CAPÍTULO XLI
Don Quijote estaba impaciente esperando la llegada de Clavileño cuando aparecieron cuatro salvajes, vestidos de verde yedra, llevando a lomos un gran caballo de madera. Lo pusieron en el suelo y se marcharon, pero antes de irse les dijeron que los dos tenían que volar encima de él y realizar el viaje con los ojos tapados. Sancho se negó a subir, argumentando que no era brujo para volar por los aires; Cendaya quedaba muy lejos, podía tardar mucho en volver y perdería la ínsula, pues “en la tardanza va el peligro” (La demora en la ejecución de una acción puede hacerla fracasar) y, “cuando te dieren la vaquilla acudas con la soguilla” (hay que aprovechar las ocasiones cuando se presentan); por lo tanto quería seguir el refrán que dice “bien se está San Pedro en Roma” (es mejor dejar las cosas como están). El duque, para convencerlo comentó que “no hay ningún género de oficio de estos de mayor cuantía que no se granjee con alguna suerte de cohecho” (no hay ningún cargo importante que no se obtenga mediante alguna clase de pago), por lo tanto, debería volar acompañando a don Quijote si quería conseguir la ínsula; le garantizó que ésta sería suya y que los insulanos siempre lo esperarían. Después de pedirle ayuda a Dios, Sancho accedió a montar sobre Clavileño. Don Quijote comentó que “Desde la memorable aventura de los batanes (…) nunca he visto a Sancho con tanto temor como ahora”. Le pidió que se diera unos quinientos azotes a cuenta de los tres mil que se tenía que dar, pues el “comenzar las cosas es tenerlas medio acabadas”. Sancho le contestó que no era la ocasión, siguiendo el refrán “¡En priesa me ves, y doncellez me demandas!” (no hay que fijarse en cosas sin importancia cuando hay cosas mayores). Le prometió que a la vuelta se los daría, pues no era el momento de castigarse las posaderas. Se subieron sobre Clavileño y les vendaron los ojos; Sancho se sentó “a mujeriegas” para no sentir tanto la dureza de las tablas; lleno de miedo, se descubrió y, con lágrimas en los ojos, le pidió a los presentes que rezaran por ellos. Le reprendió don Quijote por no confiar en él. Este apretó la clavija y, los presentes, a vivas voces, les desearon buen viaje. Con gran sosiego ascendía Clavileño. Sancho, agarrado fuertemente a don Quijote, sospechaba que no se elevaban porque se oían muy bien las voces de los que allí estaban. Se lo comentó a don Quijote y éste le contestó que en un vuelo tan extraordinario como éste todo podía ocurrir; la cosa iba bien y el viento lo llevaban de popa. Lo del viento por detrás, como decía don Quijote, ocurría porque los criados del duque con fuelles lo provocaban. Después lo sintieron por delante porque les quemaron unas estopas en sus mismas narices. Mientras, don Quijote y Sancho comentaban los lugares por donde pasaban. Este último decía que se estaban acercando a la región del fuego, porque se le chamuscaban las barbas
Los duques se reían del diálogo que los dos valientes mantenían. Para rematar la aventura, los criados le pegaron fuego a Clavileño por la cola. Explosionaron los cohetes que en vientre llevaba. Voló por los aires y ellos cayeron al suelo medio chamuscados. Cuando se levantaron, se sorprendieron de verse en el mismo jardín del que habían salido, la gente, excepto las dueñas que habían desaparecido, estaba tendida por tierra. En el extremo, colgado de unos lazos había un pergamino en el que se decía que don Quijote había muerto al intentar acabar la aventura de la condesa Trifaldi, pero que a ésta y las demás dueñas les habían desaparecido las barbas.
Don Quijote fue a despertar a los duques; Sancho a comprobar cómo estaban las dueñas; le dijeron que rapadas y “sin cañones”. La duquesa le preguntó a Sancho que cómo le había ido. Le contestó que se descubrió un poco y, desde arriba, vio la tierra como un grano de mostaza y a los hombres como avellanas; que vio también “las siete cabrillas”, que se bajó de Clavileño y jugó con ellas. Después de haber comentado don Quijote, a una pregunta del duque, sus impresiones, argumentó que lo que Sancho había dicho era imposible que ocurriera, por lo tanto, mentía o soñaba. Respondió Sancho que ni mentía ni soñaba, y dijo cuáles eran los colores de las cabrillas. Le preguntó el duque que si vio algún cabrón, a lo que contestó que “ninguno pasaba de los cuernos de la luna”. Don Quijote le respondió que si quería que le creyera sobre lo que decía que había visto en el cielo, debería creerle a él sobre lo que dijo haber visto en la cueva de Montesinos.