Las horas de Margarita
Las horas de Margarita
Margarita observaba su reflejo en el espejo. La piel pálida, los ojos hundidos, las manos temblorosas. La juventud se le escapaba entre las grietas del tiempo (tempus fugit), como el agua que nunca vuelve al río (vita flumen).
Su marido llegaría pronto. Como cada noche, traería consigo el olor a tabaco y autoridad. Él hablaba, él decidía, él existía. Margarita solo era un susurro entre las paredes, una sombra doblando la ropa, sirviendo la cena, cerrando la boca (pleonasmo).
Se ajustó el vestido, aquel que él aprobaba. Aquel que le recordaba que era suya, que no tenía más destino que el de esperar (homo viator).
Un golpe en la puerta la sacó de su ensimismamiento. El reloj dio las diez. Margarita suspiró.
—Siempre llegas tarde —murmuró al aire, sin que nadie la oyera.
En la mesa, los cubiertos brillaban bajo la luz mortecina. El mantel blanco, sin una arruga, el vino servido. Todo debía estar en su lugar, porque una esposa no cuestiona, no desordena, no sueña (enumeración).
Él entró, dejó el sombrero sobre la silla y se sentó sin mirarla.
—¿Otra vez pollo? —bufó, sin esperar respuesta.
Margarita apretó los puños. Sus labios se curvaron en una sonrisa apenas visible, una de esas sonrisas que esconden cicatrices (oxímoron).
—Sí, otra vez —respondió con una calma que no era suya.
Se sirvió vino. Luego, con la misma delicadeza con la que había planchado su vestido, con la misma precisión con la que había preparado la cena, deslizó unas gotas del frasco escondido en su bolsillo (zeugma).
El reloj marcó las diez y cinco.
Su marido bebió.
Margarita sonrió.
La noche fue larga. Y al amanecer, por primera vez, el mundo le pareció un lugar abierto, libre, suyo (carpe diem).
Sombras en la costura
Sombras en la costura
El reloj marcaba las seis. Como cada día, Clara sentía el peso del tiempo sobre sus hombros (tempus fugit), un tiempo que no le pertenecía. A su lado, la máquina de coser repetía su letanía monótona: clac, clac, clac. Era el eco de su vida, un susurro inquebrantable que no permitía sueños (aliteración).
Su madre siempre le había dicho: «Mujer que no obedece, mujer que se pierde». Y ella obedecía. Obedecía a su padre cuando la callaba en la mesa, a su marido cuando le exigía la cena servida, a los ojos del barrio que espiaban detrás de las cortinas (enumeración).
Una tarde, entre costuras y silencios, recordó a su hermana Isabel. Isabel, que quiso ser maestra, Isabel, que huyó, Isabel, que nunca volvió (anáfora). Nadie mencionaba su nombre, como si al nombrarla invocaran un fantasma (ubi sunt).
Clara se levantó despacio, sintiendo que el aire pesaba más que de costumbre. Miró sus manos, gastadas de tanto remendar ajeno, y por primera vez pensó en sí misma (paralelismo).
Esa noche, la luna iluminó su pequeña habitación con una luz temblorosa. El viento murmuraba secretos en la ventana (personificación). Sus hijos dormían, su marido roncaba. Nadie la vería.
Respiró hondo.
Y salió.
Salió sin hacer ruido, sin un adiós. Salió como lo había hecho Isabel, como lo habían hecho tantas otras que no querían seguir cosiendo su propio encierro (venatus amoris).
Al día siguiente, su silla quedó vacía. Su nombre empezó a desvanecerse en la memoria de los demás. Pero Clara supo, al fin, que el mundo era suyo.
María en la ventana
María en la ventana
María miraba por la ventana. Afuera, el sol se hundía en el horizonte y el viento jugaba con las hojas del otoño (locus amoenus). Pero dentro de la casa, todo era gris. Todo era silencio. Todo era espera (enumeración, paralelismo).
Llevaba horas sentada allí, viendo la calle, viendo la vida que pasaba sin ella. Veía a los niños correr, a las mujeres riendo bajito, a los hombres caminando con paso seguro. ¿Y ella? Ella no existía fuera de aquellas paredes (interrogación retórica).
Su marido llegaría pronto, y con él, la rutina inquebrantable. Un beso seco en la mejilla. Una orden disfrazada de cortesía. Una mirada de reojo para asegurarse de que todo estaba en su lugar (enumeración).
—Las mujeres no necesitan más que su hogar —decía él siempre, con esa voz que pesaba como una losa (metáfora).
Pero María sabía que no era verdad. No podía serlo.
Apretó los dedos contra el alfeizar de la ventana. Soñó con salir, con correr, con pisar la calle sin miedo. Soñó con un mundo donde no tuviera que bajar la mirada ni callar las palabras que ardían en su pecho (beatus ille).
Pero los sueños no pagaban la comida ni protegían de los golpes. Y los días pasaban, iguales, implacables (tempus fugit).
El reloj dio las siete. Su marido entró.
María se apartó de la ventana. Y, como cada noche, se vistió de silencio (metáfora).
Los susurros de las sombras
Los susurros de las sombras
Margarita caminaba con la cabeza gacha, el velo cubriéndole el rostro. No debía mirar a nadie, no debía hablar más de la cuenta, no debía desear más de lo que le habían dado (polisíndeton).
Las calles del pueblo eran estrechas, llenas de ventanas entreabiertas y voces ahogadas. Mujeres que murmuraban entre dientes, que escondían cartas bajo la ropa, que respiraban en secreto. Porque hablar alto era peligroso, pensar era peligroso, soñar era peligroso (enumeración, epífora).
—El deber de la mujer es su casa y su familia —decían las monjas en el colegio.
—El deber de la mujer es su esposo —decían las vecinas.
—El deber de la mujer es obedecer —decía su madre (paralelismo).
Pero Margarita quería más. No sabía qué, no sabía cómo, pero lo sentía ardiendo en el pecho, como una llama enjaulada (metáfora).
Una tarde, escuchó una voz en la radio. No era la del sacerdote, ni la del dictador. Era una voz diferente, firme, vibrante. Hablaba de mujeres que habían luchado, que habían escrito, que habían sido libres. Mujeres que habían vivido más allá de la cocina y las cunas (enumeración).
Margarita cerró los ojos. Sintió el peso de los años por venir, la losa de los días iguales, el miedo de las paredes que oían. Pero por primera vez, sonrió. Porque ahora sabía que no estaba sola (tempus fugit, metáfora).
La radio calló de golpe. La puerta se abrió de un empujón.
Margarita se quedó quieta, con la certeza de que la libertad, aunque solo fuera en un susurro, ya había tocado su alma (amor post mortem).