica, si bien cultivados, pasasen a un
segundo plano, frente al auge de otros de carácter más intelectual, como el ensayo. La
orientación estética que nació de estas concepciones fue el eoclasicismo, llamado así porque
volvía a los modelos e ideas grecolatinos, siguiendo los cuales, y además del didactismo,
presentaba una clara idealización de la realidad, se guiaba por el “buen gusto”, buscaba el
equilibrio y defendía la pureza de los géneros. Ignacio Luzán, en su Poética, recogió en 1737
las “nuevas” ideas estéticas, y sirvió de referencia para autores posteriores. Pero el
Neoclasicismo solo logró asentarse en España en las últimas décadas del siglo; antes, fue lo
barroco (“posbarroco” ya, a esas alturas) lo que siguió dominando el gusto del público.
De todos los géneros, pues, el ensayo es el que tuvo un desarrollo mayor y fue el medio
en el que se manifestó directamente el combate entre las nuevas ideas y las antiguas.
Didactismo, espíritu crítico y racionalismo, se vierten en este género que, nacido allá por el siglo
XVI, alcanza su plenitud en esta época.
Fue Benito Jerónimo Feijóo (1676-1764) el primer gran ensayista español, que, a lo
largo de décadas, empleó una prosa rica, precisa y llena de erudición para atacar los prejuicios,
las supersticiones y los “errores comunes”, y para difundir los nuevos conocimientos, el
empirismo y la racionalidad. Fue publicando sus numerosos ensayos, de temática variadísima,
en los nueve volúmenes de su Teatro crítico universal, y en los cinco de Cartas eruditas y
curiosas, donde adoptó la forma epistolar. Entró en controversia con otros intelectuales más
anclados en el pasado, pero gozó del respaldo de la corona, y Fernando VI llegó a prohibir que
se le atacase.
En José Cadalso (1741-1782) encontramos otra faceta del ensayismo: sus Cartas
marruecas (1789), concebidas a imitación de las Cartas persas de Montesquieu, desarrollan una
reflexión muy crítica, llena de ironía, sobre España y su atraso, ridiculizando las costumbres, la
falta de educación, el desprecio por el trabajo…. Esto lo hace, sin embargo, en un marco ficticio,
el de la correspondencia entre un visitante marroquí (Gazel) que recorre España, su maestro
(Ben-Beley) y su amigo español (Nuño).
Cadalso cultivó otros géneros también, como la novela breve dialogada en las oches
lúgubres, obra de asunto truculento (el protagonista desentierra a su amada) que, inspirada en
hechos de la vida de Cadalso, puede considerarse anticipo del Romanticismo; o la sátira, con
Los eruditos a la violeta, en contra de la arrogancia de muchos supuestos hombres cultos. Una tercera cara del ensayismo la representa Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-
1811). Sus ensayos no fueron escritos pensando en el público en general, sino concebidos como
informes dirigidos a la autoridad, en los que se analizan aspectos concretos de la sociedad
española y se proponen medidas para su mejora y modernización. Se trata, principalmente, del
Informe sobre la ley agraria, la Memoria sobre la educación pública, o la Memoria sobre
espectáculos y diversiones públicas donde, frente al gusto popular, defiende el teatro neoclásico
y ataca los espectáculos sangrientos como las corridas de toros.
También en el teatro se libró el combate entre las nuevas tendencias y el gusto añejo. La
orientación neoclásica, que encontró apoyo en el poder, sólo logró sobreponerse al gusto por el
exceso barroco al final del siglo, y no por mucho tiempo. De hecho, la pervivencia del teatro
barroco es lo más notable en los tres primeros cuartos del siglo. De él, las que mantienen y
multiplican su éxito son las comedias en que se da mayor artificio, se juega con efectos
escénicos y complicados enredos argumentales: comedias como las de magia, de asunto militar
o de santos. Los autos sacramentales, también caracterizados por su espectacularidad, llegaron a
prohibirse, en 1765, por entender la corona (aconsejada por los ilustrados) que fomentaban la
confusión entre lo sacro y lo profano y que no servían de ejemplo edificante.
El teatro neoclásico, frente a todo eso, se plantea como un teatro sujeto a la moderación,
el orden y las reglas, y con una finalidad didáctica, con efecto educativo, moralizante, sobre el
público. Las obras, según los preceptos que recuperan de los latinos, deben respetar, además, la
pureza de géneros, el decoro poético (que los personajes hablen y se comporten de acuerdo con
su condición y estado), y la verosimilitud, para lograr la cual se requiere atenerse a las tres
unidades: de lugar, de tiempo y de acción.
En la estética neoclásica hubo, por una parte, un teatro popular de piezas cómicas breves
(los sainetes), que retrataban satíricamente costumbres y modos de hablar de las clases
populares. Famoso en este género costumbrista fue don Ramón de la Cruz, con piezas como
Las castañeras picadas o Manolo.
Más estrictamente neoclásico fue el cultivo de la tragedia y la comedia.
En la primera, que no llegó a arraigar con fuerza, destacaron Nicolás Fernández de Moratín, padre de Leandro, con obras como Lucrecia o Guzmán el Bueno, y, sobre todo, Vicente García de la Huerta, quien, con su Raquel, logró el mayor éxito del género. En estas piezas, de acuerdo con las normas, se emplea un estilo elevado, en verso, y los personajes, de alta condición, se enfrentan a situaciones trascendentales. La comedia presenta asuntos ligeros, desarrollados en ambientes de clase media, y empleando un estilo más sencillo, en verso o en prosa, pero sin mezclarlos. En este género, el mejor autor, y el que alcanzó verdadera fama popular, fue Leandro Fernández de Moratín (1760-1828). Compuso cinco comedias, unas en verso y otras en prosa, que destacan por su hábil manejo de tramas sencillas, en las que todo se desenvuelve con lógica; por sus diálogos ligeros y naturales, y la presentación de personajes con suave ironía, de modo que, tal como querían los neoclásicos, las “lecciones” se reciben con “agrado”. En La mojigata critica la religiosidad falsa y exagerada; en La comedia nueva o el café satiriza el teatro popular posbarroco (especialmente, a sus autores) y la pedantería; en El viejo y la niña y El sí de las niñas defiende la unión de razón y afecto en el matrimonio y critica la educación y las costumbres que forzaban a la mujer a la aceptación insincera de matrimonios de conveniencia. El sí de las niñas, escrita y estrenada ya en el siglo XIX, fue la tardía obra culminante del género, en la que las virtudes teatrales de su autor llegaron a su perfección. Para terminar, cabe mencionar que hacia el final del siglo XVIII hubo varios autores que compusieron obras en las que el sentimiento pasaba al primer plano y se pretendía conmover, más que enseñar, a los espectadores. Tales obras pueden considerarse prerrománticas, y, aparte de la ya mencionada Noches lúgubres, de Cadalso, conviene recordar, en el género teatral, las “comedias sentimentales” de Jovellanos (El delincuente honrado)
Y Tomás de Iriarte (La señorita malcriada).
En la primera, que no llegó a arraigar con fuerza, destacaron Nicolás Fernández de Moratín, padre de Leandro, con obras como Lucrecia o Guzmán el Bueno, y, sobre todo, Vicente García de la Huerta, quien, con su Raquel, logró el mayor éxito del género. En estas piezas, de acuerdo con las normas, se emplea un estilo elevado, en verso, y los personajes, de alta condición, se enfrentan a situaciones trascendentales. La comedia presenta asuntos ligeros, desarrollados en ambientes de clase media, y empleando un estilo más sencillo, en verso o en prosa, pero sin mezclarlos. En este género, el mejor autor, y el que alcanzó verdadera fama popular, fue Leandro Fernández de Moratín (1760-1828). Compuso cinco comedias, unas en verso y otras en prosa, que destacan por su hábil manejo de tramas sencillas, en las que todo se desenvuelve con lógica; por sus diálogos ligeros y naturales, y la presentación de personajes con suave ironía, de modo que, tal como querían los neoclásicos, las “lecciones” se reciben con “agrado”. En La mojigata critica la religiosidad falsa y exagerada; en La comedia nueva o el café satiriza el teatro popular posbarroco (especialmente, a sus autores) y la pedantería; en El viejo y la niña y El sí de las niñas defiende la unión de razón y afecto en el matrimonio y critica la educación y las costumbres que forzaban a la mujer a la aceptación insincera de matrimonios de conveniencia. El sí de las niñas, escrita y estrenada ya en el siglo XIX, fue la tardía obra culminante del género, en la que las virtudes teatrales de su autor llegaron a su perfección. Para terminar, cabe mencionar que hacia el final del siglo XVIII hubo varios autores que compusieron obras en las que el sentimiento pasaba al primer plano y se pretendía conmover, más que enseñar, a los espectadores. Tales obras pueden considerarse prerrománticas, y, aparte de la ya mencionada Noches lúgubres, de Cadalso, conviene recordar, en el género teatral, las “comedias sentimentales” de Jovellanos (El delincuente honrado)
Y Tomás de Iriarte (La señorita malcriada).