¡EscribeArriba, Metido en el túnel de La Pintada, Rudecindo trabajaba hasta el agotamiento. Aquella era una verdadera esclavitud, pensó. Entraba a las siete,salía a las Doce; volvía a la una y media para salir a las cinco y media. Nueve horas diarias De trabajo. ¡Y qué lentas pasaban! Los minutos parecían detenerse, alargarse, Como complacidos en martirizarlo. La boca de la mina abría sus negras fauces Para devorarlos; los vomitaba a las doce: negros, sudorosos, agotados; luego Volvía a engullírselos y los dejaba salir, extenuados, cuando ya empezaba a Descender la sombra por las colinas. El ruido de los motores los perseguía; lo Llevaban en los oídos hasta el vértigo. La cara negra del capataz, sus patillas… Rudecindo clavó, furioso, la piqueta sobre el montón de roca, mermado apenas, Como si hubiera querido acabar de una vez por todas con su vida. Se aseguró Luego el pañuelo atado delante de la nariz y de la boca, para protegerse un Poco del polvo amarillento de las rocas removidas. El olor a humedad en el aire Viciado se hacía insoportable. Pero no podían abandonar los instrumentos de Labor, porque entonces tenían sobre sí los gritos que eran peores que Latigazos. —No es justo —protestaba Espinel. Habían quedado solos, pues el capataz Se hallaba fuera de la mina, vaciando mecánicamente el contenido de las dos Vagonetas. El trabajo estaba suspendido. Todos escuchaban las palabras del Hombre, que parecía ejercer sobre ellos una especie de extraño dominio. —Nos Pagan cuatro pesos con cincuenta centavos para que trabajemos nueve horas. Es Decir, a cincuenta centavos hora. A menos de un centavo el minuto. ¿Y saben una Cosa? Lo que ganamos en un mes, trabajando como bestias, lo gana en medio día Cualquiera de esos místeres, sin hacer un carajo, sentados en sus mecedoras, Mirándoles las piernas a las secretarias. ¡Maldita sea! Grimaldos, un muchacho Alto y pálido, quizá el más joven del grupo, dio también su opinión: —¿Y qué Porvenir nos espera? El mismo que aguarda a una rata en su cueva: que se nos Caigan encima las paredes. —No es eso lo peor —continuó Espinel, accionando con Energía—Aquí ganamos cuatro con cincuenta. Medio comemos. Y así tendremos que seguir Indefinidamente. En cambio, los bolsillos de los extranjeros y las cajas del Tesoro público se llenarán hasta reventar. —No es justo —repitió Rudecindo, como Un eco—. Yo tengo mi mujer y dos hijos, ¿Cómo puedo vivir así? —¿Y si Pidiéramos un alza de salarios? —preguntó uno, a quien apodaban Lechuza. —¿Para Qué? ¿No nos comprometimos el lunes a trabajar ganando cuatro con cincuenta? —Pero No conocíamos la clase de oficio que nos esperaba. —Si pudiéramos… El ruido de Los vagones los hizo enmudecer. Se oyeron, uniformes, diez golpes contra las Rocas. —¿Cómo que no pueden hablar los desgraciados? —preguntó, con mirada feroz, El capataz—. Aquí los trajeron a trabajar, no a soltar la lengua. Se llenaron Las palas. Cayeron las rocas despedazadas en el fondo de las vagonetas. Una Nube de polvo se elevó, opacando el brillo de las bombas. Uno de los Trabajadores sufrió un ataque de tos, y tuvo que sentarse en el suelo. Los compañeros Lo miraban, conmovidos. Espinel intentó acercarse para auxiliarlo.—¿A dónde va? Déjelo que se pare solo, para eso ya es mayorcito. Y si no sirve, mañana Informo a la jefatura para que lo cambien por uno nuevo. Espinel, sin atender Las órdenes del capataz, se inclinó para levantar al compañero. Era un muchacho De unos veintidós años, alto y extraordinariamente delgado. Lo querían por sus Ocurrencias oportunas, por su alegre resignación. Tal vez, pensó Rudecindo, la Tisis estaba haciendo estragos en sus pulmones.
—Vamos, Compañero: ánimo.
—Le dije que Lo dejara solo,
¡Carajo!
—Es un ser Humano como usted o
como yo, ¿No Es cierto? Y yo no soy una
fiera. ¡Tengo Que ayudarlo y lo haría
aunque se me Viniera encima el puerco
cebado de Míster Brown!
El capataz Quedó petrificado. Nunca
hubiese Concebido una audacia
semejante. Se Acercó a Espinel,
dominándolo Con su enorme corpachón.
Pero era Tanta la firmeza que brillaba en
los ojos del Minero, que se contentó con
amenazarlo:
Mañana míster Brown sabrá el
concepto que Usted tiene de él. Vamos a
ver cuál de Los dos sale perdiendo.
Mariena no Quería salir otra vez a la
tienda de Joseto. Pensaba en el
desagradable Encuentro del día anterior
y se Estremecía. Sin embargo, en los
ojos del Diablo había algo de atrayente,
de Fascinador. Era, quizá, la tentación.
—Yo no puedo Ir, mijita. Y la señora
Cándida Menos. A Pacho no lo conoce
don Joseto. Tiene que ser sumercé.
Accedió. De Nuevo el polvo
amarillo, Horrible. Obsesionante. Como
si naciera de Las entrañas de la tierra
para bailar Sus danzas especialmente
sobre Timbalí. El camino largo y solo.
La calle Angosta, sucia. Las paredes de
las casas, Que antaño habían sido
blancas, Desaparecían bajo una capa
uniforme. Diríase que todo el pueblo,
que todos sus Paisajes y sus habitantes,
estaban Oxidados. Así lo pensó ella, con
repugnancia.
—Buenos días, Don José.
—¡Hola, Preciosa! ¿Qué quieres?
—Que…
Se le iba la Voz. Por primera vez el
acudir a una Tienda a pedir algo fiado la
mortificaba. El rostro se le arreboló y
adquirió un Encanto enorme.
—¿Qué pasa? Te has puesto roja
como una Rosa. A ver, dime qué quieres.
—Que le fíe a Mi mamá un poco de
pan y mañana Se lo pagaremos —dijo al
fin, de un Tirón, sin levantar los ojos.
Joseto la Miró. Así, con la frente
inclinada y El rostro encendido, Mariena
estaba Bellísima. Ella misma no lo
sabía. Pero El hombre lo comprendió.
Valoró su Cuerpo núbil, sus mejillas
cálidas, sus Ojos, sus labios carnosos.
Abandonó su Sitio detrás del mostrador
y se le Acercó.
—Y… ¿Dónde Vives?
Más intenso Se hizo el rubor de su
rostro. Cómo Confesarle a aquel extraño
que… ¡Oh, Sería horrible! Pero, al fin y
al cabo, ¿Qué Tenía de extraordinario? La
pobreza no Constituía un deshonor, se
había Repetido siempre. Pero el vivir en
el basurero Del pueblo no podía
llamarse ya Pobreza. Era miseria.
—¿Te has Quedado muda?
Se le acercó Y la miró con
detenimiento. Negras las trenzas, que
caían a la Espalda, como serpientes; la
frente Morena, las mejillas encendidas,
los labios Entreabiertos; los ojos ocultos
bajo el velo Crespo y oscuro de las
pestañas; las Manos colocadas a la
altura del Pecho, como ocultando el
empuje Redondo de los senos… Era muy
bonita, ¡Caramba! Demasiado linda para
que… Se Acordó del Diablo. Sin duda
estaba Persiguiéndola, asediándola.
¡Maldito el Diablo! Todas las
muchachas Tenían que terminar en sus
brazos, aun Cuando después las
maltratara y Hasta les quemara la casa
conforme Había hecho con Cándida,
según decían Algunos. Se le vino un
pensamiento:
—¿Eres de la Familia de Cándida?
—No, señor, Sólo amigas. Y como le
quemaron la Casita, ella vive con
nosotros. Vivimos… allá.
—Y con la mano extendida señaló
hacia el depósito De los desperdicios,
que alcanzaba A divisarse a lo lejos.
Joseto se Alegró. Una muchacha
pobre, casi Una pordiosera. La ansiedad
le oprimió la Garganta. Alzó una mano y
acarició el Rostro arrebolado de
Mariena. Ella Se hizo a un lado.
—¿Me tienes Miedo? No seas tonta.
¿No te han Dicho que eres lindísima?
Con esa cara Y ese cuerpo podrías ser
una reina. No Querrías tener trajes,
dinero…
—¿Qué le digo A mi mamá del pan?
—preguntó Fría, altanera, pero con un
resto de Humildad, aquella que la
obligaba a Guardar su pobreza.
—Pero ¿Cómo Quieres que seamos
buenos Amigos, si eres tan esquiva? Ven,
acércate, Acércate…
La tomó del Brazo derecho. Ella
sintió asco, Rabia. Levantó la mano y la
descargó, con Toda la fuerza de que fue
capaz, sobre La cara morena de Joseto.
Después huyó Como el día anterior,
hacia el Refugio.
Pastora Tembló de cólera cuando
supo lo Acontecido. Pacho quiso salir,
armado de Piedras, para romper los
vidrios de la Tienda. Cándida los
amonestó para Que tuvieran prudencia.
Joseto era Violento en ocasiones, pero
siempre Cordial, atento, listo a prestarle
un servicio a Cualquiera. Así lo había
conocido Ella. Claro que les ocultó que
tras de esa Amabilidad el tendero
guardaba Ciertas intenciones no del todo
correctas, Que había mantenido secretas
debido al Miedo que profesaba al
Diablo. ¡El Diablo! ¿Qué pensaría de su
acción de la Noche anterior? ¿Sería tan
cínico que Volviera ante ella, para
pedirle que Lo perdonara? Estaba
dispuesta a Mandarlo a los profundos
infiernos, Donde quizá estuviera muy a
gusto, si Trataba de acercársele. En fin,
no era el Momento para pensar en esas
cosas.
Oyó el llanto De Neco. El
muchachito Tenía hambre y no había pan.
Se desesperó. Quiso incorporarse, salir
a la calle a Provocar a los hombres con
sus ojos Caídos, con su boca atrevida,
con sus Caderas armoniosas. Pero ni
siquiera ese Recurso tenía ahora para
conseguir con Que alimentarlo. No podía
caminar. La Herida de la espalda le
dolía. Resolvió acudir al hospital para
que le hicieran Una nueva curación. Pero
sería Después, cuando ya su hijo hubiera
calmado el Hambre de cualquier manera.
Pacho, Tendido de bruces en el pasto,
pensaba. Oyó A Pastora cuando envió a
Mariena a la Tienda de Joseto. Escuchó
el relato que Ella hiciera al llegar.
Creció en su Pecho infantil una ira
incontenible, Tremenda. Luego, ante el
llanto de Neco, que tenía hambre, y el
silencio de Cándida, que no podía
mitigársela, Tuvo un momento de
meditación, Extraño a su edad. Estaban
solos en Medio de los desperdicios,
alejados de La sociedad, de la compañía
de sus Semejantes, de la compasión,
inclusive. Porque su hermana era débil,
uno de Aquellos que tenían dinero
trataba de Comprarla cual si fuera un
mueble, una Bestia. No lo toleraría
nunca. Antes Sería capaz de matar a
alguien para Robarle la cartera y tener
con que Comer. Ahora no poseían un
solo centavo. Había sal y algo de harina.
Un gajo de Cebolla, también. Para la
mazamorra del Mediodía. ¿Y después?
Lentamente se Incorporó, y sin que
nadie lo Notara se fue alejando. Pediría
limosna si Era preciso. Pero no volvería
a la casa sin Dinero.
Rudecindo Recibió la mazamorra y la
tomó a Pequeños sorbos, sin ganas,
deseoso de Que su vida se terminara, de
que se le Salieran del cerebro los
pensamientos, De que sus oídos no
continuaran Escuchando, aun en medio
del monótono Acorde de los lejanos
motores, las Palabras ofensivas del
capataz. Recordó, emocionado, la
valiente Actitud de Espinel. No había
tenido miedo Cuando le dijo la verdad al
patilludo: el Puerco cebado de míster
Brown… Para Sus adentros rio de la
ocurrencia. El jefe de personal, con su
cara Regordeta y rosada, con sus labios
gruesos y sus Grandes ojos, se parecía
mucho a un Cerdo. Eso se lo confesaba
él ahora, Porque antes no hubiera sido
capaz de Admitir tal idea, ni siquiera en
lo más Profundo de su mente, ¿Qué
consecuencias Traería para ellos la
actitud de Espinel? Posiblemente lo
retirarían Pronto. Lamentó perderlo.
Había llegado A profesarle una sincera
estimación, Una admiración verdadera.
Decía las Palabras justas, necesarias.
No andaba con Rodeos ni con timideces,
como él. Porque, en efecto, si el 22048
hubiera visto Al hombre agonizar en el
suelo negro Del túnel, no se hubiese
atrevido, Ante los ojos autoritarios del
capataz, a Tenderle una mano amiga. Por
fortuna no Todos pensaban así. Había un
valiente Entre diez cobardes. La semilla
del Descontento estaba plantada ya. No
era sólo en El socavón de La Pintada:
era en el Enorme territorio del valle; en
todos los Túneles que conducían a las
entrañas de La cordillera; en los
corrillos Callejeros y hasta en las
mismas Oficinas centrales de la
Compañía Carbonera del Oriente. La
revolución Surgiría, no dudaba. ¿Pero
qué era la Revolución, eso de que
hablaban Últimamente en todas partes?
Para Cristancho se reducía a verificar
una incursión En el barrio de los
extranjeros, Sacar de sus casas a los
místeres y Musiús, como él los llamaba,
ocupar las Lujosas habitaciones y
enviarlos a Trabajar en las minas, como
jornaleros. Esa era la revolución. Allí a
su choza Inmunda enviaría de buena
gana a míster Brown. Y las lindas
muchachas, Esas que se dejaban
palmotear las Nalgas para tener
contentos a Los patrones, irían a lavar a
la quebrada La ropa de Pastora, la de
Cándida… ¡Cándida otra vez! ¿No
podía Desterrarla de su recuerdo? No.
Estaba en su Cerebro, metida allí, como
él dentro de La galería de La Pintada.
Vio venir a Pacho, por el largo
camino que Llevaba al barrio pobre.
Traía en la Mano un talego de papel.
—Aquí hay pan Para todos. Y
panela, y Sal, y harina… también compré
carne. ¡Miren, qué pedazote!
A medida que Hablaba iba
desocupando El talego sobre el delantal
extendido de Pastora, que lo miraba con
asombro, con Miedo, con inquietud.
Pacho tenía En los ojos un brillo al
mismo tiempo Alegre y trágico.
Vacilaban sus Manos y se atropellaban
sus palabras. Los miraba triunfante,
porque Gracias a él alejarían el hambre
por algunos Días.
—Mijo, ¿Pero De dónde ha sacado
sumercé todo Esto?
—No se Preocupe, mamacita. Mire,
aquí hay Suficiente para todos. Pongan a
hacer Aguadepanela, para que tome mi
papá antes de Irse a trabajar.
Rudecindo lo Miró, asustado
también. ¿Aquel era su muchacho? Sí,
era el mismo. Quizás algo le había
cambiado el Rostro: se lo había tornado
prematuramente Duro, amargo, decidido.
Una mueca Rara le cruzaba la cara, como
un ala de Cuervo. Cuando terminó de
ofrecer los Víveres que había traído,
arrojó lejos El talego.
—¿De dónde Sacó dinero para
comprar todo Esto? —preguntó
Rudecindo Incorporándose.
—Pues… pues…
—Confiese, Mijo. Su padre no debe
ignorar nunca Lo que sumercé hace.
Dígalo aquí Delante de todos; de su
mamacita, de Mija, de la señora
Cándida; Hasta de este muchachito
inocente, de Ñeco.
—Pues como no Tuvieron con qué
comprar el Pan… y como el de la tienda
ultrajó a mi Hermana por pedírselo
fiado…, y Como Nequito estaba llorando
de hambre y No había qué darle… ¡Yo
robé una de Las alcancías de la iglesia!
En el Silencio que siguió se oyó el
palpitar Uniforme y lejano de los
motores. Se Escuchó, nítido, el silbido
del tren Próximo a partir hacia la
capital. Hasta el vuelo insistente de una
mosca produjo Un ruido que se les
antojó Extraño, acusador.
—¡Las Alcancías de la iglesia! —
exclamó por Fin Rudecindo—. ¡Mijo un
ladrón! ¡Yo Padre de un ladrón!
Ocultó el Rostro entre las manos y
sollozó. Mariena miraba a Pacho con
cólera y Amor, con lástima y orgullo.
Pastora Observaba los víveres que tenía
en el Delantal, y no sabía si bendecirlos
o arrojarlos En medio del fétido charco.
Cándida Acariciaba la cabecita de Neco,
y el niño Pedía, tímidamente, un pedazo
de pan.
—¿Qué tiene De malo? ¿Por qué se
callan todos? No maté a nadie.
Simplemente Abrí la tapa con este
zuncho que Encontré aquí mismo —
explicó, Mostrándoles una especie de
cuchillo Terminado en aguda punta—.
Luego saqué Las monedas y los billetes.
Era muy poco, Pero alcanzó para
comprar todo Eso.
—¡En la Iglesia, mijo, en la iglesia!
—gimió Rudecindo.
—Esa plata es De limosnas. Y
nosotros Somos más pobres que el cura
que viene a Decir la misa los domingos.
Él no estará Muñéndose de hambre en su
casa. No Tendrá que vender a sus
hermanas por Un poco de pan. Yo lo
hice, sí, yo Lo hice. ¡Maldita sea!
Como loco, Pacho se tiró al suelo.
Se tapó la Cara con las manos y movió
en el aire Los pies. Su llanto, duro,
fuerte, Rebelde, lo estremeció. Entonces
Rudecindo Olvidó su propio dolor y sé
inclinó sobre El cuerpo del hijo, para
consolarlo.
—Está mal lo Que hizo, mijo. Pero
ya no tiene Remedio. Vamos a tomar
nuestra Aguadepanela para tener fuerzas
y seguir Viviendo. Pero no haga nunca
más cosas Como esta.
—No Hubiéramos tenido qué comer
esta tarde —dijo Pastora, disculpándolo
—. Dios lo Perdone, pero lo que mijo
dice es cierto. Nosotros tamos más
pobres que el Señor cura.
Cándida fue Hasta el sitio en donde
Pacho yacía En el suelo. Le palmoteo la
espalda y le Acarició maternalmente la
cabellera, Rebelde, como su alma.
—Gracias, Pacho. Gracias por mí y
por Neco. Nosotros estamos solos en el
mundo, Abandonados, sin hogar, sin
familia, sin Dinero. Y usted lo oyó llorar
y fue a Traerle pan. ¡Dios mío,
perdónanos!
Se arrodilló. Le cayeron las
lágrimas por Las mejillas. Pacho se
incorporó. Tomó un pan y se lo dio a
Neco. Luego Lo sentó a su lado.
—Ya pasó Todo.
Hicieron Aguadepanela. El pan
estaba Tierno, fresco. Pacho fue
olvidando su Dolor, la momentánea
punzada del Arrepentimiento. Se sentía
alegre. La vida circulaba de nuevo,
empujada por el calor del alimento, por
los rostros de todos. Entonces recordó,
lentamente, sus vacilaciones.
Cuando entró a la iglesia, estaba
sola. La vista del Crucificado lo
atemorizó. Dios se hallaba en todas
partes, conocía todas las acciones, tanto
las malas como las buenas. ¿Qué diría
por robarle la alcancía de las limosnas?
Porque con ese pensamiento
preconcebido había entrado al templo.
Recordó para darse ánimo la cara
terrosa del niño pidiendo pan… el
silencio de Cándida… la orden de
Pastora… el relato de Mariena…
Avanzó. Los cirios difundían su
humo espeso, negro, penetrante. No
había nadie. Se asomó a la pequeña
sacristía. Un muchacho de su misma
edad dormía, sentado en un amplio
sillón de cuero rojo. Contuvo la
respiración. Caminó hasta llegar al sitio
en donde viera el domingo en la noche
la alcancía de las limosnas, frente a un
banquillo que contenía infinidad de
ceras, encendidas las unas, consumidas
casi por entero las otras. Oyó un, ruido y
cayó de rodillas fingiendo rezar. El
acólito se volvió al otro lado y continuó
con su profundo sueño.
Alistó el cuchillo. Lo había
encontrado entre unas canecas, esa
misma mañana, y lo había limpiado
cuidadosamente, fregándolo con arena
hasta hacerlo brillar. La punta era fina,
adecuada para levantar la tapa de la
vieja alcancía. Empezó el trabajo con
tenacidad, sin respirar casi. Conteniendo
a ratos, con la mano izquierda, los
latidos impetuosos de su corazón.
Crujió la madera. En la sacristía el
acólito se movió. Repitió el ademán de
caer de rodillas. Otra alarma infundada.
El muchacho aquel tenía bastante pesado
el sueño.
Presionó la caja con la punta del
cuchillo. Volvió a mirar hacia el altar y
le pareció que Cristo tenía sus grandes
ojos tristes fijos en él; que lo reprendía
por la acción indigna que estaba a punto
de efectuar. Con trabajo tornó la vista
hacia la pequeña caja de madera. Y para
darse valor pensó en Neco, en su
hermana, en Pastora… A ella le traerían
un niño dentro de poco. Se había dado
cuenta de que todas las mujeres
engordaban antes de tener niños. Él
tendría un hermanito… ¡Pero pobre!
Casi lo compadeció. Pasaría hambres,
desnudeces, fríos… Él, un chico de doce
años, estaba pensando en todos los
problemas como una personita mayor.
Una chispa de orgullo lo invadió.
Empujó el cuchillo con fuerza, y la tapa
cedió sin hacer ruido.
Recogió varios billetes y monedas.
Sabía contar —fruto de dos años de
escuela, en un lejano pueblo ya olvidado
—. Eran doce pesos con cuarenta y tres
centavos. Los guardó en su bolsillo.
Luego se arrodilló y rezó un
Padrenuestro.
—Gracias, Dios mío —dijo, para
terminar.
Y abandonó el recinto. Tu texto aquí!