La poesía española de 1939 a nuestros días
La Guerra Civil deja un panorama desolador en las letras españolas. La rica efervescencia cultural de los años 30 da paso a unos duros años en los que los mejores autores están muertos (Lorca, Unamuno, Valle-Inclán) o exiliados (Alberti, Guillén, Cernuda. León Felipe…) o en el denominado exilio interior (Aleixandre). A esa dolorosa ruptura hay que sumar el aislamiento internacional en que nos sumergimos y la censura, no demasiado férrea en el caso de la poesía, para completar un panorama realmente triste.
La primera generación tras la guerra, conocida como «del 36», la forman autores como Luis Rosales («La casa encendida»), Dionisio Ridruejo («Cuadernos de Rusia») y otros y surge en torno a las revistas Escorial y Garcilaso. Son poetas que han luchado en el bando nacional y al menos en un primer momento cultivan una poesía clasicista y serena, que tiene a España y a Dios como protagonistas. Pero en 1944 se publica «Hijos de la ira», de Dámaso Alonso, que va a dar lugar a una corriente de poesía denominada «desarraigada». El verso libre, las imprecaciones a Dios y un tono desesperado son sus rasgos más llamativos, con los que buscan expresa una angustia existencial imposible de desligar de la difícil circunstancia histórica que estaban viviendo. Poetas desarraigados hay que considerar también a Miguel Hernández (lo poco que pudo escribir tras la guerra) y a Blas de Otero.
Este último va a ser una importante figura de la importante corriente que se va a iniciar en los años 50, la llamada «poesía social». Sus autores conciben la poesía como un instrumento para la denuncia y el compromiso, una herramienta para transformar el mundo y despertar las conciencias ante la Historia. Es una poesía dirigida al pueblo, «a la inmensa mayoría», así titulará Blas de Otero una de sus obras. Cultivan por lo tanto un lenguaje claro, unas formas accesibles, un mensaje nítido. Gabriel Celaya, autor en «Poemas iberos» del poema «La poesía es un arma cargada de futuro» será también en estos años uno de sus máximos exponentes. Se pueden incluir aquí otros nombres como los de José Hierro o Carlos Bousoño.
Esta poesía, que dominará el panorama literario unos años, va perdiendo vigencia al final de la década. Es entonces cuando surge una nueva generación, que unos llaman del medio siglo y otros de los 60, que publican sus primeros libros dentro de la estética de la poesía social, pero que pronto derivarán en un intimismo menos altisonante. La poesía que se entendía como un mero acto de comunicación pasa a ser un ejercicio de conocimiento, de autoconocimiento del poeta.
Hablamos de autores como Ángel González («Áspero mundo», «Sin esperanza, con convencimiento»), Jaime Gil de Biedma («Compañeros de viaje», «poemas póstumos»), Claudio Rodríguez («Don de la ebriedad»), quienes además de una sincera amistad, comparten algunos rasgos: tono conversacional, presencia de anécdotas cotidianas de las que saben hacer surgir temas universales, y sobre todo una actitud moral ante la poesía.
Hacia finales de los 60, sin embargo, surge otro grupo de poetas que van a suponer un giro radical respecto de la generación anterior.
Son conocidos como «los novísimos», por la Antología de José María Castellet publicada en 1970, «Nueve poetas novísimos» y pese a su mucha diversidad se pueden reconocer rasgos comunes como el culturalismo, el desdén por la poesía moral de la generación anterior, una vuelta a la experimentación vanguardista, sobre todo al Surrealismo, que se traduce en unos textos más herméticos y difíciles, el cosmopolitismo de sus fuentes, que ya no son la anterior poesía española, sino toda, desde la clásica hasta la europea más contemporánea, además de otras como el cine, los mass media y hasta el cómic. Hablamos de autores como Pere Gimferrer («Arde el mar»), Guillermo Carnero («Dibujo de la muerte») o Leopoldo María Panero («Así se fundó Carnaby Street»).
A partir de aquí, las últimas tendencias a partir de los años 80 son aún de difícil descripción por falta de perspectiva y por su heterogeneidad. Podemos advertir algunas como la poesía experimental de Jenaro Talens, el clasicismo de Luis Antonio de Villena o la denominada poesía de la experiencia de Luis García Montero.
En definitiva, se trata de un panorama muy interesante que abarca el largo y casi siempre penoso periodo dominado por el Franquismo y luego la Transición en el que han surgido sucesivos grupos de poetas con estéticas muy personales y con rasgos comunes que, a medida que se acercan más a nuestro presente, son más difíciles de distinguir.