El poeta y su clarín sonoro

El poeta y su clarín sonoro

El poeta apostrofa con su clarín sonoro A la columna en marcha; lo que dice, resuena Como el flujo de bronce de una hornalla harto llena. El cielo es la frente De Dios, sobre la eterna serenidad suspensa: Cuando se llena de astros y sombra, es que Dios piensa. Tanto vale rasgar un lirio Como manchar un astro; el viejo Cosmos gime Por la flor y la estrella con un amor sublime Y total. (Cristo sangriento, brilla; triste, suda como hombre.) Es un heroico vino que ignora la tristeza. No escupáis nunca sobre una gran cabeza. Él tiene su cabeza junto a Dios, como todos, Pero. Cada vez que una de sus colmenas, que en la historia Trazan nuevos caminos de esfuerzo y de victoria, Emprende su jornada, dejando detrás de ella Rastros de lumbre como los pasos de una estrella Noches siniestras ecos de lúgubres clarines, Huracanes colgados de gigantescas crines Y montes descarnados como imponentes huesos: Uno de esos enjendros del prodigio, uno de esos Armoniosos doctores del Espíritu Santo, Alza sobre la cumbre de la noche su canto. El alma tiene una: Dios. Si el alma descuella Sobre su propio vuelo, se reconoce en ella. Castiga, si hay infamia que castigar; nivela Los antros, no las cimas; alza tu blanca vela Sobre el egregio mástil de la fe; tiende al viento Como un plumaje de oro todo tu pensamiento. Cuando sobre las cumbres del pensamiento humano La noche se constela de lejanos fulgores, Cuando las grandes lenguas del viento dan rumores Inauditos, y cuando sobre esas cumbres flota La inefable caricia de una armonía ignota, La luz presiente al astro, la fe presiente al alma. Tu grave destino, que medita El vasto pensamiento de la sombra, palpita Como el feto de un astro futuro entre el oleaje De las Causas divinas. Tu frente alta y salvaje Deja correr en olas pensamientos sombríos, Tal como una montaña madre de muchos ríos. Los astros centelleaban de fulgores divinos, Y daban fuertes sones como un bosque de pinos Flameante cabalgado por el huracán, sones Que flotaban cual nubes sobre los escuadrones De aquella gran columna blasfema. Desde el cielo Caían sordas lágrimas de sangre y luz; De las sombras pesaba sobre la tierra inerte Como un árbol sobre una meditación de muerte. En sus carnes, que el látigo flagela, pongo mi beso adolescente y torpe, como el río de las noches ne- gras que restaña las llagas de las flores. El cobre de un címbalo repica en las tinieblas, reencarnan en sus mármoles los dio- ses, y las pálidas nupcias de la fiebre florecen como crímenes; la noche, su negra desnudez de virgen cafre enseña, engalanada de fulgores de estrellas, que acribillan como heridas su enorme cuerpo tene- broso. Surgida de los velos aparece(ensueño astral) mi pálida consorte temblando en su emoción como un sollozo, rosada por el ansia de los goces como divi- na brasa de incensario. Y los besos estallan como golpes. Y el rocío que baña sus cabellos moja mi beso adolescente y torpe; y jimiendo de amor bajo las torvas virilidades de mi barba, sobre las violetas que la ungen, exprimiendo su sangre azul en sus cabellos nobles, palidece de amor como una grande azucena desnuda ante la noche. Que mis brazos rodeen tu cintura como dos llamas pálidas, unidas alrededor de una ánfora de plata en el incendio de una iglesia antigua. Quiero que ciña una corona de oro tu corazón, y que en tu frente lidia caigan mis besos como muchas rosas, y que brille tu frente de Sibila en la gloria cirial de los altares, como una hostia de sagrada harina: y que triunfes, desnuda como una hostia, en la pascua ideal de mis delicias. La noche bajo su amplia cabellera flotante nos cobija. Era una selva larga, toda ne- gra: la selva dolorosa cuyos gajos echaban sangre al golpe de las hachas, como los miembros de un mo- lusco extraño. Era una selva larga, toda triste, y en sus sombras reinaba nuestro espanto. Y aquel bosque era largo, largo y triste, y en sus sombras reinaba nuestro espanto. ¡Oh, no mires mis ojos, que mis ojos están sangrientos como dos cadalsos; negros como dos héroes que velan enluta- dos al pie de un catafalco! Destrenza tus cabellos como un duelo sobre tu nuca artística, ¡oh Theóclea!(tus largas trenzas peinadas por los besos de mi boca). Yo quiero con la boca ansiedad de mis celos exclusivos, sólo para mis manos esa heroica desnudez de tu seno, que aparece como el orto de un astro; y esa gloria de tu garganta que triunfal emerge, como una copapie acero, que los técnicos cinceles labraron; y esa curva vencedora de tu ebúmea cadera que raliza la or- questal armonía de tus formas bajo la gran caricia de la seda.. Cuando cruces (fantasmas, luz, estrofa), por las ruinas que pueblan mi cerebro, como la triste luna que corona la trunca arquitectura de las nubes: yo quiero verte envuelta por la sombra de la másca- ra negra y tus cabellos, y la fúnebre seda de tus ro- pas, como la estatua Libertad que velan cuando la patria está en peligro. Palideces de cadáver tenían los ful- gores de mi lámpara, y como una grande ave prisio- neralatía el corazón, allá en la estancia, que estaba fría y negra, triste y negra: ¡negra con la presencia de mi alma! De un rincón donde había mucha noche, como un enorme horror, surgió un fantas- ma.Acuérdate del ojo más opaco, de la frente más lívida y más calva, del presagio más triste de tus sueños, de un miedo estrangulante como garra, de la angustia de intensa pesadilla que se siente caer co- mo una lápida, de la noche del Viernes doloroso… ¡Ah, cuando oigas hablar de esos tormentos cu- yo amargor anega las gargantas, que aprietan los sollozos delirantes como filosos garfios de tenaza! ¡Ah, cuando oigas hablar de esos delirios que ator- mentan las vidas desoladas, como los vientos nu- bios que atormentan la desolada arena del Sahara! ¡Ah, cuando oigas hablar de esas pasiones que vuel- ca el corazón como la lava!(candente sangre de las hondas vetas fue vuelca la erupción como honda náusea).¡Ah, cuando oigas hablar de esas angustias que obscuros huecos en los pechos cavan, cual la enorme espiral de remolinos que perfora en los gol- fos la resaca: diles que existe un lóbrego paraje en la infinita latitud de mi alma, con silenciosas noches de seis meses cual la triste península Kamchatka! Que allí vive la musa de los Ayes, mi concubina deso- lante y pálida, en cuyas carnes hostilmente frías se quiebra la Intención, como una espada.. y me darán tus labios (¡oh tus labios carnales y sabroso como frutas, viviendo en tu esqueleto descarnado!)y sangrará una intensa mordedura sen- sual; y sobre el hierro de mi petore posará tu calave- ra rubia, como imperial medalla de oro antiguo, con que condecoraron mi armadura; y la triple cimera de mi cascote dará el viento de sus grandes plumas. ese es mi corazón hinchado de odios, como un estuche de terribles joyas ávidas de punzar tu cuerpo de oro. Desfallecen las rosas ilusorias; la noche se ha manchado de fragancias, como una gran leona sometida que acepta las pulse- ras de sus zarpas. Hay un clarín que aúlla en las ti- nieblas estridencias de cobre, que desgarran el triste viento, como un perro triste, que llora a su hembra ante la luna impávida. Hiéreme más con tus agudos ojos despliega en mí tu tiranía de águila,(¡ oh mi novia espectral, que los jardines en sábana de aromas amortajan!)Y cuando hundido en la imponente noche como el escombro de una altiva estatua, naufrague mi cerebro en el ensueño, yo exaltaré el cariño de tus garras, como aprieta el cilicio a sus riñones el lujurioso asceta en sus batallas. ¡Oh, sufrir como un dios que se estremece de vergüenza y amor entre las garras de una pantera virgen y asesina, por su senil divinidad amada! Es me- dianoche; por sus largos hilos descienden las arañas ponzoñosas: sobre el mundo dormido cae el reflejo de una inmensa luna, como el pálido lienzo que los vivos echan sobre la faz de los difuntos; canta sus coplas de lujuria el Vicio, quemando los fragantes alcoholes que revuelven la hez de los fastidios. Bajo el rayo de la luna tiemblan las perlas de agua de su nimbo, y una pálida luz de la otra vida la envuelve como un manto de suspiros. En lo infinito, la estrella Aldebarán sobre el abismo, el freno en las quijadas de los potros, la escarcha en las espaldas de los tísi- cos, junto a Dios, dientes blancos que rechinan, y agudos como triángulos, ladridos de lúgubres mas- tines en el largo pliegue del viento frío. Así mi triste novia sonreía profanada al fulgor de cuatro cirios, que se fundían como cuatro lágrimas bajo un gran simula- cro de martirio; bajo el enorme sueño del espacio, enfrente de mi espíritu, que era tal la mariposa negra posada en el umbral de mis delirios. Sobre el filo más alto de la roca, ladrando al hosco mar, estaba un perro. Su boca abierta relumbraba, roja como el vientre caldeado de un brasero; como la gran bandera de venganza que corona las iras de mis sueños; como el hierro de una hacha de verdu- go abrevada en la sangre de los cuellos. Y en aquella honda boca aullaba el hambre, como el sonido fú- nebre en el hueco de las tristes campanas de No- viembre. Vi que mi alma con sus brazos yertos y en su frente una luz hipnotizada subía hacia la boca de aquel perro, y que en sus manos y sus pies sangra- ban, como rosas de luz, cuatro agujeros; y que el monstruo sintió en sus ojos secos encenderse dos llamas, como lívidos incendios de alcohol sobre los miedos. Entonces comprendí (¡Santa Miseria!)el miste- rioso amoro de los pequeños; y odié la dicha de las nobles sedas, y las prosapias con raíz de hierro; y hallé en tu lodo gérmenes de lirios, y puse la amar- gura de mis besos sobre bocas purpúreas, que eran llagas; y en las prostituciones de tu lecho vi esparci- das semillas de azucena, y aprendí a aborrecer como los siervos; y mis ojos miraron en la sombra una cruz nueva, con sus clavos nuevos, que era una cruz sin víctima, elevada sobre el oriente enorme de un incendio, aquella cruz sin víctima ofrecida como un lecho nupcial. La carne material, la carne triste, Como una viña temporal se agota; La carne material, la carne triste. Como el pudor de la vejez es pálido, Conservemos su frío, porque el frío, Como el pudor de la vejez, es pálido. Corriendo por tu piel ya diferente, Como gotas de azogue incoercible; Corriendo por tu piel ya diferente. En las tibiezas de una noche suave, Como los vellos de una tigre negra; En las tibiezas de una noche suave. Duérmete sobre el mármol de mi pecho Como la reina de una historia antigua; Duérmete sobre el mármol de mi pecho. Yo verteré por ti lágrimas blancas Como larga caída de azahares; Yo verteré por ti lágrimas blancas. Es que el dolor a combatir obliga, Despojando de palmas las coronas, Como el recio molar de las tahonas De sus féculas dulces a la espiga. Si el alevoso error tu sangre vierte, Canta el aria del triunfo ante la muerte Como el grupo inmortal de la Gironda.

(SAN JUAN.) EL HIJO DEL HOMBRE

El desierto- el desierto donde cae la fatiga de una noche enorme y trájica, y la luna como un co- bre de voraz orín mordido, en las nubes montaño- sas quiebra sus cuernos de plata, en las nubes tenebrosas como un crimen, en las nubes mudas, mudas…, altas, altas. Una roca culminante como una ara. Los cabellos  sobre el rostro están tendidos, cual la angustia de una noche de dolor sobre una trájica fiebre: duer- men en su pecho los cuarenta días tristes, y su cora- zón se alza en el fondo de su pecho como cumbre envuelta en nieves: y la luna como lúgubre som- námbula, toca el flanco de la roca con un rayo largo y triste, y la sombra de la roca sobre el arenal se alarga, y la sombra del Profeta es más larga que la sombra de la roca que se pierde en la distancia… Y galopan los enormes caballeros, con sus sables y sus petos, y la noche va cayendo en el hueco del cre- púsculo como un gran cadáver negro. ¡oh las llagas de los vástagos abier- tos!)y la noche va poniendo como una ancha caricia de terciopelo, con sus manos gigantescas que salen de los crepúsculos en el lívido terror de sus cabellos.  Va la luna dominando los paisajes como una ave de alas cándidas en anuncio de asunciones, que pasa abriendo el sereno cristal de ilusorias mares, lentamente sobre la honda majestad de los paisajes. El sol huye a las distancias de la soledad marina, y parece una gran rosa deshojada sobre la rota opulencia de las nieblas; una brisa, lle- na de alas gigantes y de asperezas salinas, cruza la pálida tarde como un suspiro de víctima. En las noches que el silencio de la luna como una ánima siniestra cubre, en las noches que el cielo como un éxtasis suspende sobre el sueño de la tie- rra, en las noches luminosas como Ilíadas, surge el lago tormento de las hogueras, incendiadas de fogo- sas pedrerías que se anudan como suntuosas cule- bras; y el dolor de las hogueras estremece la profunda compasión de las tinieblas, guarecidas en el fondo de los bosques por el miedo de la luna que los lagos con su limpia lata riega. Como una fla- meante pixide llena de heroicos fervores, la hogue- ra, al respiro de los vientos se reanima y sus bárbaros martirios acrecientan; y los vientos exaspe- ran la honda sed, que devorando la gran pompa de sus llamas, la tortura con febril incandescencia, con feroces mordeduras de ascuas rojas de ascuas brava, de ascuas vivas como luminosas lepras.

y el cielo abre su profunda majestad sobre la tierra como un gran to- nel de sombra. el terror de los silencios, hu- ye a pasos gigantescos por las rocas, y la noche, destrenzando sus cabellos de tiniebla, como una enorme palmera sobre aquel dolor se encorva. el clamor con que las va- cas de la selva lloran su duelo (en la noche náufraga sobre los montes), su duelo sobre una ancha man- cha roja. Van cayendo sobre un alto crucifijo las nubes. Cuando enderezan sus crines, las borrascas te- nebrosas, y los cielos se desgajan como selvas, y el silbido del viento vibra incesante, como una flecha tan larga que en una noche no acaba de cruzar sobre el abismo; y galopan cabalgatas invisibles por los ámbitos confusos de los limbos, y los relámpagos se abren como pórticos de crimen sobre lúgubres Palmiras, entre escombros de obeliscos: van las nu- bes a estrellarse en las montañas como largos bu- ques náufragos, con lamento nunca oído, y sus cuerpos se desgarran en las rocas ásperamente ele- vadas ante el paso de los siglos. ¿Por qué vinieron los vientosa arrastrarlas en sus brazos convulsivos, para echarlas en la hoguera de los soles, para herirlas en las rocas de los pára- mos sombríos, para hundirlas en la sombra de las noches borrascosas emerjidas como selvas del mis- terio del abismo? Ellas quieren el azul resplande- ciente, que como un solemne río las mece sobre los cerros, opulosamente blancas, el azul de los silen- cios infinitos, donde bogan coronadas por el sueño de alguna águila dormida que cobija con sus alas el silencio de los cielos vespertinos.  Como una gran yegua negra que aparece por el fondo visionario del crepúsculo, y el cuello ornado de inmensas crines, extiende, empapándolo en los largos flujos rojos del Poniente; como una yegua negra en cuya grupa sienta su triste abandono, una inmensa mujer blanca que es la Luna, una inmensa mujer blanca de cabellos luminosos: la noche viene, turbada de pensamientos solemnes y de jemidos heroicos, que van quedando prendidos en las armas de los sauces como agonizantes pájaros de oro. Trae el viento los jemidos de las tumbas olvidadas que eternizan el reposo pie los largos esqueletos,  cuyas ánimas terribles, duermen debajo las lenguas cadávericas, en hondo cautiverio de silencio, como larvas tenebrosas. Trae el viento los jemidos con que dan los moribundos sus almas a los grandiosos brazos de la Muerte, largos como la esperanza, largos como una vajilla astro- nómica, como el brillo de la estrella que tienen fija los ciegos en el limbo de sus ojos. Así pasa el ancho viento, así pasa por el fondo de la noche, sosteniendo las tinieblas gigantescas en sus hombros; así pasa, con su traje de jemidos la- mentablemente roto, desatando inverosímiles cabe- llos a la sombra de los árboles sonoros, el viento; que es el enorme sollozo que la tierra perpetúa so- bre el arpa de los bosques, largo y hondo, largo y hondo, sobre el arpa de los bosques entre cuyas lar- gas cuerdas, va arrastrándose el sollozo, largo, largo, sobre el arpa; largo, largo, entre las cuerdas; largo, largo y hondo. II ¡Las piedras están empapadas de música sacra las piedras cuya alma es unísona, cuya alma es un eco.  Y mi alma golondrina ideal desde su torre sigue mirando: y mira cómo viene la noche, y la media luna semejante a la herradura de plata de un Pegaso en los territorios negros, o bien como una artística peineta de plata sobre una inmensa cabellera espar- cida. Y mira despedirse las naves que van para los Continentes, para las tierras rojas, para las tierras negras donde el Sol se acuesta entre palmeras; donde hay serpientes que parecen joyas venenosas y flores más bien pintadas que los tigres; y bisontes, y elefantes, y jirafas, y pájaros del Paraíso, y luciérnagas, y resinas, y esencias, y bálsa- mos, y corales, y perlas estas en conchas de valvas rosadas, como hostias intactas entre labios que co- mulgan, y dulce nueces, y polvo de oro; y tambores, y calabazas, y tinajas, que hacen la música de los dioses; y princesas desnudas que aman los besos de los amantes blancos. Grandes estatuas, grandes espa- das, grandes cuerpos con almas como espadas den- tro y coronas: Kosciusko, Dantón, Louverure, Bolívar, Martí, Garibaldi, Kanarís, Riego, San Mar- tín, Lincoln, Nana Sahib, Juárez y los Quince mil Rojos de París.  Y mi alma golondrina ideal desde su torre sigue mirando: y mira la Aurora venir en paz, y sobre la Aurora levantarse la Torre de Oro. Y que la tierra está pacífica como una viña sobre los últimos días de un abuelo viejo; y que cada madre es como un jardín de almendros; y que el Sol viene, ardiente y bello, como un héroe joven que estrena sus armas; y que las piedras, y los árboles, y las bestias del mun- do, levantan al cielo sus almas confusas, en el him- no de todas las lenguas, de todos los números, en el himno que surge de la Torre de Oro, coronada Lira, Árbol musical, Cráter de armonías, Casa de las do- radas virtudes Torre de Gloria…  Y he aquí que todas las torres han caído, y que mi alma, suspensa en los aires como una lámpara apagada, mira descender a Dios sobre la Torre de Oro, única, y sobre los hombres, y que los hombres miran a Dios de frente. Entonces,

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