La Novela Española: Transformaciones y Tendencias desde la Posguerra hasta los Años 70

La Novela Española: Desde la Posguerra hasta los Años 70

Al terminar la Guerra Civil, la novela española presenta un panorama desolador, debido a factores como la escasez económica, el aislamiento internacional, el poder de la censura y la desaparición por muerte o exilio de buena parte de sus principales figuras. Solo la presencia de un decaído Pío Baroja permite una cierta continuidad con la fecunda tradición anterior a la guerra. En el exilio van a seguir desarrollando su obra novelistas como Max Aub, Francisco Ayala, Rosa Chacel o Ramón J. Sender, autor de la conmovedora Réquiem por un campesino español. Surgirán también en el exilio nuevos narradores como Arturo Barea (trilogía La forja de un rebelde) o Manuel Andújar (trilogía Vísperas). Paralelamente, la evolución del género en España va a pasar por las siguientes etapas:

Los Años 40

Se desarrolla una narrativa que podríamos llamar conformista, donde se encuadran tendencias como la novela rosa, la novela de guerra (desde la perspectiva «oficialista» de los vencedores) y la novela realista tradicional, con autores estimables como Ignacio Agustí, Darío Fernández Flórez y Juan Antonio Zunzunegui. Pero, a la vez, empieza a surgir, pese a todas las dificultades, una narrativa más inconformista e inquieta, de signo existencial, que presenta a personajes desorientados y sumidos en un malestar vital al que no son ajenas las circunstancias históricas. La primera muestra es La familia de Pascual Duarte (1942), primera novela del que va a ser una de las grandes figuras de la narrativa española, Camilo José Cela: narra en primera persona la sórdida vida y los crímenes del protagonista, un campesino condenado a muerte, con una crudeza que le granjeó la denominación de novela «tremendista». Poco después, en 1944, se publica Nada, de Carmen Laforet, que narra, también en primera persona, el desencanto de una joven que llega a estudiar a la Barcelona de posguerra. La novela recibió el Premio Nadal, premio que desempeñó un importante papel en la reactivación de la narrativa de aquella época. También son significativos los primeros títulos de Torrente Ballester (Javier Mariño) y de Miguel Delibes (La sombra del ciprés es alargada).

Los Años 50

La tímida apertura del régimen y la influencia extranjera (teorías de Sartre, neorrealismo italiano, noveau roman francés, etc.), hacen que se imponga en la novela el propósito de denunciar las injusticias y transformar la sociedad. La narrativa asume así funciones que, en una sociedad democrática, deberían corresponder a la prensa. El primer paso es La colmena (1951), de Camilo José Cela, cuyo argumento, centrado en tres días en el Madrid de posguerra, se fragmenta en multitud de situaciones en las que decenas de personajes, generalmente mediocres y anodinos, se entrecruzan. Se sientan ya las características básicas de esta corriente: protagonista colectivo, reducción espacio-temporal (la acción se concreta en lugares muy determinados y en periodos breves), presencia del lenguaje coloquial y tendencia a la objetividad del narrador. Serán los llamados novelistas “del medio siglo” quienes impulsen esta corriente. Las novelas sociales van a tratar principalmente de la vida de los trabajadores (urbanos o rurales: Central eléctrica, de López Pacheco) o de la abulia de la burguesía (Entre visillos, de Carmen Martín Gaite). Algunas tienden más al realismo crítico, con una denuncia más explícita (caso de La zanja, de Alfonso Grosso, o Dos días de septiembre, de José Manuel Caballero Bonald) y otras se decantan más hacia el objetivismo o neorrealismo, caso de El fulgor y la sangre, de Ignacio Aldecoa, o El Jarama (1956), de Rafael Sánchez Ferlosio.

Esta recoge un anodino día de excursión de unos jóvenes empleados sin alicientes vitales, con un final inesperado y trágico, y todo ello con un narrador objetivo que se limita (salvo algún inciso lírico descriptivo) a recoger con fidelidad «magnetofónica» diálogos y movimientos. Paralelamente, se consolida en estos años la figura de Miguel Delibes, con títulos como El camino (1950), novela de aprendizaje, y Las ratas (1962), dura crónica de la miseria en el campo: su narrativa se caracteriza por el ambiente rural castellano (que alterna con la burguesía provinciana), y una prosa limpia y aparentemente sencilla. En ella desarrolla sus preocupaciones éticas, de raíz cristiana, basadas en el amor a la naturaleza y el rechazo del materialismo y la deshumanización.

Los Años 60

Si en los 40 destacó la novela existencial y en los 50 la social, en los 60 se va a imponer la narrativa experimental, ya que, en parte por el estímulo de los jóvenes novelistas hispanoamericanos, se toman como modelo los grandes innovadores del género en la primera mitad del siglo (Kafka, Proust, Joyce). El cansancio de la novela social, que se revela ineficaz, lleva a un tipo de novela que deja en segundo plano el argumento y juega con la estructura, el tiempo, el punto de vista narrativo y el lenguaje en busca de nuevas formas. El periodo se inicia con Tiempo de silencio (1962) de Luis Martín Santos, que aúna el conflicto existencial, la denuncia social y la experimentación formal (cambios de punto de vista, monólogos interiores, lenguaje irónicamente retórico…), al narrar los problemas de un joven médico e investigador implicado en el aborto de una mujer muy humilde. También los narradores ya consagrados de la generación del 36 se incorporan a la nueva corriente experimental:

  • Cela, con San Camilo 1936 (1969), largo monólogo sobre las vísperas de la Guerra Civil.
  • Delibes, con Cinco horas con Mario (1966), monólogo de una mujer de mentalidad provinciana y convencional ante el cadáver de su marido, modesto intelectual, cargado de reproches hacia él.
  • Torrente Ballester, con La saga-fuga de J.B. (1973).

A ellos se unen novelistas de la generación del medio siglo, como Juan Marsé, con Últimas tardes con Teresa (1967), Juan Benet, con Volverás a Región (1967) y Juan Goytisolo, con Señas de identidad (1966), una visión crítica de los mitos de España por parte de un exiliado (voluntario), reflejo del propio autor; se presentan de manera discontinua sus recuerdos y reflexiones: el punto de vista narrativo se descompone en una mezcla de las tres personas gramaticales, y con la segunda persona autorreflexiva, el protagonista se desdobla en una especie de examen de conciencia. También algunos narradores más jóvenes comienzan en esta línea experimental, caso de José María Guelbenzu, con El mercurio (1967) y Eduardo Mendoza, con La verdad sobre el caso Savolta (1975). Esta última abre paso a una cierta recuperación de la intriga o «vuelta a la narratividad», ya que aprovecha elementos de los subgéneros policiaco y de folletín amoroso para desarrollar una trama de crímenes y amores con el telón de fondo de los conflictos sociales de la Barcelona de principios de siglo.

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