Respiración artificial Ricardo Piglia Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1988 Cuarta edición, 1992 La paginación se corresponde con la edición impresa. Se han eliminado las páginas en blanco. A Elías y a Rubén, que me ayudaron a conocer la verdad de la historia
Primera parte Si yo mismo fuera el invierno sombrío We had the experience but missed the meaning, an approach to the meaning restores the experience. I 1 ¿Hay una historia. Si hay una historia empieza hace tres años. En Abril de 1976, cuando se publica mi primer libro, él me manda una carta. Con la carta viene una foto donde me tiene en brazos: desnudo, estoy sonriendo, tengo tres meses y parezco una rana. A él en cambio, se lo ve favorecido en esa fotografía: traje cruzado, sombrero de ala fina, la sonrisa campechana: un hombre de treinta años que mira el mundo de frente. Al fondo, borrosa y casi fuera de foco, aparece mi madre, tan joven que al principio me costó reconocerla. La foto es de 1941; atrás él había escrito la fecha y después, como si buscara orientarme, transcribíó las dos líneas del poema inglés que ahora sirve de epígrafe a este relato. No hubo otra tragedia en la historia de mi familia; ningún otro héroe digno de ser recordado. Varias versiones circulaban en secreto, confusas, conjeturales. Casado con una mujer de fortuna, mujer que llevaba el increíble nombre de Esperancita y de la que se decía que era delicada del corazón y que siempre dormía con la luz encendida y que en sus horas de melancolía rezaba en voz alta para que Dios pudiera oírla, el hermano de mi madre había desaparecido a los seis meses de matrimonio llevándose todo el dinero de su señora esposa para irse a vivir con una bailarina de cabaret de sobrenombre Coca. Con perfecta calma, sin perder su helada cortesía, Esperancita denunció el robo, movíó influencias, hasta lograr que la policía lo encontrara, unos meses después, viviendo a todo tren y con nombre supuesto en un hotel de Río Hondo. Me acuerdo de los recortes de diarios donde se hablaba del caso, escondidos en un cajón más o menos secreto del ropero, el mismo en el que mi padre guardaba Fisiología de las pasiones y mecánica sexual del profesor T. Van de Velde, autor de El matrimonio perfecto, y el libro de Engels sobre El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, junto con cartas, papeles y documentos diversos, entre ellos mi propia partida de nacimiento. Después de complicadas operaciones que ocupaban las siestas de mi infancia yo abría el cajón y en secreto espiaba los secretos de aquel nombre del que todos, en casa, hablaban en voz baja. Convicto y confeso decía (me acuerdo) uno de los titulares y siempre me emocionaba ese título, como si aludiera a acciones heroicas y un poco desesperadas. “Convicto y confeso”: repetía y me exaltaba porque no entendía bien el significado de las palabras y pensaba que convicto quería decir invencible. El hermano de mi madre estuvo preso casi tres años. A partir de entonces es poco lo que se sabe de él; en ese momento empiezan las conjeturas, las historias imaginadas y tristes sobre su destino y su vida extravagante; parece que ya no quiso saber nada con la familia, no quiso ver a nadie, como si se estuviera vengando de un agravio recibido. Una tarde, sin embargo, la Coca había venido a casa. Orgullosa y distante vino a traer parte del dinero y la promesa de que todo sería devuelto. Yo conozco las interpretaciones, los relatos del encuentro, y sé que Esperancita le decía M’hija a esa mujer que casi podía ser su madre y que Coca usaba un perfume que mi padre jamás pudo olvidar. “Ustedes —dicen que dijo antes de irse— nunca van a saber qué clase de hombre es Marcelo” y cuando el relato llegaba ahí, fatalmente y casi sin darme cuenta, yo me acordaba de la histórica frase de Hipólito Yrigoyen sobre Alvear después del golpe del ‘30, extraña asociación, motivada, también, por el hecho de que Esperancita estaba emparentada con el general Uriburu. A partir de ahí y durante tres años Esperancita recibíó, cada dos meses, un cheque hasta que la deuda quedó saldada. De ese tiempo vienen mis primeros recuerdos de ella o más bien una imagen que siempre he pensado que es mi primer recuerdo: una mujer bellísima, frágil con una expresión de arrogancia y desgano en la cara que se inclina hacia mí mientras mi madre me dice:
“A ver, Emilio, ¿qué se le dice a la tía Esperancita?”. Se le decía: “Gracias”, a ella más que a ninguna otra. Emblema del remordimiento familiar, era como un objeto raro y demasiado fino que nos hacía sentir a todos incómodos y torpes. Me acuerdo que cada vez que ella venía mi madre sacaba la vajilla de porcelana y usaba unos manteles almidonados que crujían como si fueran de papel. Y ella supo venir a casa, de visita, una o dos veces por mes, en general los domingos o los jueves, hasta que se murió. El hermano de mi madre no llegó a enterarse de que ella había muerto. Desaparecido sin dejar rastros, en alguna de las versiones se decía que seguía preso y en otras que estaba viviendo en Colombia, siempre con la Coca. Lo cierto es que él nunca supo que ella había muerto, nunca supo que cuando Esperancita murió encontraron una carta que le estaba dirigida donde ella confesaba que todo era mentira, que nunca había sido robada y hablaba de la justicia y del castigo pero también del amor, cosa rara siendo quien era. No podía menos que atraerme el aire faulkneriano de esa historia: el joven de brillante porvenir, recién recibido de abogado, que planta todo y desaparece; el odio de la mujer que finge un desfalco y lo manda a la cárcel sin que él se defienda o se tome el trabajo de aclarar el engaño. En fin, yo había escrito una novela con esa historia, usando el tono de Las palmeras salvajes.; mejor: usando los tonos que adquiere Faulkner traducido por Borges con lo cual, sin querer, el relato sonaba a una versión más o menos paródica de Onetti. Ninguno de nosotros, de los que estuvimos ahí la noche en que se entrevíó por fin, en la entristecida penum- bra que siguió a la tarde del entierro, el secreto de esa venganza cultivada durante años, ninguno de nosotros no pudo no pensá que asistía a la más perfecta forma del amor que un hombre puede dispensar a una mujer; pac o piadoso del que parece difícil prever el carácter o las consecuencias de las heridas infligidas pero no la intención y la deseada bienaventuranza. Así empezaba la novela y así seguía durante 200 páginas. Para evitar el costumbrismo y el estilo oral que hacían estragos en las letras nacionales yo (como quien dice) me había ido a la mierda. Todavía se encuentran algunos ejemplares de la novela en las mesas de saldos de las librerías de Corrientes y hoy lo único que me gusta de ese libro es el título (La prolijidad de lo real.) y el efecto que produjo en el hombre al que, sin querer, le estaba dedicado. Extraño efecto, hay que decirlo. Un tiempo después me llegaba la primera carta. Primeras rectificaciones, lecciones prácticas (decía la carta). Nunca nadie hizo jamás buena literatura con historias familiares. Los detalles: la turra de mi primera mujer, boquita fruncida, se le veían las venas bajo la piel traslúcida. Tengo mis sospechas. El comodoro Pophan hechizado por la plata del Alto Perú o los paisanos despavoridos huyendo en las chacras de Perdriel. Hay que hacer la historia de las derrotas. Nadie debe mentir en el momento de la muerte. Me en ese tiempo nos querían reventar a todos porque se venían las elecciones del ‘43 que después pararon con el golpe de Rawson. (¿Tampoco te contaron esa historia?) Estábamos desorientados los radicales, sin los ímpetus de las épocas heroicas, cuando defendíamos a tiros el honor nacional y nos hacíamos matar por la Causa. ¿Así que me perdona en el testamento. No ves que es loca, siempre cagó de parada, me consta, porque alguien le dijo que era más elegante. No se debe permitir que nos cambien el pasado. Haced que el país antes orgulloso de él no lo insulte ahora, decía Pophan. A veces tengo noticias de ella y si me vine a vivir a este lugar fue para estar cerca de esa mujer, tenerla del otro lado del río. Me levanto al alba; a esa hora todavía se ve la patíné toda la plata del Alto Perú y si ella dice que no, es porque intenta despojarme del único acto digno de mi vida. Sólo los que tienen dinero desprecian el dinero o lo confunden con los malos sentimientos. Fueron un millón seiscientos y monedas, pesos del año ‘42, resultado de herencias varias y de la venta de unos campos en Bolívar (campos que yo le hice vender con santa intención, como ella reprocha bien, aunque no fui yo quien le hizo morir a los parientes de los que hereda). Si estuve preso y si salí en los diarios fue porque soy radical, hombre de don Amadeo Sabattini y luz de los farolitos, en la otra orilla. Enseño historia Argentina en el Colegio Nacional y a la noche voy a jugar al ajedrez al Club Social. Soy un ex abogado que enseña historia Argentina a jóvenes incrédulos, hijos de comerciantes y chacareros de la localidad. Este trabajo es saludable: no hay como estar en contacto con la juventud para aprender a envejecer. Jamás habrá un Proust entre los historiadores y eso me alivia y debiera servirte de lección. Podés escribirme, por ahora, al Club Social, Concordia, Entre Ríos. Te saluda: el Profesor Marcelo Maggi Pophan. Se planteó un solo problema: ¿cómo narrar los hechos reales. Cuando está borracho, canta y habla en polaco; anota sus pensamientos en un cuaderno y se dice discípulo de Wittgenstein. Le he dado a leer tu novela: la leyó sucios sueños soy yo mismo. Ya publicó varias notas sobre ajedrez y también algunos extractos del cuaderno donde registra sus ideas. No muy distinta es tu novela, escrita a partir de los relatos familiares; a veces me parece escuchar la voz de tu madre; que hayan sabido disfrazarla con ese estilo enfático no deja de ser, también, una muestra de delicadeza. Las distorsiones, en todo caso, derivan de ahí. Tengo mis sospechas: en eso soy como todo el mundo. De todos modos, ya te digo, con atención sin sospechar que ese tipo del que se cuentan PD. Ya casi no me muevo, he engordado demasiado. Unos tipos que jugaban a los naipes sobre una valija de cartón me convidaron con ginebra. Para mí era como avanzar hacia el pasado y al final de ese viaje comprendí hasta qué punto Maggi lo había previsto todo. 2 Alguien, un crítico ruso, el crítico ruso Iuri Tinianov, afirma que la literatura evoluciona de tío a sobrino (y no de padres a hijos). Expresión enigmática que nos ha de servir por el momento, ya que es el mejor resumen de tu carta que conozco. Después del descubrimiento de América no ha pasado nada en estos lares que merezca la más mínima atención. La historia Argentina es el monólogo alucinado, interminable, del sargento Cabral en el momento de su muerte, transcripto por Roberto Arlt. Que desde hace años trabajás en una biografía (o algo así) de ese prócer olvidado que fue secretario privado de Rosas y espía al servicio de Lavalle. Existen por supuesto otras versiones y varias se fraguaron, para decir la verdad, mientras velaban a Esperancita, que parecía una muñeca de porcelana, cubierta de tules y flores de azahar. Nadie la lloraba, pobre mujer, y algunos dicen que antes de morir la escucharon repetir dos veces: Buenos Aires, Buenos Aires, igual que a José Hernández en el momento de expirar en los brazos de su hermano Rafael. Usted, me dijo, le escribo a Maggi, se parece a Marcelo. ¿Entonces lo viste a don Luciano. Al verlo uno tenía tendencia a ser metafórico y él mismo reflexionaba metafóricamente. Estoy paralítico, igual que este país, decía. Yo soy la Argentina, carajo, decía el viejo cuando deliraba con la morfina que le daban para aliviarle el dolor. Si sabré yo lo bárbaro que hay que ser en este país para llegar a algo, decía el viejo. En realidad, yo empecé a visitarlo por encargo del partido durante la segunda abstención: sabíamos que estaba cambiando y queríamos ver si nos ponía la firma en un documento contra el fraude, porque el viejo había estado entre los fundadores de la Uníón Conservadora en la época de la ruptura entre Roca y Pellegrini y después había sido Senador y tenía mucho prestigio. Anoche, por ejemplo, me quedé hasta la madrugada discutiendo con Tardewski, mi amigo polaco, ciertas modificaciones que podrían introducirse en el juego del ajedrez. Sólo tiene sentido, dice Tardewski, lo que se modifica y se transforma. No tiene sentido que reproduzca todas esas cartas. El que no está a la altura de su deseo, decía la Coca, ese es uno a quien el mundo puede llamar un cobarde. En el año ‘33 la conocí porque estuve un tiempo escondido en una boite de Rosario que regenteaba un correligionario que había sido comisario de policía. Me pasé dos meses metido en una piecita que había en los altos del cabaret, leyendo La historia de las intervenciones federales de Sommariva y haciendo palabras cruzadas. Tomó una ficha, anotó algunos de los nombres que seguían: Juan Cruz Baigorria, Angélica Echevarne, Emilio Renzi, Enrique Ossorio. Preguntó Marconi desde una mesa cercana. Una cruza en el sentido que este término tiene en el cuento de Kafka titulado precisamente Una cruza.
Primera parte Si yo mismo fuera el invierno sombrío We had the experience but missed the meaning, an approach to the meaning restores the experience. I 1 ¿Hay una historia. Si hay una historia empieza hace tres años. En Abril de 1976, cuando se publica mi primer libro, él me manda una carta. Con la carta viene una foto donde me tiene en brazos: desnudo, estoy sonriendo, tengo tres meses y parezco una rana. A él en cambio, se lo ve favorecido en esa fotografía: traje cruzado, sombrero de ala fina, la sonrisa campechana: un hombre de treinta años que mira el mundo de frente. Al fondo, borrosa y casi fuera de foco, aparece mi madre, tan joven que al principio me costó reconocerla. La foto es de 1941; atrás él había escrito la fecha y después, como si buscara orientarme, transcribíó las dos líneas del poema inglés que ahora sirve de epígrafe a este relato. No hubo otra tragedia en la historia de mi familia; ningún otro héroe digno de ser recordado. Varias versiones circulaban en secreto, confusas, conjeturales. Casado con una mujer de fortuna, mujer que llevaba el increíble nombre de Esperancita y de la que se decía que era delicada del corazón y que siempre dormía con la luz encendida y que en sus horas de melancolía rezaba en voz alta para que Dios pudiera oírla, el hermano de mi madre había desaparecido a los seis meses de matrimonio llevándose todo el dinero de su señora esposa para irse a vivir con una bailarina de cabaret de sobrenombre Coca. Con perfecta calma, sin perder su helada cortesía, Esperancita denunció el robo, movíó influencias, hasta lograr que la policía lo encontrara, unos meses después, viviendo a todo tren y con nombre supuesto en un hotel de Río Hondo. Me acuerdo de los recortes de diarios donde se hablaba del caso, escondidos en un cajón más o menos secreto del ropero, el mismo en el que mi padre guardaba Fisiología de las pasiones y mecánica sexual del profesor T. Van de Velde, autor de El matrimonio perfecto, y el libro de Engels sobre El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, junto con cartas, papeles y documentos diversos, entre ellos mi propia partida de nacimiento. Después de complicadas operaciones que ocupaban las siestas de mi infancia yo abría el cajón y en secreto espiaba los secretos de aquel nombre del que todos, en casa, hablaban en voz baja. Convicto y confeso decía (me acuerdo) uno de los titulares y siempre me emocionaba ese título, como si aludiera a acciones heroicas y un poco desesperadas. “Convicto y confeso”: repetía y me exaltaba porque no entendía bien el significado de las palabras y pensaba que convicto quería decir invencible. El hermano de mi madre estuvo preso casi tres años. A partir de entonces es poco lo que se sabe de él; en ese momento empiezan las conjeturas, las historias imaginadas y tristes sobre su destino y su vida extravagante; parece que ya no quiso saber nada con la familia, no quiso ver a nadie, como si se estuviera vengando de un agravio recibido. Una tarde, sin embargo, la Coca había venido a casa. Orgullosa y distante vino a traer parte del dinero y la promesa de que todo sería devuelto. Yo conozco las interpretaciones, los relatos del encuentro, y sé que Esperancita le decía M’hija a esa mujer que casi podía ser su madre y que Coca usaba un perfume que mi padre jamás pudo olvidar. “Ustedes —dicen que dijo antes de irse— nunca van a saber qué clase de hombre es Marcelo” y cuando el relato llegaba ahí, fatalmente y casi sin darme cuenta, yo me acordaba de la histórica frase de Hipólito Yrigoyen sobre Alvear después del golpe del ‘30, extraña asociación, motivada, también, por el hecho de que Esperancita estaba emparentada con el general Uriburu. A partir de ahí y durante tres años Esperancita recibíó, cada dos meses, un cheque hasta que la deuda quedó saldada. De ese tiempo vienen mis primeros recuerdos de ella o más bien una imagen que siempre he pensado que es mi primer recuerdo: una mujer bellísima, frágil con una expresión de arrogancia y desgano en la cara que se inclina hacia mí mientras mi madre me dice:
“A ver, Emilio, ¿qué se le dice a la tía Esperancita?”. Se le decía: “Gracias”, a ella más que a ninguna otra. Emblema del remordimiento familiar, era como un objeto raro y demasiado fino que nos hacía sentir a todos incómodos y torpes. Me acuerdo que cada vez que ella venía mi madre sacaba la vajilla de porcelana y usaba unos manteles almidonados que crujían como si fueran de papel. Y ella supo venir a casa, de visita, una o dos veces por mes, en general los domingos o los jueves, hasta que se murió. El hermano de mi madre no llegó a enterarse de que ella había muerto. Desaparecido sin dejar rastros, en alguna de las versiones se decía que seguía preso y en otras que estaba viviendo en Colombia, siempre con la Coca. Lo cierto es que él nunca supo que ella había muerto, nunca supo que cuando Esperancita murió encontraron una carta que le estaba dirigida donde ella confesaba que todo era mentira, que nunca había sido robada y hablaba de la justicia y del castigo pero también del amor, cosa rara siendo quien era. No podía menos que atraerme el aire faulkneriano de esa historia: el joven de brillante porvenir, recién recibido de abogado, que planta todo y desaparece; el odio de la mujer que finge un desfalco y lo manda a la cárcel sin que él se defienda o se tome el trabajo de aclarar el engaño. En fin, yo había escrito una novela con esa historia, usando el tono de Las palmeras salvajes.; mejor: usando los tonos que adquiere Faulkner traducido por Borges con lo cual, sin querer, el relato sonaba a una versión más o menos paródica de Onetti. Ninguno de nosotros, de los que estuvimos ahí la noche en que se entrevíó por fin, en la entristecida penum- bra que siguió a la tarde del entierro, el secreto de esa venganza cultivada durante años, ninguno de nosotros no pudo no pensá que asistía a la más perfecta forma del amor que un hombre puede dispensar a una mujer; pac o piadoso del que parece difícil prever el carácter o las consecuencias de las heridas infligidas pero no la intención y la deseada bienaventuranza. Así empezaba la novela y así seguía durante 200 páginas. Para evitar el costumbrismo y el estilo oral que hacían estragos en las letras nacionales yo (como quien dice) me había ido a la mierda. Todavía se encuentran algunos ejemplares de la novela en las mesas de saldos de las librerías de Corrientes y hoy lo único que me gusta de ese libro es el título (La prolijidad de lo real.) y el efecto que produjo en el hombre al que, sin querer, le estaba dedicado. Extraño efecto, hay que decirlo. Un tiempo después me llegaba la primera carta. Primeras rectificaciones, lecciones prácticas (decía la carta). Nunca nadie hizo jamás buena literatura con historias familiares. Los detalles: la turra de mi primera mujer, boquita fruncida, se le veían las venas bajo la piel traslúcida. Tengo mis sospechas. El comodoro Pophan hechizado por la plata del Alto Perú o los paisanos despavoridos huyendo en las chacras de Perdriel. Hay que hacer la historia de las derrotas. Nadie debe mentir en el momento de la muerte. Me en ese tiempo nos querían reventar a todos porque se venían las elecciones del ‘43 que después pararon con el golpe de Rawson. (¿Tampoco te contaron esa historia?) Estábamos desorientados los radicales, sin los ímpetus de las épocas heroicas, cuando defendíamos a tiros el honor nacional y nos hacíamos matar por la Causa. ¿Así que me perdona en el testamento. No ves que es loca, siempre cagó de parada, me consta, porque alguien le dijo que era más elegante. No se debe permitir que nos cambien el pasado. Haced que el país antes orgulloso de él no lo insulte ahora, decía Pophan. A veces tengo noticias de ella y si me vine a vivir a este lugar fue para estar cerca de esa mujer, tenerla del otro lado del río. Me levanto al alba; a esa hora todavía se ve la patíné toda la plata del Alto Perú y si ella dice que no, es porque intenta despojarme del único acto digno de mi vida. Sólo los que tienen dinero desprecian el dinero o lo confunden con los malos sentimientos. Fueron un millón seiscientos y monedas, pesos del año ‘42, resultado de herencias varias y de la venta de unos campos en Bolívar (campos que yo le hice vender con santa intención, como ella reprocha bien, aunque no fui yo quien le hizo morir a los parientes de los que hereda). Si estuve preso y si salí en los diarios fue porque soy radical, hombre de don Amadeo Sabattini y luz de los farolitos, en la otra orilla. Enseño historia Argentina en el Colegio Nacional y a la noche voy a jugar al ajedrez al Club Social. Soy un ex abogado que enseña historia Argentina a jóvenes incrédulos, hijos de comerciantes y chacareros de la localidad. Este trabajo es saludable: no hay como estar en contacto con la juventud para aprender a envejecer. Jamás habrá un Proust entre los historiadores y eso me alivia y debiera servirte de lección. Podés escribirme, por ahora, al Club Social, Concordia, Entre Ríos. Te saluda: el Profesor Marcelo Maggi Pophan. Se planteó un solo problema: ¿cómo narrar los hechos reales. Cuando está borracho, canta y habla en polaco; anota sus pensamientos en un cuaderno y se dice discípulo de Wittgenstein. Le he dado a leer tu novela: la leyó sucios sueños soy yo mismo. Ya publicó varias notas sobre ajedrez y también algunos extractos del cuaderno donde registra sus ideas. No muy distinta es tu novela, escrita a partir de los relatos familiares; a veces me parece escuchar la voz de tu madre; que hayan sabido disfrazarla con ese estilo enfático no deja de ser, también, una muestra de delicadeza. Las distorsiones, en todo caso, derivan de ahí. Tengo mis sospechas: en eso soy como todo el mundo. De todos modos, ya te digo, con atención sin sospechar que ese tipo del que se cuentan PD. Ya casi no me muevo, he engordado demasiado. Unos tipos que jugaban a los naipes sobre una valija de cartón me convidaron con ginebra. Para mí era como avanzar hacia el pasado y al final de ese viaje comprendí hasta qué punto Maggi lo había previsto todo. 2 Alguien, un crítico ruso, el crítico ruso Iuri Tinianov, afirma que la literatura evoluciona de tío a sobrino (y no de padres a hijos). Expresión enigmática que nos ha de servir por el momento, ya que es el mejor resumen de tu carta que conozco. Después del descubrimiento de América no ha pasado nada en estos lares que merezca la más mínima atención. La historia Argentina es el monólogo alucinado, interminable, del sargento Cabral en el momento de su muerte, transcripto por Roberto Arlt. Que desde hace años trabajás en una biografía (o algo así) de ese prócer olvidado que fue secretario privado de Rosas y espía al servicio de Lavalle. Existen por supuesto otras versiones y varias se fraguaron, para decir la verdad, mientras velaban a Esperancita, que parecía una muñeca de porcelana, cubierta de tules y flores de azahar. Nadie la lloraba, pobre mujer, y algunos dicen que antes de morir la escucharon repetir dos veces: Buenos Aires, Buenos Aires, igual que a José Hernández en el momento de expirar en los brazos de su hermano Rafael. Usted, me dijo, le escribo a Maggi, se parece a Marcelo. ¿Entonces lo viste a don Luciano. Al verlo uno tenía tendencia a ser metafórico y él mismo reflexionaba metafóricamente. Estoy paralítico, igual que este país, decía. Yo soy la Argentina, carajo, decía el viejo cuando deliraba con la morfina que le daban para aliviarle el dolor. Si sabré yo lo bárbaro que hay que ser en este país para llegar a algo, decía el viejo. En realidad, yo empecé a visitarlo por encargo del partido durante la segunda abstención: sabíamos que estaba cambiando y queríamos ver si nos ponía la firma en un documento contra el fraude, porque el viejo había estado entre los fundadores de la Uníón Conservadora en la época de la ruptura entre Roca y Pellegrini y después había sido Senador y tenía mucho prestigio. Anoche, por ejemplo, me quedé hasta la madrugada discutiendo con Tardewski, mi amigo polaco, ciertas modificaciones que podrían introducirse en el juego del ajedrez. Sólo tiene sentido, dice Tardewski, lo que se modifica y se transforma. No tiene sentido que reproduzca todas esas cartas. El que no está a la altura de su deseo, decía la Coca, ese es uno a quien el mundo puede llamar un cobarde. En el año ‘33 la conocí porque estuve un tiempo escondido en una boite de Rosario que regenteaba un correligionario que había sido comisario de policía. Me pasé dos meses metido en una piecita que había en los altos del cabaret, leyendo La historia de las intervenciones federales de Sommariva y haciendo palabras cruzadas. Tomó una ficha, anotó algunos de los nombres que seguían: Juan Cruz Baigorria, Angélica Echevarne, Emilio Renzi, Enrique Ossorio. Preguntó Marconi desde una mesa cercana. Una cruza en el sentido que este término tiene en el cuento de Kafka titulado precisamente Una cruza.