El poder de las trenzas: Magia, misterio y resiliencia femenina

La magia ancestral de las trenzas

Porque día tras día los orgullosos humanos que ahora somos tendemos a desprendernos de nuestro limbo inicial, es por eso que las mujeres no cuidan ni aprecian ya sus trenzas.

Ignoran que, al desprenderse de éstas, ponen fin a las mágicas corrientes que brotan del corazón mismo de la Tierra. La cabellera de la mujer arranca desde lo más profundo y misterioso: desde allí donde nace y tiembla la primera burbuja; que es desde allí que se desenvuelve, lucha y crece entre muchas y enmarañadas fuerzas, hasta la superficie de lo vegetal, del aire y hasta las frentes privilegiadas que ella eligiera.

Isolde, Melisanda y María: Trenzas legendarias

¿No absorbieron acaso las oscuras y lustrosas trenzas de Isolde, princesa de Irlanda, esa primera burbuja en tanto sus labios bebieron la primera gota de aquel filtro encantado? ¿No fue acaso a lo largo de esas trenzas que las raíces de aquel filtro se escurrieron veloces hacia su humano destino? Porque ¿quién ha de dudar jamás de que cabellera alguna gozara de tal rumor de fuentes subterráneas, de un tal suspirar de brisas y de hojas? Rumor y suspirar que en esas noches suyas de amor y luna, Tristán destrenzaba a fin de escuchar extasiado el canto lejano, persistente y secreto… el canto natural de aquella cabellera.

Y sé, y debo decirlo, que hasta cuando Isolde dormía, su cabellera seguía alentando entreabierta, ya sea en la almohada del castillo de Tintajel, ya sea en los trigos del destierro…, y florecía de flores extrañas que ella arrancaba atemorizada a cada amanecer.

Y las rubias trenzas de Melisanda, más largas que su mismo cuerpo delicado. Trenzas que al inclinarse prudentes un atardecer de otoño, se descolgaron torreón abajo, sobre los hombros fuertes del propio hermano del rey…, su marido.

«Melisanda», grita Pelleas espantado. Luego, estremecido y dejando por fin hablar su corazón… «Melisanda», murmura…, «tus trenzas, tus trenzas que al fin puedo tocar, besar, envolverme en ellas».

Por respuesta, sólo un suspiro desde lo alto del torreón. Las trenzas habían ya confesado sin saberlo esa verdad tímida y ardiente, que su dueña llevaba tan bien escondida dentro de su corazón.

¿Y por qué no recordar ahora las trenzas de nuestra dulce María, de Jorge Isaacs? Trenzas segadas y envueltas en el delantal azul con que ella regara su pequeño rincón de jardín. Trenzas picoteadas de mariposas secas y de recuerdos, con las que Efraín durmiera bajo la almohada su larga noche de congoja. Trenzas muertas, aunque testamento vivo que lo obligara a seguir viviendo, aunque más no fuera para recordarla.

La trenza salvadora de la octava esposa de Barba Azul

La octava mujer de Barba Azul… ¿La habéis olvidado? ¿Y cómo su extravagante y severo marido, al emprender inesperado viaje, copiara a su traviesa esposa las llaves de acceso a todas las estancias de la suntuosa y vasta mansión, salvo prohibiéndole hacer uso de aquella diminuta y mohosa que llevara a la última pieza de un abandonado y desalfombrado corredor?

De más está explicar que, durante esa bienvenida ausencia marital, en medio de tanta diversión, amigas reidoras y airosos festejantes, el juego que más la intrigara y tentara fuera el único juego prohibido: el de introducir en la correspondiente cerradura la misteriosa llavecilla de aquel íntimo cuarto abandonado.

Muy sabido es que tanto en las mujeres como en los gatos, la curiosidad siempre triunfó sobre toda otra pasión. Así, pues, cuando al regreso intempestivo de su amo y señor, la esposa desobediente hubo de hacerle temblorosa entrega del manojo de llaves, entre éstas, aunque maliciosamente disimulada, el temible caballero la descubrió no sólo mohosa…, sino además tinta en sangre.

«Vos, señora, me habéis traicionado», rugió. «No le queda otro destino que ir a reunirse con sus tristes amigas al final del corredor».

Dicho esto, desenvainó su espada…

¿Y a qué viene este cuento que conocemos desde nuestra más tierna infancia, se están preguntando ustedes? En nada tiene que ver con trenza alguna…

«¡Sí que la tiene!», respondo con fuerza. «No comprenden ustedes que no fue la pequeñísima tregua que el indignado marido concediera a su inconsciente esposa, a fin de que orara por última vez; ni tampoco fueron los ayes ni llamados que Ana, aterrorizada, lanzara desde la torre pidiendo auxilio para su hermana. Ni siquiera el cabalgar desaforado y caprichoso que en esos momentos dos guerreros emprendían de visita hacia el castillo. No, nada de todo aquello fue lo que la salvó. Fueron sus trenzas, y nada más que sus complicadamente peinadas en ciento y más sedosas y caprichosas culebras, las que, cuando el implacable marido la echara brutalmente a sus pies a fin de cumplir su cometido, frenaron y entrabaron sus dedos criminales, enredándose a sí mismo en desesperada madeja a lo largo del filo de su espada, obstinándose en proteger esa nuca delicada hasta la irrupción providencial de los dos dichos guerreros, también hermanos muy queridos, previamente invitados por nuestra pobre curiosa.»

Así, pues, no en vano durante dieciocho inocentes y alegres abriles, esa muchacha que fuera luego la insensata castellana y última mujer de Barba Azul, cepillara cantando ésa su cabellera, comunicándole vigor y hermosura.

Balzac y el misterio de las trenzas

«Era muy pálida, así como las mujeres que tienen la cabellera muy larga», describe Balzac a una de sus enigmáticas heroínas. Y no era un capricho verbal. Porque Balzac hubo sin duda alguna de intuir desde siempre esa correspondencia íntima que suele establecerse entre los seres y el hondo misterio de la Tierra.

Y aquí estoy para comprobar e ilustrar esa afición suya con el extraño acontecimiento presenciado y vivido no muchos años ha, por tantos de nosotros. ¡A qué dar nombres ni lugares! Quienes lo conocen, lo saben; los demás, bien pueden adivinarlos.

Dos hermanas: Un vínculo trenzado por la naturaleza

Dos hermanas. Final de una larga, brillante, poderosa familia, aunque siempre acosada por escondidas pasiones, muertes inesperadas, suicidios.

  • La hermana mayor, marchita ya desde muy joven, se recortaba el pelo, vestía poncho de vicuña, y a pesar de las afligidas protestas de sus mundanos padres, se retiró al inmenso fundo del sur, que ella misma se dedicara a administrar con mano de hierro. Los campesinos refinados no tardaron en llamarla «la Amazona». Era terca pero justa. Fea pero de porte atrayente y sonrisa generosa. Solterona… nadie sabe por qué.
  • La menor, por el contrario, era viuda por su propia voluntad de mujer herida en el orgullo de su corazón. Era bella en extremo, aunque igualmente frágil de salud. También ella vivía sola, pero en la antigua mansión de la familia en la ciudad. Tenía una voz suave, ojos castaños tranquilos, pero la trenza roja que apretaba en peinado alrededor de su pequeña cabeza, arrojaba violentos fulgores sobre su tez pálida. Sí. Era una mujer dulce y terrible. Se enamoraba y amaba perdidamente.

Todo empezó en el fundo esa noche de otoño, en la cual el guardabosque bajara a la hondonada gritando: «¡Incendio!»

Hacía rato, sin embargo, que con la frente pegada a los cristales de su ventana, la Amazona observaba intrigada aquel precoz purpúreo amanecer, despuntando allá arriba, dentro de los cerros de la propiedad… Con su calma de siempre, dio órdenes al personal de las casas, pidió su caballo y se encaminó hacia el incendio, en compañía de sus mayordomos.

Entretanto, en la ciudad, la hermana menor, de vuelta de un baile, yacía sobre la alfombra del salón, presa de un súbito desmayo. Sus festejantes, dos; sus servidores, dormidos; y ella, por primera vez sumergida, abandonada en la sombra de los candelabros que hubiera empezado a apagar. Cual mal cómplice, aquella ráfaga de viento helado, ahora soplando y estremeciendo los cortinajes de los altos balcones, entreabriéndolos para ir a instalarse sobre la frente, hombros y pechos descubiertos de la indefensa.

En el fundo del sur, la Amazona y su séquito ascendían cuestas, adentrándose en el bosque y sus incendios. Otro soplo, éste ardiente y acre, barría en contra de ellos bandadas de hojas chamuscadas, de pájaros enceguecidos y de nidos inflamados. Sabiéndose vencida de antemano. ¡Quién lograría y de qué manera retener la furia de esa llamarada!

La Amazona permanecía sentada en el tronco de un árbol muerto y caído hacía muchos años, resignada estoicamente al espectáculo de la catástrofe, con la tétrica dignidad con que un magnate ultrajado asiste al saqueo y destrucción de sus bienes.

El bosque ardía sin ruido, y ante la Amazona impasible los árboles caían uno a uno silenciosamente, y ella contemplaba como en sueño encenderse, enegrecerse y desmoronarse galería por galería las columnas silvestres de aquella catedral familiar…, permitiéndose recordar, pensar y sufrir por primera vez…

Ese enorme avellano consumiéndose…, ¿no era bajo su avalancha de secos frutos que sus hermanos y niñeras se reunían para saborear el picnic codiciado? Y tras aquel gigantesco tronco…, árbol cuyo nombre olvido, venía a esconderse después de sus fechorías…, y aquellas pobrecitas callampas temblorosas, que bajo el cedro arrancaran u hollaran sin piedad…, y aquel eucalipto del que se abrazara —jovencita— llorando estúpidamente al comprender y sentir la desilusión primera, esa pena que no confesó nunca, esa pena que la incitara a cortarse el pelo, convertirse en la Amazona y resolverse a no amar de amor nunca…, nunca…

Allá en la ciudad despuntaba el alba, sobre la alfombra del cuerpo inerte de la hermana —la que se atrevió siempre a amar—, hundiéndose por leves espasmos en aquello que llaman la muerte…, pero como nadie sabía, no se encontró a nadie que pudiera intervenir a tiempo para rescatar a esa roja trenza que persistía aún tras su loca noche de baile.

Y de pronto, allá abajo en el fundo, fue el derrumbe final, el éxodo de los valerosos caballos que volvían con el pelaje y crines erizados, salvando ellos a sus jinetes semiasfixiados. Del manso bosque en ruinas empezaron a brotar enormes lenguas de humo, tantas y tan derechas como árboles se habían erguido en el mismo sitio. Durante un breve instante, aquel fantasma de bosque osciló y vivió frente a su dueña y servidores que lloraban. Ella no. Luego, escombros, cenizas y silencio.

Cuando en la ciudad vinieron a cerrar los balcones y levantaron a la muy frágil para extenderla sobre el lecho, tratando vanamente de reanimarla, de abrigarla, ya era tarde. El médico aseguró que había agonizado la noche entera. Pero el bosque hubo de agonizar y morir junto con ella y su cabellera, cuyas raíces eran las mismas.

El eco de la naturaleza en las trenzas

Las verdes enredaderas que se enroscan a los árboles, las dulces algas a sus rocas, son cabelleras desmadejadas, son la palabra, el venir y aletear de la naturaleza; son su alegría y melancolía, son su expresión por medio de la cual la naturaleza infiltra confusamente su magia y saber a los seres.

Y es por eso que las mujeres de ahora, al desprenderse de sus trenzas, han perdido su fuerza adivina y no tienen premoniciones ni goces absurdos ni poder magnético. Y sus sueños no son ahora sino una triste marca que trae y retrae imágenes cansadas o alguna que otra doméstica pesadilla.

La autopista del Sur: Un análisis

Sinopsis

El relato comienza en Fontainebleau, en un atasco en la autopista hacia el Sur. Un ingeniero decide esperar a que la policía disuelva el embotellamiento. La gente especula sobre las causas, imaginando un gran accidente. Las noticias, siempre contradictorias, circulan a lo largo de la tarde y la noche. La sed y el hambre aprietan, y una niña es la primera en quejarse. Un soldado y el ingeniero buscan agua, recibiendo una lata de jugo de frutas de un matrimonio. Más tarde, la muchacha del Dauphine y el ingeniero consiguen bizcochos para el matrimonio. A las tres de la mañana, acuerdan descansar. Por la mañana, avanzan poco, pero mantienen la esperanza. Falsas noticias sobre la reapertura de la ruta circulan para conseguir comida. Deciden organizarse en grupos. Un ocupante del Taunus toma el mando, enviando a tres personas a buscar agua, que resulta escasa. El ingeniero observa que otros grupos se forman con problemas similares. Un muchacho del Simca bebe a escondidas, pero el ingeniero lo detiene. Al atardecer, avanzan cien metros. Reparten provisiones y las intercambian por bebida. El ingeniero, el del Taunus y su amigo juegan a los dados. Un incendio se provoca al intentar hervir legumbres. La columna avanza lentamente. Una anciana enferma y buscan un médico. Hace frío y sacan mantas. Los jefes de grupo se reúnen para discutir la falta de provisiones. Deciden comprar en granjas cercanas, pero los campesinos se niegan a vender. Un hombre del Floride deserta. El del Caravelle se suicida. Distribuyen abrigos. Buscan agua y un Ford Mercury la ofrece a precio elevado. Avanzan doscientos o trescientos metros. Una monja delira. Hace frío y nieva. Se acercan a una ciudad y la temperatura aumenta. La anciana del ID muere. El muchacho del Simca, desde el techo, ve que el horizonte cambia. La columna se mueve rápido y el grupo se disuelve. El del 404 intenta recomponerlo, sin éxito.

Tiempo y espacio

La historia transcurre en aproximadamente una semana, en un embotellamiento en la autopista del Sur, lo que condiciona todo el relato.

Narrador y tema

El narrador es en tercera persona, objetivo, sin ser omnisciente. El tema principal es moral, la disyuntiva entre la solidaridad y el egoísmo en una situación de crisis. La obra sugiere que un buen líder es crucial para la supervivencia del grupo.

Lenguaje y opinión personal

Predominan las descripciones de las condiciones físicas de los personajes, el agobio y la desesperación. El lenguaje es directo y sencillo. La historia resulta lenta e inverosímil.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *