-Si las cosas continúan así -dijo Ama con la voz distorsionada por una boca semidesdentada-, sólo quedará un recuerdo fragante de nosotros.
Sus hermanas Hind y Kulthum, expertas estrategas, estaban en Gharnata con el resto de la familia, y Yazid deseaba sorprenderlas a su regreso con una jugada de apertura poco ortodoxa.
Juan, el carpintero, había recibido instrucciones precisas de tallarlas a tiempo para su décimo cumpleaños, en el año 905 AH,* 1500 según el calendario cristiano.
En el año 932 de la era cristiana, el jefe del clan Hudayl, Hamza bin Hudayl, había huido de Dimashk para llevar a su familia y a sus seguidores a los territorios occidentales del Islam.
Cincuenta años después de la muerte de Hamza, sus descendientes construyeron un palacio rodeado de tierras cultivadas, viñedos y huertos de almendros, naranjales, granados y moreras que parecían niños acurrucados en torno a su madre.
El carpintero, como cualquier otro habitante de la ciudad, era consciente de la posición de Yazid en la familia -el niño era el favorito absoluto- y en consecuencia decidíó fabricar un juego de ajedrez que los sorprendería a todos.
su esposo, un monarca de barba roja con ojos azules y el cuerpo envuelto en una ondeante túnica árabe, adornada con extraordinarias piedras preciosas.
Los caballeros representaban al bisabuelo de Yazid, el guerrero Ibn Farid, cuyas legendarias aventuras de amor y guerra ocupaban un lugar privilegiado en el acervo cultural de la familia.
Los alfiles blancos habían sido modelados a imagen de los imanes de la mezquita de la ciudad, mientras que los peones guardaban una misteriosa semejanza con el propio Yazid.
La corona del rey era móvil, de modo que podía retirarse con facilidad, pero como si ese simbolismo no fuera suficiente, el iconoclasta carpintero había dotado al monarca de un minúsculo par de cuernos.
Era una pena que Juan no hubiera tenido oportunidad de conocer a Jiménez de Cisneros, pues los ojos fulminantes del arzobispo y su nariz torcida le habrían facilitado la caricatura ideal.
Más tarde había muerto en prisión de las heridas infligidas a su orgullo durante la tortura a que lo habían sometido los frailes, quienes, como broche final, le habían cortado los dedos de ambas manos.
Juan había grabado el nombre de Yazid en la base de cada figura y el niño se sentía tan apegado a ellas como si fuesen criaturas de carne y hueso.
Con el pasar de los días, aquella pieza de ajedrez se convertiría en su confesora, en alguien a quien le confiaría todas sus preocupaciones, aunque únicamente cuando estaba seguro de estar solo.
La hermana de Yazid decía algunas cosas por puro despecho, pero él sabía que si Ama hubiera estado loca, su padre le habría buscado un sitio en el maristan de Gharnata, junto a la tía abuela Zahra.
En una ocasión Yazid la había interrogado al respecto delante de la familia y Ama había respondido mirando con furia a la madre del niño, Zubayda, como si hubiera querido decir: la culpa es de ella.
Temo que una fuerza maligna se apodere de esa niña, que se deje arrastrar por pasiones salvajes y que la vergüenza caiga sobre tu padre, que Dios lo proteja.
Yazid había comenzado a reír ante la idea de que su hermana no pudiera llegar siquiera al primer cielo, y su risa era tan contagiosa que Ama lo imitó, exhibiendo un patrimonio completo de ocho dientes.
Ama se estremecíó con la pregunta, y como los viejos hábitos nunca mueren, escupíó automáticamente al suelo al oír el nombre de Miguel, y comenzó a tantear sus cuentas de una forma casi desesperada, murmurando todo el tiempo: -No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta.
Le recordaba a su bisabuelo, y ese recuerdo la tranquilizó lo suficiente para responder a la pregunta: -Tu tío abuelo Miguel lee, habla y escribe en árabe, pero…, pero…
Ama tenía razón, hasta su padre se había unido a las risas cuando Ibn Zubayda había descrito el desagradable olor que emanaba del obispo comparándolo con el de un camello que había comido demasiados dátiles.
En los viejos tiempos, antes de que vendiera su alma y comenzara a venerar imágenes de hombres sangrantes clavados a cruces de madera, era el hombre más limpio del mundo.
Desde el día de su nacimiento, Ama le había obligado, igual que a sus hermanos y hermanas, a tragar una cucharada de depurativa miel silvestre cada mañana.
Los cuclillos estaban ocupados transmitiendo sus últimos mensajes y las palomas se arrullaban en una glorieta de la torre que daba al patio exterior y al resto del mundo.
El cielo intensamente azul había cobrado un tono anaranjado purpúreo, envolviendo en un mágico hechizo las cumbres de las montañas, todavía cubiertas de nieve.
Yazid cerró los ojos, como si el irresistible aroma de los jazmines hubiera embriagado sus sentidos como el hachís, adormecíéndolo, pero en realidad contaba hasta quinientos.
Cuando ella acababa de postrarse en dirección a la Caaba de La Meca, Yazid vio a al-Hutay’a, el cocinero, que le hacia señas frenéticas desde el sendero pavimentado que unía el patio con la cocina.
Al niño le llamó la atención la expresión ligeramente preocupada de su madre, aunque supuso que podía deberse al cansancio del viaje o a la fiebre de Zuhayr, y dejó de pensar en ello.
Las tres mujeres se enjabonaron y se frotaron con las esponjas más suaves del mundo mientras las criadas les arrojaban cubos de agua limpia.
El arroyo que corría debajo de la casa había sido canalizado para proporcionar un suministro regular de agua fresca a los baños.
Ella se había comprometido unos meses antes y se había acordado que la ceremonia de bodas y la partida de la casa paterna se llevarían a cabo el primer mes del año siguiente.
Había tal combinación de aromas, que ni siquiera Yazid, que era un gran amigo del cocinero, podía adivinar lo que el genio enano había preparado para celebrar el regreso de la familia a Gharnata.
Ama, que había oído la conversación en silencio desde un rincón del patio, junto a la cocina, bendijo al padre y al hijo mientras entraban en la casa.
Luego, balanceándose hacia adelante y hacia atrás, dejó escapar una extraña retahíla de sonidos guturales y lanzó una maldición: -Alá, sálvanos de estos perros locos que comen cerdos.
Protégenos de estos enemigos de la verdad, que están tan ciegos por sus creencias sectarias, que clavaron a su Dios a un madero y le llaman padre, madre e hijo, ahogando a sus seguidores en un mar de opresión.
Elevo diez mil alabanzas a ti, oh Alá, porque estoy segura de que nos librarás del dominio de estos perros que en muchas ciudades vienen diariamente a apartarnos de nuestras casas.
Nadie se atrevía a discutir la autoridad de la nodriza del amo, que vivía con la familia desde su nacimiento, pero esa actitud respetuosa no solucionaba todos los problemas jerárquicos.
Aparte del venerable Enano, que presumía de ser el mejor cocinero de Al-Ándalus y que sabía exactamente qué podía decir de la familia en presencia de Ama, los demás evitaban hablar de temas delicados cuando ella estaba delante.
Ninguno de ellos la consideraba una espía de la familia, pues a menudo se le soltaba la lengua y los propios criados se asombraban de su imprudencia, pero su familiaridad con el amo y con sus hijos incomodaba al resto del servicio.
La señora de la casa le parecía demasiado indulgente con las hijas, demasiado generosa con los campesinos que trabajaban en el campo, demasiado blanda con los criados y sus vicios, y demasiado indiferente hacia las prácticas religiosas.
En alguna que otra ocasión, Ama había tenido la osadía de comentar tímidamente estos pensamientos con Umar bin Abdallah, señalando que era precisamente este tipo de debilidad la que había llevado al Islam al lamentable estado en que ahora se encontraba en Al-Ándalus.
En días normales, la familia tomaba una cena modesta, con apenas cuatro platos y una fuente de dulces confitados, seguidos de fruta fresca.
Pero aquella noche el Enano los había homenajeado con un cordero asado aromático y profusamente condimentado, conejos cocidos en zumo de uva fermentado con pimientos rojos y ajos enteros, albóndigas de carne rellenas con trufas que se deshacían literalmente en la boca, una variedad más dura de albóndigas fritas en aceite de cilantro, una gran fuente llena de huesos flotando en una salsa color azafrán, un gran plato de arroz frito, volovanes en miniatura y tres ensaladas diferentes: espárragos, una mezcla de finas rodajas de cebolla, tomates y pepinos, aliñadas con hierbas y zumo de limones frescos, y garbanzos en salsa de yogur sazonados con pimienta.
El motivo de las risas era el pequeño Yazid, pues al intentar sorber el tuétano del hueso, lo había soplado por error, salpicando la barba de su padre.
Ama, adivinando lo sucedido, entró en la habitación, se llevó un dedo a la boca para recalcar la necesidad de silencio, y comunicó por gestos a los demás que Yazid se había dormido.
Ama lo siguió con una sonrisa triunfal en los labios, desvistió al pequeño, lo metíó en la cama, y comprobó que las mantas estuvieran bien firmes y en su sitio.
Era extraño cómo el recuerdo de Ama llevándolo a la cama durante tantos años le había hecho reflexionar una vez más sobre el carácter definitivo del año que acababa de comenzar, un año definitivo para el Banu Hudayl y su forma de vida, para todo el islamismo en Al-Ándalus.
En tiempos más felices, él habría recogido unas flores fragantes de los arbustos de jazmín, las habría colocado con ternura en un pañuelo de muselina, luego las habría rociado con agua para mantenerlas frescas y finalmente las habría puesto sobre la almohada de Zubayda.
Todo se veía venir y ni Umar ni sus amigos se habían sorprendido, pero los acuerdos de la rendición habían prometido a los fieles, que formaban la mayor parte de la población, libertad cultural y religiosa, una vez reconocido el protectorado de los soberanos castellanos.
Se había acordado por escrito y en presencia de testigos que los musulmanes de Gharnata no serían perseguidos y que no se les prohibiría practicar su religión, hablar y enseñar árabe ni celebrar sus fiestas.
¿Cómo pudimos creer sus palabras bonitas y sus promesas?» Como noble de prestigio en el reino, Umar había estado presente en la firma del tratado.
En ese momento, nos retiramos, pero antes tuve oportunidad de ver un peculiar destello en los ojos de Cisneros, como si acabara de descubrir que ésa era la única forma de convertir a la población.
Sus propios sabios les rogaron que salvaran trescientos manuscritos, casi todos relacionados con temas médicos, y Cisneros accedíó, porque hasta él tuvo que reconocer que nuestros conocimientos de medicina superan con creces a los de los cristianos.
El mismo fuego que quemó nuestros libros un día destruirá todo lo que hemos creado en Al-Ándalus, incluyendo esta pequeña aldea construida por nuestros antepasados, donde tú y yo jugábamos en la infancia.
Umar obedecíó, y las manos de su esposa, expertas en el arte del masaje, encontraron los puntos de tensión, duros como pequeños guijarros.
Dices que lo que más te importa es la felicidad de nuestros hijos y al mismo tiempo excluyes la posibilidad del único acto que podría garantizarles un futuro en el hogar de sus ancestros.
Sin embargo, él volvíó a sorprendería: -¿Te he dicho alguna vez que la noche en que destruyeron nuestra herencia cultural muchos de nosotros nos pusimos a cantar?
Los versos pertenecían a Ibn Hazm, nacido quinientos años antes, justo cuando la luz de la cultura islámica comenzaba a iluminar los más oscuros abismos del continente europeo.
Ella suspiró aliviada, convencida de que su marido no se precipitaría a tomar una decisión de la que podría arrepentirse el resto de sus días.
La ciudad necesitaba una fiesta y una gran boda familiar era la excusa perfecta para divertirse sin provocar a las autoridades.
El resto son tejedores que se dedican a sus tareas en casa, hombres que cultivan gusanos y mujeres que producen la famosa seda de Hudayl, solicitada incluso en el mercado de Samarcanda.
A ochocientos metros de la aldea se alzaba una pequeña colina, en cuya cumbre las rocas formaban un gran hueco que todos conocían como «la cueva del viejo».
La cueva formaba una pequeña estancia de muros encalados, donde vivía un viejo místico que recitaba poemas y cuya compañía Zuhayr apreciaba mucho desde la caída de Gharnata.
Al viejo, por su parte, le gustaba acrecentar el misterio de su presencia en la cueva, y siempre que Zuhayr le hacía preguntas personales, las evadía recurriendo a sus poesías.
Ambos hermanos disfrutaban mucho de sus conversaciones en los baños, Yazid porque sabía que Zuhayr permanecería allí veinte minutos, sin posibilidad de escaparse, y Zuhayr porque ésa era la única oportunidad que tenía de intimar con el pequeño tahúr.
-Dale un mensaje de mi parte a ese Iblis: dile que sé perfectamente que nos robó tres gallinas y adviértele que si vuelve a hacerlo, iré con varios criados jóvenes y le haré azotar públicamente en el pueblo.
Saludó a algunos aldeanos que se cruzaron en su camino en dirección al campo, llevando la comida del mediodía envuelta en un gran pañuelo atado a una vara.
En ese momento, el viejo se puso de pie, salíó de la cueva, seguido por el perplejo Zuhayr, y comenzó a recitar a voz en cuello en una pose marcial:
Aunque a Zuhayr no le sorprendían aquellas muestras de escepticismo, fingía escandalizarse porque no deseaba que el viejo creyera que se había ganado un nuevo discípulo con excesiva facilidad.
Un grupo de jóvenes granadinos, todos conocidos de Zuhayr y uno de ellos amigo de la infancia, cabalgaban más de treinta kilómetros al menos una vez al mes para enzarzarse en largas discusiones con el anciano sobre filosofía, historia, la crisis del momento y el futuro.
La serena sabiduría que absorbían les permitía luego sobresalir en las discusiones con sus amigos al regresar a Gharnata y, de vez en cuando, sorprender a sus mayores con un comentario tan agudo que el viernes siguiente se repetía en todas las mezquitas.
Ibn Basil, amigo de Zuhayr y reconocido líder del cortejo del filósofo, le había hablado por primera vez de las capacidades intelectuales de aquel místico que escribía poesía usando el nombre de al-Zindiq, el Escéptico.
Hasta entonces, Zuhayr había aceptado como ciertos los cotilleos que decían que el viejo era un vagabundo excéntrico a quien los pastores alimentaban por compasión.
Ahora había comenzado a molerlas hasta convertirlas en una pasta suave y añadía un par de gotas de leche cada vez que la mezcla se endurecía.
Si tus criados hubieran matado al cristiano, os habrían preparado una emboscada y asesinado en el camino de regreso.
Luego el viejo levantó la olla del fuego, revolvíó vigorosamente la mezcla con una cuchara de madera bien desecada y la roció con varias almendras fileteadas.
Se afeitaba la cabeza una vez por semana y la pelusilla blanca que cubría su calva indicaba que esta vez se había retrasado en la visita al barbero.
Tenía una nariz puntiaguda y pequeña, como el pico de un pájaro, y una cara arrugada de tez oliveña que variaba levemente de color con las estaciones.
No eran grandes ni llamativos en un sentido tradicional, pero precisamente su estrechez les cónfería un aspecto hipnótico, sobre todo en el curso de discusiones acaloradas, cuando comenzaban a brillar como lámparas resplandecientes en la oscuridad o, como solían decir sus enemigos, como los ojos de un gato en celo.
¿Y por qué cada vez que Zuhayr intentaba averiguar sus orígenes le respondía con ese irritante silencio de esfinge, que contrastaba con su naturaleza comunicativa, con su habitual locuacidad?
»Cuando el sultán Abu Abdullah contempló por última vez su reino perdido, se echó a llorar, y entonces su madre, Ayesha, le dijo: «Llora con lágrimas de mujer lo que no supiste defender como hombre».
El emir me ha enviado a deciros que si alguno de vuestros hombres me vence, os abriremos las puertas de la ciudad, pero que si cuando caiga la tarde sigo montado a lomos de mi caballo, tendréis que retiraros.»
-Un día, cuando Ibn Farid visitaba a su tío en Qurtuba, los dos salieron de la ciudad en dirección a la aldea de un noble cristiano que manténía amistad con tu familia desde la caída de Ishbiliya.
Luego su tío le contó a la familia que en aquel momento había intuido la ruina de Ibn Farid, pero que todas sus advertencias, temores y presagios malignos no habían servido de nada.
Dijo que el padre de la joven estaba muerto y que debía hablar con Dorotea, pero dejó bien claro que, puesto que la mujer estaba a su servicio, no era probable que se negara.
»La pobre criatura estaba llorando, pues le habían comunicado la noticia de su inminente boda aquella misma mañana, cuando se dispónía a limpiar la cocina y encender el fuego.
Como sabes, nuestra religión es muy sencilla: a diferencia del sistema creado por los frailes, el nacimiento, la muerte, el matrimonio o el divorcio no requieren ceremonias complicadas.
Yo los miraba y me sentía cada vez más nervioso, sin alcanzar a comprender por qué, y cuando interrogué a tu abuelo, él me gritó: «¡Hijo de perra, vete de aquí, no es asunto tuyo!».
Yo no podía olvidar que él era mi joven amo y él recordaba continuamente que yo era el hijo de una criada, a quien se le había asignado la tarea de atender a la señora Asma.
-Zuhayr se alegró de que por fin el anciano comenzara a hablar de sí mismo, pero antes de que pudiera interrogarlo, el viejo continuó-: La señora Maryam era una mujer muy dulce, aunque su lengua podía volverse muy cruel si alguno de los criados, con la única excepción de Ama, pecaba del más mínimo exceso de confianza.
Solía ir a bañarse a un gran estanque de agua fresca, junto al río, precedida de seis doncellas y seguida de otras cuatro criadas que extendían sábanas a su alrededor para garantizar su intimidad.
El grupo iba siempre en silencio, a menos que Zahra las acompañara, en cuyo caso tía y sobrina charlaban incansablemente y las criadas se permitían reír los comentarios de la joven.
Eso sin duda explicaría su actitud en los últimos años, pero creo que si las cosas hubieran sido realmente así, mi madre misma me lo habría contado.
-Cuando tu padre me permitíó vivir aquí, hace un cuarto de siglo, insistíó en que cumpliera una única condición: mis labios debían permanecer sellados con respecto a los asuntos de su familia.
-La paz sea contigo, al-Fahí, y que tu hogar prospere -gritó el viejo con una sonrisa en la cara, mientras Zuhayr galopaba colina abajo.
Zuhayr, que había oído la conversación de camino a los baños, entró en silencio en la habitación de su madre, justo a tiempo para escuchar el parecer de Yazid sobre el obispo de Qurtuba.
Zuhayr sonrió, pero cuando estaba a punto de enfrascarse en una discusión sobre los méritos y las ideas terminantes de Ama, su mirada se cruzó con la de su madre y comprendíó la advertencia.
Sin mediar palabra, dos pares de manos comenzaron a masajear con suavidad la cabeza del ama, trabajando en perfecta simetría.
La joven doncella se ruborizó al ver que Zubayda se dirigía directamente a ella y balbuceó unas cuantas frases incoherentes sobre el gran respeto que toda la aldea sentía por el Banu Hudayl.
Umayma logró reprimir una risita, pero alentada por la informalidad de Zubayda, respondíó con claridad: -Los más jóvenes están de acuerdo con Ibn Umar, pero casi todos los mayores están disgustados.
-Ibn Hasd tiene malos presagios incluso en los mejores tiempos, mi señora -dijo Khadija con la intención de cambiar de tema, pues le preocupaba que Umayma hablara demasiado.
Las detalladas descripciones de la forma en que la corona y la Iglesia católica se habían adueñado de tierras, haciendas y propiedades en diversas aldeas de la zona habían dejado una profunda huella en la población.
Observó el juego durante unos minutos y comprobó, divertida, que la enorme mueca de disgusto en la cara de Zuhayr era un signo claro de que Yazid estaba a punto de ganarle.
La voz infantil del pequeño se llenó de agitación al proclamar su triunfo: -¡Siempre gano cuando tengo a la reina negra en mi bando!
Zuhayr, furioso al verse derrotado por un niño de nueve años, apoyó su rey sobre la mesa, dejó escapar una risita débil y se marchó.
Cuando recogía las piezas y las guardaba en la caja, un viejo criado, con la cara pálida de terror, entró corriendo en el patio como si hubiera visto un fantasma.
Cuando el carro dejó atrás las estrechas calles de la aldea y llegó a la pequeña arboleda desde donde se veía claramente la casa, le dijo al conductor que siguiera el escarpado camino paralelo al arroyo.
Estaba convencida de que en el curso de medio siglo su espíritu se había secado de tal modo, que no quedaba nada dentro, pero ¡qué ilusoria podía ser la vida!
El invierno se adivinaba en el aire y el olor de la tierra trastornaba sus sentidos, el agua cristalina del arroyo que cruzaba el patio para llenar los tanques de los hammam, con su suave murmullo, era tal como la había recordado durante todos aquellos años.
Zahra percibíó una súbita tensión en los soldados cristianos que la acompañaban y pronto descubríó la causa: tres jinetes, vestidos con deslumbrantes túnicas blancas y turbantes, cabalgaban hacia ella.
La enviaron de nuevo aquí, pero ella se negó a casarse y comenzó a deambular a solas por las colinas y a recitar versos blasfemos que ella misma escribía.
-Me alegra oírlo -afirmó Yazid en un tono tan propio de un adulto que, pese a su disgusto, hizo reír a todo el mundo, y el mismo niño tuvo que girarse para disimular su sonrisa.
Antes de que Zubayda pudiera responder, intervino Ama, que había estado aguardando pacientemente a que acabaran de comer: -¿Le gustaría tomar un poco de mezcla celestial?
Al ver que todos la miraban con expectación, Zahra supo que era el momento de hablar y comenzó a relatar los importantes acontecimientos que la habían conducido a aquel súbito cambio de vida.
Como sabéis, en el maristan no se permiten las bebidas alcohólicas, así que cuando los pacientes vieron las botellas de vino de los frailes, bebieron de buena gana la sangre de Cristo.
De hecho, habrían creído que estaba realmente loca y habrían pasado por alto mi historia, si no fuera porque me señalé el crucifijo que llevaba al cuello.
Yazid rió durante toda la representación del diálogo entre la anciana y el capitán, y todo el mundo acabó imitándolo, incluida Kulthum, que se había mostrado cohibida desde la llegada de la mítica dama.
Zahra, encantada con el efecto de su relato, continuó hablando: -Tenéis razones para pensar que fue un acto de cobardía de mi parte, hijos míos, pero lo cierto es que deseaba salir de allí, y si hubiera dicho la verdad…
Aunque todo lo que sabía de la anciana tía Zahra provénía de los enigmáticos comentarios ocasionales de Ama y de los cotilleos de sus primos de Ishbiliya, la dignidad de la anciana mujer la había conmovido.
Ninguna de las historias que había oído estaban a la altura de la experiencia que había vivido aquel día, cuando la verdadera Zahra había pedido refugio en su antiguo hogar.
De entre las personas de aquella época que aún permanecían con vida, sólo Ama -y quizás otra persona- conocía los detalles de la historia…, además del tío Miguel, por supuesto, que siempre parecía saberlo todo.
Mi madre solía decir que había sido el día en que vuestro abuelo Ibn Farid, que en paz descanse, regresó de al-Hudayl con su nueva esposa, la señora Asma.
Sabían que la joven había trabajado como pinche de cocina y que su madre aún era cocinera, aunque Ibn Farid la había invitado a abandonar su puesto en la casa de don Álvaro para unirse a la suya.
El padre del Enano, sobre todo, se deleitaba en hacer correr todo tipo de rumores malignos, hasta que un día Ibn Farid lo mandó a llamar y lo amenazó con ejecutarlo personalmente en el patio principal.
Hasta entonces, él había sido el centro de su vida, pero cuando se casó con Asma, la joven se sintió traicionada y comenzó a rechazar a todos sus pretendientes con la sola intención de fastidiar a su padre.
Al frente de estas doncellas puso a una mujer mayor que entonces era lavandera en el pueblo, pero que había servido muchos años en la casa, antes de que la abuela Najma la despidiera a causa de una disputa.
»Esa mujer tenía un hijo, cuyo padre era o bien un vendedor de higos de Qurtuba, uno de nuestros criados que había muerto en el sitio de Malaka o…
Sin embargo, a diferencia de ellos, leía mucho y estaba familiarizado con las grandes obras de filosofía, historia, matemáticas, teología e incluso medicina.
Tanto Asma como Zahra suplicaron a Ibn Farid que no fuera tan duro con el muchacho, y creo que fue la primera quien por fin convencíó al abuelo de que permitiera que Ibn Zaydun enseñara los principios de las matemáticas a mi padre y a Zahra.
«Mi padre rara vez estaba presente en las clases, pues solía irse de caza o a visitar a la familia en Gharnata.
Digamos simplemente que, al oír los planes de su padre, Zahra quedó desolada y obligó al joven a encontrarse con ella aquella noche en la arboleda de granados, junto a la casa…
Su padre comprendíó el comentario y desvió la atención de los demás continuando la historia: -Aquella noche actuaron como si fueran marido y mujer.
«Pero volvamos a nuestra historia: Una noche en que Zahra e Ibn Zaydun se citaron en su escondrijo favorito, la joven rival los siguió y, sin que ellos se dieran cuenta, lo vio todo.
A la mañana siguiente, le contó la historia a Ibn Farid, quien no dudó de su palabra un solo instante y encontró una justificación para su odio instintivo hacia el hijo de la lavandera.
«Creo que si mi abuelo hubiera cogido a Ibn Zaydun aquel mismo día, le habría hecho castrar en el acto, pero por fortuna para nuestro joven amante, aquella mañana le habían enviado a hacer un recado a Gharnata.
Al oír lo que le sucedería si regresaba, su madre, advertida por la abuela Asma, envió a un joven de la aldea a comunicar la noticia a su hijo, e Ibn Zaydun desaparecíó.
Entonces él le pegó, y ella lo maldijo una y otra vez hasta que Ibn Farid, avergonzado de si mismo, pero no hasta el punto de pedirle perdón, le volvíó la espalda y abandonó la habitación.
Mientras los hijos de Umar bin Abdallah meditaban sobre la trágica historia de su tía abuela, el objeto de sus pensamientos se preparaba para despedir a Ama y retirarse a descansar.
Zahra había evitado cuidadosamente cualquier mención a Ibn Zaydun, pues no deseaba oír disculpas que, de cualquier modo, habrían llegado con medio siglo de retraso.
Sin olvidar el más mínimo detalle, Ama le había contado las circunstancias de la muerte de su hermano Abdallah: cómo lo había arrojado un caballo que él mismo había domado y alimentado y cómo su esposa le había sobrevivido apenas un año.
Cuando estaba a punto de regresar, se dio cuenta de que la hija de Ibn Farid pensaba en voz alta y se quedó inmóvil sobre una baldosa del patio.
-Si, ensayados y probados en católicos cuyas propiedades ustedes querían poseer, en judíos que nunca han regido un reino y que compraron su libertad pagando ducados de oro o convirtiéndose a nuestra religión.
Han dominado una amplia extensión de nuestra península y lo han hecho sin quemar biblias, destruir iglesias o incendiar sinagogas para construir sus mezquitas.
Si se hubiese tratado de otro grande del reino, el arzobispo le habría respondido que hablaba así porque su propia casta era impura, contaminada con sangre africana.
Pero aquel maldito individuo no era un noble cualquiera: su familia era una de las más distinguidas del país y se jactaba de tener entre sus miembros a varios poetas, funcionarios y guerreros al servicio de la verdadera fe.
Aunque Cisneros aún tenía que convencerse de ese último detalle, debía reconocer que incluso sin el parentesco visigodo, el linaje de su interlocutor resultaba impresionante.
Después de todo, el país entero sabía que el tío paterno del capitán general, como cardenal y arzobispo de Sevilla, había ayudado a Isabel a engañar a su sobrina y a usurpar el trono de Castilla en 1478.
Cisneros sabía que debía actuar con cautela, pero había sido el propio conde quien había violado las normas que regían las relaciones entre Iglesia y Estado.
Un cortesano recién llegado de Ishbiliya le había informado que la reina había enviado un mensaje secreto al arzobispo ordenándole, entre otras cosas, destruir las bibliotecas.
De no haber sido por los hebreos y los moros, los enemigos naturales que le han ayudado a mantener íntegra la Iglesia, los herejes cristianos, habrían causado estragos en esta península.
-En cierto modo, ambos tenemos razón, pero hay muchas personas esperándome y creo que deberíamos continuar esta conversación en otra oportunidad.
Creo que hay una gran ventaja en la posibilidad de comunicarse con el Creador sin necesidad de imágenes esculpidas, pero estoy a punto de cometer blasfemia y no deseo molestarle ni retenerle más…
En los años anteriores a 1492, Iñigo había llamado a su amigo Homero porque tenía dificultades para pronunciar la «U» árabe, pero el uso del prefijo «don» era más reciente, se remontaba exactamente a la conquista de Gharnata.
El muro de fuego se había encendido apenas unas semanas antes del cumpleaños de Cristo y Umar bin Abdallah no había sido el único noble musulmán dispuesto a boicotear las celebraciones.
Don Iñigo había mandado llamar a su viejo amigo con el claro propósito de reparar el abismo que se había abierto entre ellos y allí estaba, como en los viejos tiempos, tomando café mientras miraba a través de las elaboradas figuras talladas en la ventana.
Unos hombres que destruyen libros, torturan a sus oponentes y queman a los herejes en hogueras no pueden ser capaces de construir un hogar con cimientos sólidos.
Tenía dos opciones: podía calmar a su amigo con dulces palabras, asegurarle que pasara lo que pasara, el Banu Hudayl sería libre de seguir viviendo como siempre.
Allí desmontó y caminó los pocos centenares de metros que lo separaban de la familiar y reconfortante mansión de su primo Hisham, situada en el barrio antiguo.
Alguna que otra vez, sobre todo durante el verano, la gente acudía a bañarse a la luz de la luna en grupos mixtos, sin ayudantes, pero era evidente que aquellas raras ocasiones habían llegado a su fin con la conquista.
Ahora sólo importaba la política: la última reséña de atrocidades, la conversión de alguna familia, los sobornos ofrecidos a la Iglesia y, por supuesto, la desgraciada noche en que habían quemado su memoria colectiva, un hecho que había obligado a tomar partido incluso a aquellos que antes expresaban una indiferencia total hacia las cuestiones de Estado.
Zuhayr, que había estado escuchando pacientemente a sus amigos, todos descendientes de la aristocracia musulmana en Gharnata, alzó la voz de forma súbita: -Nuestras opciones están claras: convertirse, dejarse asesinar o morir con la espada en la mano.
Nosotros levantamos la aldea, regamos las tierras, cultivamos los huertos, plantamos naranjales, granados, limas, palmeras y arroz.
Entonces un joven de rasgos exquisitamente cincelados, piel oliveña y ojos del color del mármol verde, carraspeó de forma sugestiva.
había llorado toda la noche en su minúscula habitación del Funduq al-Yadida, y a la mañana siguiente había decidido el curso que tomaría su vida.
¿Por qué hombres como vosotros, antiguos caballeros y reyes, tendríais que abandonar vuestros castillos al enemigo y convertiros en simples peones?
-Si yo estuviera convencido de que un levantamiento contra Cisneros y sus demonios triunfaría y nos permitiría volver atrás una sola página de nuestra historia, sería el primero en sacrificar mi vida.
Entonces -continuó Musa- deberías saber mejor que nadie la advertencia que tu noble antepasado dirigíó a hombres como tú: los eruditos son las personas menos apropiadas para la política y sus asuntos.
Conocía bien las presiones que Musa sufría en su vida cotidiana y lo comprendía, pero ésa no era razón suficiente para actuar con cobardía cuando había tantas cosas en juego.
Zuhayr tomó prestado un caballo de su tío para su amigo, y antes de que Ibn Daud tuviera tiempo de reponerse de la precipitación de los acontecimientos, ya estaban viajando hacia al-Hudayl.
En apariencia, la entrada de la casa no se diferenciaba de las otras viviendas de la calle, pero si uno la estudiaba con atención, descubría que las dos puertas contiguas, con incrustaciones de baldosas azul turquesa, eran falsas.
Ibn Hisham se había establecido en Gharnata después de la muerte de su tío Ibn Farid, que había sido su tutor tras la temprana muerte de sus padres, asesinados por unos bandidos durante un viaje a Ishbiliya.
Mientras escalaba posiciones para convertirse en el principal asesor económico del sultán, en la al-Hamra, había aprovechado su puesto y su talento para amasar su propia fortuna.
Después de la muerte prematura del padre de Umar, su tío Hisham al-Zaid había ayudado a su sobrino a superar la pérdida afectiva y, lo que es más importante, le había enseñado el arte de llevar un hacienda, explicándole las diferencias entre el comercio en las ciudades y el cultivo de la tierra de este modo: -Para nosotros, en Gharnata, lo más importante son las mercancías que vendemos.
Luego, cuando él se había burlado de la insinuación del capitán general de que todo musulmán debía convertirse al cristianismo, Ibn Hisham y su esposa, Muneeza, había intercambiado extrañas miradas.
Sin embargo, todo aquel que desee dedicarse a la política debe recordar una ley: es imprescindible prestar atención al mundo real y a lo que ocurre en él.
»Entonces me enseñaron que jamás debía basar mis ideas sobre especulaciones, sino moldearías de acuerdo a las realidades que existían en el mundo exterior.
A pesar de todo, cuando los primos se reunían, intercambiaban confidencias, hablaban de sus familias, sus propiedades, su futuro y, por supuesto, de los cambios que tenían lugar en el mundo.
Sabía tomarle el pulso a la ciudad y había tomado la decisión de convertirse al cristianismo guiado por el mismo instinto que treinta años antes le había inducido a invertir todo su oro en la importación de brocados de Samarcanda.
No tenía intención de engañar a Umar, pero temía que su primo intentara convencerlo de que estaba equivocado valíéndose de la obcecación intelectual y del rigor moral que siempre habían inspirado una mezcla de respeto y miedo en su extensa familia.
-Sólo por si tienes alguna duda -comenzó Ibn Hisham-, quiero que sepas que mis razones para convertirme no tienen nada que ver con la religión.
No veo más claridad, sino una densa niebla, una oscuridad primitiva que nos envuelve a todos, y en las profundidades de mis sueños reconozco las tentadoras costas de África.
Si entonces hubiera estado solo, la habría dejado marchar, pero Ibn Hisham lo había animado a acercarse y, durante los meses siguientes, había montado guardia para proteger sus citas clandestinas.
Pero también tenía otra razón: quería revivir los viajes de su juventud perdida, cabalgar a casa en el aire fresco, lejos de los sórdidos bautizos de Miguel;
sentir los primeros rayos de sol, desviados por las cumbres de las montañas, y recrear sus ojos con la inagotable reserva de cielos azules.
Para resolver la supuesta contradicción entre razón y tradición, aceptó las enseñanzas de los místicos, con sus significados aparentes y sus significados ocultos.
Sin embargo, aunque es cierto que las apariencias y la realidad no son siempre la misma cosa, Ibn Rushd insistíó en que las interpretaciones alegóricas eran el corolario inevitable de la verdad.
En una ocasión dijo que el peor día de su vida fue aquel en que llevó a su hijo a la mezquita para las plegarias del viernes y una multitud los echó.
No le afectó sólo la humillación, sino también la convicción de que las pasiones de la gente sin instrucción acabarían ahogando la religión más moderna del mundo.
Si quieres poner a prueba tus ideas, podemos organizar un gran debate en el patio de nuestra casa entre tú y el imán de la mezquita, con todos nosotros como jueces.
Mientras comunicaba al anciano su decisión de no sufrir más humillaciones sin resistirse, al-Zindiq reconocíó una antigua y familiar pasión en su voz.
Después de hablar durante casi una hora, describiendo las objeciones de Musa y las respuestas de Ibn Daud a sus necedades, pensó que había llegado el momento de ceder la palabra a al-Zindiq.
«Qué extraño -pensó Zuhayr-, actúa igual que Ama.» -Para ti Miguel es un apóstata que cambió el color verde por sus himnos y sus figuras de madera.
Jugaba al ajedrez, con tanta pasión, que si no hubiese hecho otra cosa, habría sido recordado por inventar al menos tres jugadas de apertura que ningún maestro de la península podía igualar, y mucho menos las personas como yo o incluso como el padre del Enano, que era un excelente jugador.
Zahra seguía recluida en el maristan, Meekal estaba en plena adolescencia y no paraba en casa y tu abuelo, aunque era un gran hombre, no destacaba por la viveza de su espíritu.
Su esposa, tu abuela, tenía un carácter similar, de modo que la señora Asma pasaba mucho tiempo con tu padre, que entonces tenía unos ocho años.
Para gran pesar de Ibn Farid, se negaba a alojarse en la casa, y cuando venía de visita, mi madre solía cederle nuestra habitación, en el ala de los criados.
Mi madre me contó que la viuda de Ibn Farid tenía muchos pretendientes, pero que tu abuelo Abdallah los rechazó a todos, pues no podía consentir que la esposa de su padre fuera tratada como cualquier otra mujer.
«Tu tío abuelo Hisham se había casado poco antes de la muerte de Ibn Farid y reanudó las actividades comerciales en Gharnata, actividades que, debo decir, todos veían con desagrado a excepción de su madre.
En ella había poetas, filósofos, estadistas, guerreros e incluso un pintor loco cuyo arte erótico era apreciado por el califa de Qurtuba, pero todos estaban firmemente asentados en la tierra.
Piensa en ello, mi querido al-Fahí: los descendientes de los guerreros nómadas que marcharon de Arabía al Magreb, una vez perdida la necesidad de viajar, se volvieron tan apegados a la tierra que trataban como a un hereje al miembro de la familia que decidía dedicarse a otra cosa.
Zuhayr presintió que el viejo zorro estaba a punto de atraparlo en una larga discusión sobre filosofía de la historia o en un interminable debate sobre la vida urbana y la rural, y se apresuró a detenerlo.
El viejo sonrió con los ojos y su cara se llenó de arrugas, pero en el transcurso de un segundo esos mismos ojos reflejaron el presagio de un desastre.
Las viejas damas de la familia, incluso aquellas que se supónía habían muerto de glotonería años atrás, reaparecieron de forma súbita procedentes de Qurtuba, Balansiya, Ishbiliya y Gharnata.
La respiración de Zuhayr se había vuelto agitada y la expectación le hizo subir la sangre a la cara, mientras al-Zindiq hacía una pausa para beber agua.
Mandaron a llamar a un médico de Gharnata, pero ellos no podían hacer nada para curar ese tipo de enfermedad, de modo que le aconsejaron aire de mar, fruta fresca e infusiones de hierbas.
»Y en efecto, cuando regresó, tenía mucho mejor aspecto, pero para sorpresa de todos aquellos que ignoraban sus tormentos interiores, nunca volvíó a las habitaciones de su madre.
El jefe de cocina, que estaba sentado junto a una gigantesca olla triturando una mezcla de carne, legumbres y trigo miró al niño sentado frente a él, en una pequeña banqueta, y sonrió.
La mezcla de dátiles y fideos que cocinaba en leche a fuego lento para celebrar bodas y festividades era famosa a lo largo y ancho de Al-Ándalus.
El sultán de Gharnata vino aquí para la boda de tu padre y después de probar aquel postre quiso llevarse a mi padre a la al-Hamra, pero Ibn Farid, que su alma descanse en paz, dijo: «¡Nunca!».
La señora Zubayda, cuya generosidad es conocida por todos, lo prueba durante la cena y no se siente defraudada, por el contrario, se da cuenta de que se trata de algo completamente nuevo.
-La carne de un ternero entero, tres tazas de arroz, cuatro tazas de granos de trigo, una taza de lentejas y una taza de garbanzos.
Llené la olla con agua y lo dejé cocer toda la noche, pero antes de salir de la cocina, añadí unas semillas de cilantro y de cardamomo en una bolsita de muselina.
Unos huevos fritos con mantequilla y sazonados con hierbas y pimienta negra serían un buen acompañamiento de la harrissa, pero también podría resultar demasiado pesado para el estómago teniendo en cuenta que lo tomarán justo antes de las oraciones del viernes.
La risa de Yazid era tan contagiosa que obligó a sonreír al Enano, pero de repente el niño cobró una expresión seria y una pequeña arruga de preocupación se dibujó en su frente.
Así que ya ves, mi joven y querido amo, prefiero ser un enano que crea maravillosos platos en tu cocina antes que un caballero, constantemente asustado por la amenaza de que lo cacen otros caballeros.
Su plan consistía en evitar salir al patio y esconderse en los baños, usando la entrada secreta que se abría a un lado de la casa.
Un comentario casual de Ama había quedado registrado en su mente como una advertencia, y el niño puso en juego su instintiva sagacidad.
Miguel miró la expresión preocupada del niño de ojos brillantes que se sentaba frente a él y no pudo evitar recordar su propia infancia.
En las tres ocasiones en que había jugado contra el maestro de Qurtuba, toda la familia había rodeado la mesa y le había visto ganar con asombro.
Hind había notado desde lejos que Yazid estaba en apuros y había deducido fácilmente que el problema tenía algo que ver con el juego de ajedrez.
El ambiente, el patio y aquel descarado de nueve años que lo miraba con un asomo de insolencia le recordaba su propia actitud desafiante hacia los nobles cristianos que visitaban a su padre.
Ama entró con un recipiente lleno de agua, seguida por un joven criado con una palangana y un pinche de cocina con una toalla.
Si cierro los ojos, aún puedo oír tus gritos cuando Umm Zaydun y tu madre, que Dios la bendiga, te enjabonaban y te lavaban a conciencia el cuerpo y la cabeza.
Las alabanzas volaban por la sala como pájaros mansos, y la mejor de ellas llegó cuando Miguel y Zahra confirmaron espontáneamente que su harrissa era muy superior a la de su difunto padre.
Zahra y Miguel se lavaron las manos y salieron al patio, donde habían erigido una plataforma de madera cubierta de alfombras para que pudieran disfrutar del sol del invierno.
-Amira -dijo Miguel mientras cogía un dátil, le quitaba el hueso y lo reemplazaba por una almendra-, pídele a mi sobrina que nos acompañe unos minutos.
La vida en la aldea la había vuelto complaciente, y su primera reacción habría sido decirle la verdad a Miguel, pero se detuvo a reflexionar por un momento y decidíó seguir los pasos de sus hijos.
En esta hermosa aldea, la música del agua nos arrulla sumíéndonos en un mundo de fantasías, y nos resulta fácil, demasiado fácil, sentirnos dichosos.
Me récordó un cuento de la infancia: «En una feroz pelea entre la aguja y el tamiz, la aguja dijo: «Tienes un montón de agujeros, ¿cómo puedes vivir así?»
Entonces el tamiz le respondíó con una sonrisa astuta: «Pues ese hilo de color que veo, no parece un simple adorno, pues atraviesa tu cabeza «».
La atmósfera relajada del patio de la vieja casa familiar del Banu Hudayl contrastaba notablemente con la tensión que se respiraba aquella tarde en la mezquita.
Las plegarias habían acabado sin incidentes, aunque Umar se había molestado al notar que, pese a sus instrucciones, habían reservado una docena de sitios en la primera fila para su familia.
Sin embargo, Ibn Farid, impresionado por la costumbre cristiana de reservar ciertos asientos de la Iglesia para la nobleza, había exigido que la primera fila quedara libre para su familia.
Aunque sabía que esta práctica era incompatible con el islamismo, había insistido en que debía existir algún tipo de reconocimiento para la aristocracia musulmana en la mezquita.
Umar se colocó discretamente al final con el Enano y otros criados de la casa, pero una multitud de manos serviciales empujaron a Zuhayr y a Yazid hacia el frente, y ellos llevaron consigo a Ibn Daud.
Una vez concluidas las plegarias, un imán joven de ojos azules, nuevo en la aldea, comenzó a prepararse para el sermón del viernes.
Su sucesor, un hombre de meno, de cuarenta años, tenía una poblada barba castaña que hacia resaltar la blancura de su turbante y de su piel.
Los miembros no musulmanes de la pequeña aldea tenían permiso para asistir a la reuníón de los viernes, una vez concluidas las plegarias.
Estaba ansioso por contarle a Juan que su tío Miguel había estado haciendo preguntas sobre el ajedrez, pero Zuhayr arrugó la frente y apoyó un pesado brazo sobre su hombro, para impedir que siguiera movíéndose.
Era fácil sentir pena por el joven imán que intentaba imponer su voluntad sobre una reuníón que no recibía con alegría a recién llegados ni principiantes, por eso Umar bin Abdallah se llevó un dedo a los labios y dirigíó una mirada fulminante a los transgresores del orden.
Se sintió tan inflamado con un nuevo entusiasmo, que se apartó del texto laboriosamente preparado, desechando las citas del Alcorán que había estudiado y ensayado durante la mitad de la noche, para expresar sus propias ideas: -El tañido solemne de las campanas de sus iglesias nos llega desde lejos con un tono tan siniestro que carcome mis entrañas.
»A menudo escucho a nuestros mayores hablar de que el Profeta, que la paz sea con él, tuvo que soportar calamidades peores y logró vencerlas.
Si yo estuviera convencido de que el sultán de Estambul va a enviar barcos y soldados, sacrificaría de buena gana cada centímetro de mi cuerpo para salvar nuestro futuro.
Acabar el sermón sin una exhortación era un procedimiento poco ortodoxo incluso en épocas de prosperidad, pero en aquella grave situación constituía una inaudita renuncia a sus obligaciones como teólogo.
Precisar cuánto tiempo habrían permanecido inmóviles y silenciosos sería entrar en el terreno de las conjeturas, porque Umar bin Abdallah, consciente de la necesidad de acción, se puso de pie y miró a su alrededor como un centinela solitario en la cumbre de una montaña.
Umar bin Abdallah meditó durante unos instantes, consciente de que en momentos como aquél, en que un peligro inminente se cernía sobre su pueblo, cada término y cada frase cobraban una importancia exagerada.
Aquel hombre que había crecido en la ejemplar tranquilidad de las haciendas familiares, que se había bañado en aguas perfumadas con aceite de azahar, que había vivido rodeado por el delicado aroma de las hierbas de montaña y que, desde la más tierna infancia, había aprendido el arte de gobernar las vidas de otros hombres y mujeres, comprendía lo que se esperaba de él.
Los desvanes de su memoria estaban atestados de recuerdos, pero no había nada en ellos que pudiera ofrecer el más mínimo consuelo a las personas sentadas frente a él.
Récordó a sus oyentes que los ladridos de los perros no podían espantar las nubes y que los musulmanes de Al-Ándalus eran como un río, cuyo curso estaba siendo reencauzado bajo la mirada vigilante de la Inquisición.
Su voz suave y su tono modesto contrastaban favorablemente con la grandilocuencia de la mayoría de los oradores, que hacían resonar sus voces como tambores sordos y recitaban los textos sagrados con exagerada afectación.
Aquellos artificios no sólo conseguían distraer la atención del público después de pocos minutos, sino que convertían a los predicadores en el blanco de las burlas de Yazid y sus amigos.
Uno de nuestros grandes pensadores, el maestro Ibn Khaldun, nos advirtió hace muchos años que un pueblo vencido y sometido por otro desaparece pronto, pero nosotros no aprendimos nada de las derrotas de Qurtuba e Ishbiliya.
La primera es hacer lo que muchos de nuestros fieles hicieron en otros sitios: convencernos de que un enemigo razonable es mejor que un amigo ignorante y convertirnos a su religión, mientras en nuestros corazones creemos en lo que queremos.
Sin embargo, la congregación se recuperó enseguida y un canto espontáneo se elevó desde el suelo, donde estaban sentados, hacia el cielo: -No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta.
Asintió con la cabeza y volvíó a dirigirse a ellos con una sonrisa triste: -Supuse que ésa sería vuestra respuesta, pero creo que es mi deber advertiros que los reyes cristianos que nos gobiernan no nos permitirán seguir adorando a Alá durante mucho tiempo.
Sin embargo, os seré Franco: pienso enviar a las mujeres y a los niños de mi familia a un refugio seguro antes de la batalla y os aconsejo que hagáis lo mismo.
Aunque aquel gesto parecíó conmover a todo el mundo, sólo se había puesto de pie una minoría, y Umar respiró aliviado, pues no era partidario de un suicidio colectivo.
-La última opción es abandonar las tierras y las casas que edificaron nuestros antepasados cuando el suelo estaba cubierto de grandes rocas.
Aquella voz tan familiar para Zuhayr resonó llena de indignación: -Durante veinte años he intentado convenceros de que era necesario tomar precauciones y de que la fe ciega no nos llevaría a ningún sitio.
Cuando os advertí que aquel que come la sopa del sultán acaba quemándose los labios, os burlasteis de mí, me llamasteis hereje, apóstata e infiel y creísteis que había perdido la razón.
Todavía cantamos sobre el tiempo en que alzamos nuestras tiendas por primera vez en este valle, cuando nos unimos para defender nuestra fe, cuando nuestras banderas cambiaban de color en la batalla, empapadas por la sangre del enemigo.
La única forma en que vosotros, vuestros hijos y sus hijos sobrevivan en estas tierras ocupadas por los castellanos es aceptar que la religión de vuestros padres y de sus padres está a punto de desaparecer.
Después de todo, si permiten que en estas tierras sigamos como siempre, tarde o temprano, cuando gobiernen unos soberanos menos proclives a la violencia, nuestra existencia podría tentarlos a relajar las restricciones contra los seguidores de Hazrat Musa y Mahoma, que la paz sea con él.
En el hammam de Gharnata, Ibn Daud, había inflamado su imaginación con la propuesta de un levantamiento armado contra los ocupantes, pero en la mezquita se había movido hacia donde soplaba el viento.
Con ese motivo, todos se dirigieron a la casa de Ibn Hasd, el zapatero, donde los recibieron con pastelillos de almendras y café aromatizado con semillas de cardamomo y endulzado con miel.
Excelentísimos, cristianísimos y valerosísimos reyes de España: Han pasado ocho años desde que se retiró la media luna de la Alhambra y se reconquistó para nuestro Bendito Padre el último fuerte de la secta mahometana.
Su Majestad, la reina, recordará la orden que dictó entonces a su leal servidor: «Como nuestro más fiel obispo seréis visto no sólo como un siervo de la Iglesia, sino como los ojos y los oídos de nuestro rey en Granada.
Supuse entonces que Su Majestad había querido decir que debíamos tratar a los seguidores del falso profeta con benevolencia y permitirles continuar con sus prácticas habituales.
Jamás he mentido a Sus Majestades, y debéis creerme si os digo que la benevolencia de mi predecesor fue malinterpretada por los moros, que no se mostraron proclives a convertirse a nuestra sagrada fe.
Fue, Vuecencia, este humilde servidor, quien por primera vez exprésó la idea de que esos libros demoníacos y las ponzoñosas doctrinas que conténían debían arrojarse a los fuegos del infierno.
El capitán general, el noble conde de Tendilla, de cuya familia procedía el sabio cardenal Mendoza, mi ilustre predecesor, afirma constantemente que, puesto que Sus Majestades han ganado la guerra, los moros adoptarán nuestro lenguaje, costumbres y religión en un tiempo prudencial.
El conde tiene pocos cristianos en su séquito, pero aquellos que le asisten, se burlan abiertamente de nuestra Iglesia, bromean sobre los obispos y frailes que viven en pecado, procrean y luego asignan puestos eclesiásticos a sus propios hijos.
Incluso don Pedro González de Mendoza -el cardenal que en su lecho de muerte os pidió que yo ocupara su lugar, el hombre que defendíó vuestra causa antes de que llegarais al trono, el noble antecesor de nuestro valiente capitán general- tuvo siete hijos con dos mujeres de la más augusta nobleza.
Soy consciente, por supuesto, de que se trata de una vieja enfermedad, alentada en el pasado por nuestro más erudito obispo, Gregorio de Tours, cuya familia, seiscientos años después del nacimiento de Nuestro Señor, controló durante muchos años la Iglesia en el centro de Francia.
Incluso después de recuperar la mayor parte de nuestras tierras, Granada se convirtió en un oasis en el cual los mahometanos podían entregarse día y noche a los placeres de la carne.
Suplico el permiso de Vuestras Majestades para proclamar edictos de nuestra fe en este reino y nombrar un inquisidor apostólico para que comience a trabajar en esta ciudad, de modo que cualquier persona pueda acudir a comunicarnos si ha visto u oído a cualquier otra persona, viva o muerta, presente o ausente, actuar o hablar deforma herética, insolente, obscena, escandalosa o blasfema.
Recordaréis cómo nuestros soldados, al descubrir que Alhama poseía más baños que cualquier otra ciudad de esta península, decidieron que la mejor forma de salvar la ciudad era destruirla, y lo hicieron con las palabras de Nuestro Salvador en los labios.
Por esta razón, ruego a Su Majestad que autorice las medidas reséñadas a continuación y que tenga a bien informar al capitán general de Granada, don Iñigo López de Mendoza, que no debe obstruir ninguna acción emprendida por la Iglesia.
En circunstancias normales será castigada con la muerte, y en caso de que este acto se cometa con un animal, se asignará al culpable una pena de cinco años de galeote.
Si sus Excelentísimas Majestades están de acuerdo con mis propuestas, sugeriría que la Sagrada Inquisición abriera un ministerio en Granada sin dilación, y que los familiares acudieran de inmediato a esta pecaminosa ciudad para recoger pruebas.
Dos, o a lo sumo tres, autos de fe bastarán para hacer comprender a esta gente que no pueden continuar tomando a la ligera el poder que Dios ha querido ejercer sobre ellos.
Durante su niñez en Alcalá había adquirido nociones muy rudimentarias de gramática y más tarde, en la Universidad de Salamanca, se había entregado al estudio de las leyes civiles y canónicas.
Los frescos de Miguel Ángel no lo conmovían en absoluto, aunque no había podido evitar sentirse verdaderamente impresionado por los dibujos abstractos y geométricos de las baldosas que había contemplado en Salamanca y, más tarde, en Toledo.
Si hubiese poseído el talento epistolar de su ilustre predecesor, el cardenal Mendoza, su carta a Isabel y Fernando habría sido escrita en un estilo más florido y elegante.
Los monarcas se habrían conmovido tanto con la calidad literaria de la composición, que habrían aceptado la daga oculta tras la verbosidad como un apéndice necesario.
Se había convertido en confesor de Isabel poco después del nombramiento de Talavera como arzobispo de Granada, y para sorpresa y placer de la reina, no había demostrado ningún sentimiento de agitación o ansiedad al ser conducido a su presencia.
Aunque Talavera la había tratado con respeto, había sido incapaz de disimular su desconsuelo ante lo que consideraba una mezcla de avaricia y prejuicio.
Isabel le invitó a hacerse cargo de su conciencia y le abríó su corazón, confiándole las infidelidades de Fernando, sus propias tentaciones o sus temores por una hija cuya lucidez parecía abandonarla de forma inesperada.
Su sacerdote la escuchaba con expresión comprensiva, y sólo en una ocasión se había mostrado tan asombrado por su revelación, que sus emociones habían vencido a su intelecto y su cara se había cubierto con una máscara de horror.
En aquella ocasión, Isabel le había confesado un insatisfecho deseo carnal que la había obsesionado durante los tres años previos a la reconquista de Granada y cuyo objeto había sido un noble musulmán de Córdoba.
Una noche, en su época de estudiante en Salamanca, había escuchado los ruidos carácterísticos de un dormitorio masculino en aquella etapa de fervor y comprendíó que sus compañeros estaban ocupados imitando la conducta de animales en celo.
Entonces, Cisneros había experimentado un atisbo de excitación en la entrepierna, y aunque el horror ante ese descubrimiento había bastado para enviarlo a dormir, a la mañana siguiente había descubierto, espantado, que su camisa de noche estaba manchada con algo que sólo podía ser su propia simiente.
Aquella misma semana había descrito la escena a su confesor, que, ante el horror del futuro arzobispo, había soltado una estruendosa carcajada y respondido con voz tan alta que había hecho temblar de vergüenza a Cisneros.
-El fraile había comenzado la frase riendo, pero luego, al observar la cara pálida y temblorosa del joven, se había interrumpido para acabar con un tono más serio-.
Cisneros resistíó la tentación incluso cuando trabajaba en Sigüenza, en las fincas del cardenal Mendoza, en un momento en que se esperaba que un sacerdote eligiera entre los campesinos a la mujer o al muchacho que deseara.
A diferencia de un eunuco ni siquiera podía sentirse orgulloso del pene de su amo, por consiguiente se entregó a la vida monástica y abrazó la orden franciscana para recalcar su sincero compromiso con una vida austera y piadosa.
Cuando el cardenal Mendoza se enteró de la excepcional moderación de su sacerdote favorito, mostró su desaprobación: -Atributos tan extraordinarios -dijo y todo el mundo dio por sentado que se refería a las cualidades intelectuales de Cisneros- no deberían permanecer enterrados en la oscuridad de un convento.
Había sido informado de un sacrilegio profundamente ofensivo cometido en Toledo un mes antes, cuando un seguidor del islamismo, creyendo que nadie lo veía, había sumergido su pene desnudo en agua bendita.
Al ser sorprendido por dos frailes, el musulmán no había intentado negar lo sucedido ni había parecido arrepentirse de su insolente conducta.
Por el contrario, había explicado que acababa de convertirse y que un viejo amigo cristiano le había indicado que tenía que realizar esa ablución especial antes de ofrecer sus plegarias en la catedral.
El ofensor se había negado a delatar a su amigo, y a pesar de las torturas, sus labios habían permanecidos sellados.
La Inquisición había considerado que la historia era poco convincente y había entregado al individuo a las autoridades civiles, para que se le aplicara la pena máxima, y éste había sido quemado en la hoguera pocos días antes.
El hombre que se había asignado a si mismo la misión de convertirse en cruel verdugo de la Granada islámica también había sido una víctima en otro tiempo, cuando había pasado una temporada en la prisión de la orden del difunto cardenal Carillo.
El cardenal, que pronto sería sucedido por el arzobispo Mendoza, había pedido a Cisneros que cediera un cargo menor de la Iglesia española, otorgado por Roma, a un miembro de su camarilla de aduladores.
La experiencia había sensibilizado al sacerdote sobre cuestiones como la culpabilidad y la inocencia, haciéndole reflexionar sobre la muerte de aquel hombre de Toledo que se había lavado las partes pudendas en el agua bendita.
Aunque ningún católico le habría enviado a la catedral con esas instrucciones, podría tratarse de uno de esos herejes franceses que habían escapado a los castigos.
Las casas blancas de la aldea ya no se veían sobre la cuesta de la montaña, pero el destello de las lámparas de aceite que colgaban de los portales tenía un aire mágico desde el sitio donde estaba sentado Yazid.
El patio exterior estaba atestado de visitantes, sentados en un amplio círculo sobre las gruesas alfombras desplegadas sobre la hierba.
Aquella familia que durante siglos no había tenido que ocuparse de asuntos más importantes que los placeres de la caza, la calidad del escabeche usado por los cocineros para adobar la carne de cordero o las nuevas artes llegadas a Gharnata desde China, ahora debía enfrentarse a la historia.
Al principio había afirmado con tono cínico y mordaz que el éxito de la Iglesia católica, su superioridad en la práctica, obedecía al hecho de que nunca había intentado endulzar el sabor de su amarga medicina.
Era horriblemente franca, sacudía al hombre y le gritaba al oído: «Naciste cubierto de excrementos y vivirás entre ellos, pero podremos perdonarte por ser tan impuro, vil y repulsivo si te arrodillas y rezas suplicando el perdón todos los días.
Con voz suave y serena los había paseado por su pasado, récordándoles no sólo las glorias del Islam, sino también las derrotas, el caos, los despotismos palaciegos, las mortíferas guerras y la inevitable autodestrucción.
-Si nuestros califas y sultanes querían que las cosas permanecieran igual, deberían haber modificado su forma de gobernar estas tierras.
Como ya habéis visto, esta noche he hecho enfadar a parte de mi propia familia, pero he llegado a un punto en que ya no puedo seguir ocultando la verdad.
»Amo esta casa y esta aldea, y justamente porque deseo que ambas subsistan y que vosotros prosperéis os pido, una vez más, que penséis con seriedad.
Aunque sus palabras no contaban con la simpatía popular, la mayoría de los presentes sabían que Miguel estaba más cerca de la verdad que los fanáticos que querían iniciar una guerra, pues tras la aparente calma que reinaba en la casa señorial, se ocultaba una gran tensión.
Casi todos los que tenían hijos pequeños se habían marchado poco después de los discursos de apertura, pero Yazid seguía despierto, disfrutando de cada instante de la reuníón.
Al otro lado estaba su hermana Hind, cuya impetuosidad, fiel reflejo de la ascendencia bereber de su familia materna, había sorprendido a todos menos a Yazid.
Hind había interrumpido a su tío abuelo varias veces, había reído con sarcasmo sus bromas fallidas y murmurado alguna obscenidad ocasional, que transportada por el aire de la noche, había merecido los aplausos de las mujeres de la aldea.
Sin embargo, la respuesta de Hind a la declaración de su tío había ido demasiado lejos, dejándola sin aliados: -Cuando una serpiente dice que me quiere, me la pongo de collar.
La comparación con una serpiente había molestado a Miguel, que, afectado por la malicia del comentario, no había podido evitar que se le llenaran los ojos de lágrimas.
El chantaje había surtido un sensacional efecto: Hind se había acercado a su tío para disculparse en su oído y éste le había sonreído mientras le acariciaba la cabeza.
Hind no estaba apesadumbrada, pues había conseguido dejar clara su opinión ante los aldeanos y, sobre todo, ante el extraño sentado en el medio.
El profeta Mahoma, por el contrario, había rechazado esas mismas presiones, había resistido a la tentación y desautorizado la veneración de tres diosas mujeres.
Era un hombre demasiado honesto para contradecir las afirmaciones de Miguel, que por otra parte consideraba irrefutables, y se limitó a alentar a sus correligionarios, récordándoles que una estrella que se apagaba en un firmamento puede iluminarse en otro.
Entonces Abu Abdallah rió y explicó su reacción con las siguientes palabras: «Oh arrogante sultán, me río de la debilidad de tu intelecto, de tu ignorancia sobre ti mismo y tu estado espiritual.
Al-Zindiq concluyó su relato en medio de gritos de «Wa Alá» y emotivas exclamaciones que apoyaban su teoría de que, si los reyes musulmanes de Al-Ándalus no se hubieran comportado de aquel modo, los seguidores del Profeta no se encontrarían en tan triste estado.
AI-Zindiq, que había esperado aquella reacción, ahora se dirigíó a los demás con absoluta franqueza: -Suena bien, ¿verdad?, pero ¿acaso la religión podría habernos salvado?
Nosotros, un pueblo privilegiado que se destacó sobre el resto del mundo en ciencias, arquitectura, medicina y música, no pudimos encontrar un camino hacia la estabilidad ni un gobierno basado en la razón.
Aunque no poseo sus conocimientos, deseo señalar sólo una cosa: creo que nuestra derrota se decidíó cien años después de que Tarik ibn
Ziyad atracara su barco en la roca que ahora lleva su nombre.
Luego se miraron entre sí, y aunque no pronunciaron una sola palabra, ambos pensaron lo mismo: que si querían proteger Al-Ándalus, tendrían que ganarse el territorio de los francos.
Aunque muy pocos estarán dispuestos a reconocerlo, aquel día no perdimos sólo la oportunidad de ganar el reino de los francos, también perdimos Al-Ándalus.
Umar le agradecíó profusamente que les hubiera brindado una visión más amplia del atolladero en que se encontraban y dio las buenas noches a todos los presentes.
Mientras la concurrencia comenzaba a dispersarse, Ama cogíó a Yazid de la mano para conducirlo a su habitación, pero antes reparó en que un grupo inusualmente grande de hombres estrechaba la mano de Miguel con misterioso fervor.
Durante la cena, que se había servido temprano a causa de la reuníón, Zubayda le había informado que su primogénito estaba comprometido en un asunto tan precipitado e imprudente que temía por su vida.
Zuhayr no se había presentado a la cena, y un mozo de cuadra les había dicho que el joven amo se había marchado en su caballo favorito sin precisar su destino.
Su tío abuelo va a debatir un asunto de vida y muerte para nuestra familia, nuestra fe y nuestro futuro con su gran amigo Ibn Zaydun, ¿y dónde está el joven caballero?
Se sentía hastiado y lleno de disgusto por su propia falta de disciplina y por sus afinidades con el reino animal, pero Umayma era tan distinta a las pintarrajeadas putas de Gharnata, con sus carnes manoseadas por los hombres a toda hora del día y de la noche…
Era su última oportunidad para estar con ella, pues tres meses después la joven se casaría con Suleimán, el tejedor bizco y calvo que hilaba la mejor seda de la aldea, pero que difícilmente podía competir con él, Zuhayr, en las artes verdaderamente importantes.
Al ver a su hijo frente a él, mirándolo con esos ojos de color marrón claro como los de su madre, sintió que lo embargaba la emoción.
Tuvo una visión: un enfrentamiento con los soldados del capitán general, confusión, espadas en alto, disparos, y su Zuhayr tendido sobre la hierba con un agujero en la cabeza.
-Al contrario de lo que puedas creer, padre, no abrigo grandes esperanzas sobre el resultado de nuestra rebelión, pero aun así, creo que es necesaria.
-Hablo de las expresiones en las caras de los sacerdotes cuando partían a supervisar la tortura de los inocentes y a crear nuevos huérfanos en las mazmorras de la Inquisición.
No creía que al-Hudayl estuviera a salvo mientras Cisneros gobernara en Gharnata y, por consiguiente, pensaba que Umar demostraba una peligrosa ignorancia con respecto a la gravedad de la situación.
Si me obligas a quedarme aquí en contra de mi voluntad y de mis ideas, no te desobedeceré, pero me sentiré desdichado, y cuando me siento desdichado, Abu, pienso en la muerte como consuelo.
Sobre sus cabezas, el cielo estaba lleno de estrellas, pero ni ellas ni la lámpara solitaria que colgaba de un muro, a la entrada de los baños, daban suficiente luz.
Entre las sombras de la noche, con las espaldas encorvadas cubiertas con gruesos mantones de lana, parecían un par de pinos atrofiados, castigados por el tiempo.
se ha abierto como las flores de los naranjos en primavera, esas flores cuyo aroma embriagan los sentidos.» Como para confirmar sus pensamientos, Zahra se levantó con la ayuda de una almohada y miró a su sobrina nieta, que masajeaba con diligencia y suavidad los dedos de su pie izquierdo.
Incluso bajo el suave resplandor de la lámpara, la piel de Hind, normalmente del color de la miel silvestre, se veía sonrosada y llena de vida.
El teólogo consideraba prohibidos todos los pasatiempos a los que se entregaban los nobles musulmanes e intentaba demostrar que esa obscena irresponsabilidad había conducido al declive de Al-Ándalus.
-Tío -había preguntado la niña con una sonrisa recatada, nada habitual en ella-, ¿acaso nuestro Profeta, que la paz sea con él, no dijo en un albadice que nadie se ha atrevido a contradecir que los ángeles tenían sólo tres aficiones?
El teólogo, engañado por su sonrisa y complacido de que una niña tan pequeña conociera tan bien las escrituras, se había acariciado la barba y le había preguntado amablemente: -¿Y a cuáles crees que se refería, mi pequeña princesa?
Zubayda había sido incapaz de reprimir una sonrisa y Umar había quedado a cargo de la tarea de cambiar el tema de la conversación, cosa que pronto había conseguido con maestría.
Kulthum había permanecido en silencio, pero le había ofrecido un vaso de agua a su tío, y ese gesto, por alguna razón, había impresionado al teólogo.
Zubayda había hecho reír a Zahra con aquella anécdota, cuyo recuerdo provocaba ahora una sonrisa en los labios de la anciana mientras miraba a su sobrina nieta.
Hind, que hasta ese momento no se había atrevido a confiar su secreto a nadie, excepto a su doncella favorita, estaba ansiosa por desahogarse con un miembro de la familia y decidíó contárselo todo a Zahra.
Zubayda se había interesado en la forma en que las teorías de Ibn Khaldun podían aclarar la tragedia de Al-Ándalus, pero él le había respondido: «Los ladrillos sueltos no pueden construir una muralla estable para una ciudad».
Entonces Hind le contó cómo una doncella les había iluminado el camino con una lámpara, mientras otras dos los habían seguido a una distancia prudencial hasta llegar al bosquecillo de granados.
Sobre la casa, la aldea, la nieve en las montañas, la próxima primavera, y una vez que agotamos todas las formalidades, nos callamos y nos limitamos a mirarnos el uno al otro.
No quiero que dentro de cien años se hable de un joven de ojos verdes que deambulaba por las montañas, desolado y triste, confiándole al río su amor por una mujer llamada Hind.
El amor me abrasó, devoró mis entrañas hasta que no quedó nada, y entonces comencé a abrirme de piernas ante cualquier caballero que deseara entrar, sin importarme si la experiencia me complacía o no.
Antes que aceptar la negativa de tus padres, será mejor que te escapes con ese joven, incluso si a los seis meses descubres que sólo quería divertirse con esos dos melocotones tuyos.
En la misteriosa calma del maristan se había concentrado en los tres o cuatro años auténticamente felices de su vida, los revivía mentalmente o incluso los relataba por escrito.
Nunca se le ocurríó pensar que al borrar esos recuerdos que ella consideraba obsoletos condenaba a la oscuridad de las llamas una crónica única de un estilo de vida.
Durante décadas, había controlado sus emociones, privándose de mantener contacto con el resto de la familia, y ahora se encontraba abrumada con tanto afecto.
En la cena de aquella noche con Ibn Zaydun, muy a su pesar, había sentido su corazón revolotear como un pájaro enjaulado, igual que en su primer encuentro, tantos años atrás.
Cuando la familia había tenido la delicadeza de dejarlos solos a saborear el té con menta, ella se había sentido incapaz de comunicarse con él.
Al ver disiparse la emoción en ella, él se había arrodillado para declarar que nunca había dejado de amarla, que jamás había mirado a otra mujer y que no había vivido un solo día sin dolor.
Entonces comprendíó que nunca había superado la amargura, la ira que había sentido años atrás hacia él, por su cobardía al resignarse a la condición de criado y por abandonarla a su propia clase.
Era evidente que aquel resentimiento, reemplazado durante su largo confinamiento por imágenes más agradables de la relación turbulenta y clandestina, había seguido creciendo y creciendo, y ahora no sentía nada por él.
«En esta casa, vuelvo a ser sólo el hijo de una criada que trabajó para ellos y murió por sus esfuerzos.» Era la primera vez que tenía esa sensación en presencia de Zahra.
La anciana abríó las hebillas que recogían su pelo blanco como la nieve y éste cayó hacia atrás cubríéndole la espalda, desplegándose como una pitón.
Aquel diamante había sido un regalo de Asma, pues algún necio le había dicho que usado en contacto con la piel, curaba todo tipo de locura.
Zahra y Abdallah lo aguardaban junto a la entrada, desconcertados, estrechando la mano de la hermana de su madre, la esposa a quien creían injustamente agraviada por la adquisición de una concubina cristiana.
Su primera impresión al ver a Asma había sido de pavoroso asombro: parecía joven e inocente, tenía una estatura mediana, una figura bien formada y proporcionada, y una cara virtuosa coronaba el cuerpo voluptuoso.
Su padre se aparecíó ante ella, no como el noble altivo de carácter despótico que la había obligado a elegir entre supeditarse a su voluntad y abandonar a su amante o sufrir su castigo, sino como el gigante amistoso y divertido, que le había enseñado a montar para que le ganara a Abdallah.
«Quién sabe -pensó ella-, si no nos hubiera olvidado, es probable que yo no hubiera caído bajo el hechizo de Ibn Zaydun y que Abdallah no se hubiera obsesionado con los caballos.» De repente, una mujer joven aparece en su mente.
Los campesinos y tejedores, que habían visto en ella a una mujer noble dispuesta a casarse con uno de su clase por amor, la apreciaban tanto que habían ido a la casa antes de iniciar sus actividades diarias, a presentarle sus respetos por última vez y a acompañarla a su lugar de descanso eterno.
Cuatro pares de manos levantaron la cama despacio y la apoyaron sobre cuatro hombros corpulentos: Umar y Zuhayr en la cabecera e Ibn Daud y el fornido hijo veinteañero del Enano a los pies.
Zahra sería enterrada con su familia, en un sitio reservado para ella junto a su madre, muerta sesenta y nueve años antes, pocos días después del nacimiento de su hija.
Los albadices insistían en que los seguidores del Profeta debían ser enterrados con sencillez y, tal como dictaba la tradición, las tumbas no ostentaban señal alguna Se decía que el Banu Hudayl descendía de uno de los compañeros del Profeta, y al margen de que esto fuera o no verdad, hasta los miembros menos religiosos del clan habían insistido en colocar un montículo de barro sobre las tumbas.
El obispo de Qurtuba debíó de permanecer así un largó rato, pues cuando abríó los ojos se encontró solo junto al fresco montículo de tierra.
Sin embargo, el carácter repentino de la muerte de su hermana lo había sacudido como aquella ocasión, tantos años atrás, en que se había marchado sin decirle adiós.
Miguel comprendía que moriría sin haber mantenido una última conversación con el único miembro de la familia que pertenecía al mismo mundo desaparecido, y aquélla era una idea intolerable.
Mientras se levantaba y miraba por última vez la tierra que cubría el cuerpo de su hermana muerta, una voz lo sobresaltó, irrumpiendo en su soledad: -Yo hablé con ella, Excelencia.
Luego al-Zindiq le contó a Miguel que Zahra lo había rechazado, que el orgullo del clan Hudayl había recuperado por fin a la hija pródiga, que la auténtica naturaleza del problema había sido disfrazada, que en las semanas previas a su muerte ella había sufrido con el recuerdo de su amor, que había descubierto que sus peores heridas se las había infligido ella misma y que había comenzado a arrepentirse de la ruptura con Ibn Farid y la familia, de la cual se consideraba totalmente responsable.
La mujer que había intentado construir un puente entre los dos mundos, y había sido castigada por su esfuerzo, yacía a pocos metros de ellos.
Aquella escena, presenciada por la familia, había hecho llorar a todos, incluido el Enano, cuya reacción había sorprendido a Yazid y le había ayudado a olvidarse del motivo de su pena.
»Recordaré el sabor del agua de los manantiales de montaña, que llegan hasta nuestra casa, el intenso amarillo de las flores silvestres que coronan el tojo, el embriagador aire de montaña filtrado por los pinos y la majestuosidad de las palmeras, que danzan al compás de las brisas celestiales, el aromático aliento del tomillo, el olor de los leños ardiendo en invierno.
Recordaré cómo en los días claros de verano, el cielo azul se rinde a la repentina oscuridad, mientras el pequeño Yazid, con un trozo de vidrio que pertenecíó a nuestro bisabuelo en la mano, espera pacientemente en la glorieta de la vieja torre que las estrellas se vuelvan visibles una vez más.
Aunque sabía que esos días pertenecían al pasado, la fantasía de una última batalla, de una cabalgata hacia lo desconocido, tomando el enemigo por sorpresa y quizás incluso obteniendo una victoria, estaba profundamente arraigada en su alma y era la principal fuente de inspiración de su conducta impulsiva.
Sin embargo, como solía decirse a si mismo y a sus amigos, sus acciones no se fundaban sólo en ilusiones del pasado o sueños de gloria para el futuro.
Todos habían muerto: hombres, mujeres y niños habían sido masacrados y sus cuerpos arrojados a los perros junto a las puertas de la ciudad.
Un colosal lamento había resonado en la aldea, mientras los ciudadanos corrían a la mezquita a ofrecer sus plegarias por los muertos y a jurar venganza.
Sólo lo había visto una vez, cuando tenía dos o tres años, pero nunca olvidaría su cara curtida y llena de cicatrices y su cuidada barba blanca.
El sultán había enviado pregoneros a todos los rincones de Gharnata, precedidos de tamborileros y pandereteros, cuya música bulliciosa y siniestra advertía a los ciudadanos que llegaba un mensaje del palacio.
La gente se había congregado en las calles, pero los pregoneros se habían limitado a repetir una frase: «¡Ay de mi al-Hama!» El recuerdo de aquellas atrocidades enardecíó a Zuhayr y el joven comenzó a cantar una balada popular, compuesta en conmemoración de la masacre:
Aunque estaba seguro de que nadie podía superar a su caballo, sabía que huir sería una cobardía, un acto contrario a las leyes de la caballería.
Había algo extraño en su atuendo, pero antes de que Zuhayr pudiera precisar de qué se trataba, un extraño, que a juzgar por su edad parecía el jefe del grupo, se dirigíó a él: -La paz sea contigo, hermano.
Zuhayr sonrió amablemente, los estudió uno a uno y descubríó lo que le había llamado la atención en un principio: todos llevaban un pendiente de plata con forma de media luna en la oreja izquierda.
Zuhayr prefería morir en una batalla contra los cristianos, de modo que decidíó repetir su pregunta: -Decís que conocéis a mi maestro al-Zindiq y eso me alegra, pero aún no sé quiénes sois y qué hacéis.
Somos capaces de beber una botella de vino sin detenernos a tomar aliento, devorar un cordero mientras se asa en el espetón, tirar de las barbas de un predicador y cantar a nuestro gusto y placer.
Mientras se sentaban, entró una joven con una jarra de vino, dos pequeñas hogazas de pan moreno y un surtido de pepinos, tomates, rábanos y cebollas.
-Sí, por supuesto -continuó Abu Zaid-, y tenías razones para preocuparte, pero como te decía, fue el hombre de la cueva de la montaña quien me dijo que te dirigías a Gharnata para embarcarte en una aventura muy arriesgada.
El jefe de los bandidos rió y estaba a punto de responder cuando su hija cortó el hilo de sus pensamientos entrando con una jarra de cerámica que conténía café.
El islamismo del que hablaban no era peor ni mejor que el cristianismo: Nuestros predicadores vacilan, los cristianos se han extraviado, los judíos están perplejos, los astrólogos caminan en la senda del error.
Hasta aquel momento había estado convencido de que el camino elegido por él era la única acción digna de un guerrero musulmán, pero aquellos extraños bandidos y el filósofo que los guiaba habían conseguido sembrar una semilla de duda en su mente.
-Los alfaquíes dijeron que era una herejía -explicó Abu Zaid, sereno y con una tímida sonrisa en los labios-, una parodia del libro sagrado.
-A lo cual nuestro maestro respondíó que, a diferencia del Alcorán, su obra no había tenido oportunidad de pulirse con cuatro siglos de recitaciones.
-Cuando lo acusaron de herejía, miró a su acusador a los ojos y dijo: Levanto la voz para pronunciar absurdas mentiras, pero cuando digo la verdad, casi nadie escucha mis murmullos.
-No entiendes cómo es posible que gente como nosotros pueda vencer a los cristianos, pero deberías preguntarte por qué los más fanáticos defensores de la fe han fracasado en esa misma tarea.
Zuhayr montó en su caballo, saludó llevándose una mano a la frente, y pocos minutos después volvíó a encontrarse en el camino que conducía a Gharnata.
Por la calidad de sus ropas y por el turbante de seda que llevaba en la cabeza, adivinaron que era un noble, un caballero moro que probablemente iría a visitar a su amante.
Sin embargo, aquel día no podía ni pensar en hacerlo, no porque Ibn Hisham se hubiera transformado en Pedro al-Gharnata, un converso, sino porque Zuhayr no deseaba poner en peligro a la familia de su tío.
La docena de seguidores de su causa habían llegado a Gharnata el día antes, y aquellos que no tenían amigos ni parientes en la ciudad se alojaban en habitaciones del funduq.
En su fantasía, Zuhayr se veía a sí mismo como el abanderado del contraataque que los auténticos fieles emprenderían contra el nuevo Estado en construcción, contra la diablesa Isabel y el lascivo Fernando, contra el perverso Cisneros, contra todos ellos.
Una lámpara de bronce de seis brazos, decorada con un dibujo inusualmente intrincado, colgaba del techo, irradiando una luz tenue.
Los ocho jóvenes presentes estaban sentados sobre una gigantesca alfombra para rezar, que cubría el suelo en el extremo opuesto a la cama.
Ibn Amín, el hijo menor de un médico judío que servía al capitán general, y tres de los cuatro mozos de al-Hudayl que habían llegado a Gharnata la tarde anterior.
Habían apostado espías en las casas de los conversos, para ver si iban a trabajar en viernes, con qué frecuencia se bañaban o si circuncidaban a los niños recién nacidos.
-Desde que ese maldito cura llegó a la ciudad -dijo Ibn Basit, el hijo del herbario-, han estado haciendo un inventario de las riquezas y propiedades de moros y judíos.
-Mi padre dice que incluso si nos convertimos, hallarán otras formas de robarnos nuestras propiedades -dijo Salman bin Mohammed, el mayor de los hijos del mercader de oro- Mirad lo que ha hecho con los judíos.
Zuhayr quería dormir, pero sabía que la conversación podría prolongarse hasta la madrugada bajo la luz temblorosa de la lámpara, a menos que él forzara el desenlace e insistiera en la necesidad de tomar ciertas decisiones aquella misma noche.
Sabía que si dos años antes hubiera hablado así, uno de ellos habría soltado una carcajada y propuesto una visita al burdel masculino, para que aquellas ideas encumbradas fueran superadas por una coreografía más activa.
Sin embargo, aquellos jóvenes no podían sospechar que el curioso encuentro de Zuhayr con los bandidos había aguzado su inteligencia y alertado sus sentidos más incluso que la tragedia de Al-Ándalus.
Desde allí podremos enviar embajadores a establecer vínculos con fieles de Balansiya y otras ciudades y preparar una rebelión que estalle simultáneamente en toda la península.
Aquel infundado entusiasmo hizo que por fin se diera por vencido: no participaría en un asesinato que atentaba contra todas las reglas de la caballería, pero tampoco obstaculizaría sus planes.
Estás acostumbrado a que te laven las camisas en agua de rosas y a que te las sequen espolvoreándolas con lavanda, pero te aseguro que si no decapitamos a esas bestias que Alá ha enviado para poner a prueba nuestras fuerzas, nos ahogaremos en sangre.
Quizás debería salir de la ciudad y unir su destino al de los al-Ma’aris, o tal vez debería volver a casa y advertir a su padre de la catástrofe que los amenazaba a todos.
La tercera posibilidad que cruzó por su mente le causó auténtico horror: ¿Acaso debía huir a Qurtuba y pedirle al tío abuelo Miguel que lo bautizara?
Los predicadores que tú pareces respetar tanto dicen que la ignorancia es el salvoconducto de la mujer para llegar al paraíso, pero yo prefiero que el Creador me condene al infierno.
Hind estaba enfrascada en una acalorada discusión con su futuro amante, cuyo afectuoso tono burlón comenzaba a exasperarla.
Ibn Daud se complacía en atormentaría, interpretando el papel de un erudito ortodoxo de la Universidad de al-Azhar y defendiendo la teología tradicional, sobre todo en lo referente a los deberes y obligaciones de las mujeres creyentes.
Sé perfectamente lo que ocurre cuando veis por primera vez la palmera que crece entre las piernas de vuestros amantes: comenzáis a comportaros como una bandada de pájaros carpinteros hambrientos.
Las risas entrecortadas de las compañeras de Umayma fueron la única respuesta a su pregunta y las criadas decidieron alejarse por temor a nuevas indiscreciones en presencia de un desconocido.
Si hasta entonces habían cumplido la función de proteger la castidad y el honor de Hind, ahora pasarían a desempeñar una tarea más acorde con su temperamento: convertidas en cómplices de su joven ama, vigilaban que nadie sorprendiera a la pareja.
Poco después de la llegada de Ibn Daud a la casa, el niño se había sentido abandonado por su hermana, e intuyendo la razón de ese abandono, había comenzado a desairar al visitante con una crueldad que sólo un niño es capaz de desplegar.
Sentía curiosidad por la pronunciación y el significado de ciertas palabras árabes, que en la tierra de nacimiento del Profeta se decían y entendían de forma diferente a la habitual en Al-Ándalus.
El interés del niño había estimulado a Ibn Daud, le había obligado a reflexionar para explicar hechos que hasta entonces había dado por sentados.
Sin embargo, Yazid había comenzado a notar que siempre que Ibn Daud estaba presente, Hind cambiaba de color, entrecerraba los ojos y fingía un recato extremado.
Incluso dejó de jugar al ajedrez con él, lo cual constituía un enorme sacrificio, pues Ibn Daud era un novato en el juego y no había sido capaz de vencer a su alumno ni una sola vez, al menos hasta que este último había decidido romper la amistad entre ambos.
Cuando Hind le pedía que explicara su conducta, Yazid suspiraba con impaciencia y afirmaba con toda la frialdad de que era capaz que no había nada anormal en su actitud hacia el maestro.
Zubayda, que había notado la desdicha en la cara de su hijo menor y conocía su causa, decidíó resolver la cuestión del matrimonio de Hind lo antes posible y posponer cualquier conversación con Yazid sobre el tema hasta ese momento.
Sin embargo, la joven pensó que si se deténían, la frustración y la larga espera hasta que pudieran consumar su pasión, les harían la vida intolerable.
Había viajado tanto y conocía tantas ciudades -incluyendo Cochin, en el sur de la India, adonde había llegado por barco- que sus relatos manténían a Ibn Daud en un estado de constante arrobamiento.
Si a eso se sumaba el amor que ambos sentían por la buena poesía y la flauta y el hecho de que ambos tuvieran unas facciones notables y una mente curiosa, la amistad que crecíó entre ellos parecía inevitable.
La relación pronto cobró un triple valor, alimentando sus intelectos, sus sentimientos religiosos -ambos eran discípulos del mismo sufí shaykh- y, por último, sus apetitos sexuales.
Se habían dedicado mutuamente poemas en prosa rimada, concebidos en un lenguaje que no ocultaba ningún placer al ojo del lector.
Durante los meses de verano, cuando se separaban para pasar algún tiempo con sus familias, ambos llevaban diarios donde reflejaban cada detalle de sus vidas cotidianas, además de los efectos de su abstinencia sexual.
El inconsolable superviviente no podía concebir la idea de seguir viviendo en al-Qahira, y era eso, más que el deseo de estudiar la obra de Ibn Khaldun, lo que lo había llevado a Gharnata.
Al-Zindiq lo atraía intelectualmente, aunque después de varias conversaciones con el viejo zorro lleno de talento y sabiduría había descubierto una absoluta falta de escrúpulos en las tácticas que empleaba para vencer a su oponente.
Sus ojos eran como espadas desenvainadas y su voz le recordaba tanto a la de su marido cuando se ponía solemne, que Zubayda tuvo que contenerse para controlar su risa-, ¿olvidas que no se pueden cosechar uvas de las higueras de tunas?
-Es cierto, mi querido hermano -dijo Hind, que había entrado en la habitación justo a tiempo para oírla pregunta de su hermano-, pero sabes tan bien como yo que las rosas siempre tienen espinas.
Yazid escondíó la cabeza tras la espalda de su madre, pero Hind, que volvía a ser la misma de siempre, tiró de él riendo y lo llenó de besos en la cabeza, el cuello, los brazos y las mejillas.
Los relatos de sus primas sobre la lascivia casual e indiscriminada le recordaban las descripciones de los burdeles, y las anécdotas sobre las luchas internas entre las mujeres le sugerían la imagen de un nido de serpientes.
Zubayda, que debía su nada ortodoxa educación a un padre librepensador, había decidido que sus dos hijas no vivirían sometidas a las restricciones de la superstición ni desempeñarían un papel estrictamente definido en el hogar.
Después de todo, Ibn Daud es nuestro huésped y seducir a la joven de la casa mientras las doncellas hacen guardia no es una forma muy digna de responder a la cortesía y hospitalidad de tu padre.
Cuando Hind salíó al patio, el sol comenzaba a ponerse en el horizonte, y la joven se detuvo, fascinada por los colores del paisaje.
Los picos coronados de nieve que se alzaban sobre al-Hudayl estaban teñidos de púrpura claro y naranja y las pequeñas casas de la aldea parecían recién pintadas.
«Ayer mismo -pensó-, si me hubiera encontrado ante un atardecer como éste, le habría añorado, habría deseado que estuviera a mi lado para compartir con él los milagros de la naturaleza, pero hoy me alegro de estar sola.» Tan enfrascada estaba en sus pensamientos, que al pasar junto a la puerta de la cocina, en dirección a los hammam, no oyó los ruidos de alegría que provénían del interior.
El Enano estaba sólo un poco ebrio, pero era evidente que sus tres ayudantes y los dos hombres que se ocupaban de transferir la comida de las ollas a los platos y servirla en la mesa habían bebido demasiado pis del demonio.
-Cantaré la canción compuesta por Ibn Quzman hace más de trescientos años -dijo el Enano muy serio-, pero insisto en que se escuche con el respeto que le debemos al gran maestro.
Luego hizo un gesto de asentimiento a su amo y el pequeño chef comenzó a cantar el zajal de Ibn Quzman, con una voz tan grave que resultaba abrumadora:
Deja que el vino añejo pase de invitado en invitado, con las burbujas brillando como perlas en su pecho como si hubiera despojado a la noche de su oscuridad.
solas conmigo en el verde del jardín una joven hechiza la escena: su sonrisa irradia un brillo refulgente, olvido la vergüenza, pues nadie puede vernos, y
El Enano comenzó a récordársela, pero esta vez se aseguré de que la memoria del niño retuviera la información y declamó la receta en un ritmo y entonación muy familiares para Yazid.
En él encontraréis veinte nabos limpios en rodajas, diez tacas peladas hasta que brillen y diez pechos de cordero para añadir lustre.
Pero recuerda una cosa, joven amo Yazid: la carne y las verduras deben freírse por separado y luego unirse en la olla con agua donde antes se hirvieron estas últimas, dejar cocer despacio mientras todos cantan y se divierten y cuando se acabe la diversión, Wa Alá, el guiso listo está.
Había evitado las referencias a palmeras, dátiles y otros frutos relevantes con el fin de no asustar a Umar, que había quedado impresionado con la madurez y la honorabilidad de Ibn Daud.
¿Pretendes que en lugar de interrogarlo sobre sus sentimientos hacia nuestra hija me convierta en un inquisidor y lo examine, como si él fuera un apestoso fraile que ha transgredido las normas de su fe en el confesionario?
Ibn Daud asintió y Yazid recitó la lista de ingredientes en una copia tan fiel de la del Enano, que su nuevo tutor se quedó auténticamente asombrado, pese a no haber oído la versión original.
Miguel había regresado a Qurtuba, Zahra estaba muerta, Zuhayr se había marchado a Gharnata y Kulthum a Ishbiliya, a visitar a sus primas y a su futura familia política.
La familia había quedado inusualmente reducida y eso aumentaba la intimidad del circulo del que Ibn Daud había pasado a formar parte.
Todos los habitantes de la aldea se sienten inseguros y ni siquiera la falsa magia de los sueños puede ofrecernos consuelo, pues también ellos se han vuelto amargos.
-Recuerde una cosa, Ibn Daud -dijo Umar en tono paternal-, sólo un hombre ciego caga en el tejado creyendo que nadie lo ve.
Si usted y la señora Zubayda, con su sabiduría y experiencia, consideran que no soy el hombre adecuado para ella, prepararé mis cosas y abandonaré su distinguida casa mañana mismo.
Aunque pocas semanas atrás las miradas de arrobamiento que Hind dedicaba al joven de al-Qahira habían exasperado a Umar, ahora él mismo comenzaba a sentir admiración por Ibn Daud.
Hind entró en la habitación, intentando contener la risa ante los esfuerzos del distinguido joven por mantener la sábana en su sitio.
Le contó que habían compartido una habitación en la Universidad de al-Azhar, que disfrutaban de su mutua compañía y que una noche su afinidad intelectual los había unido también físicamente.
-Podríamos ser grandes amigos, escribir poesía, cazar o discutir de astronomía juntos, pero ¿estás seguro de que cuando el sol se ponga querrás tener a una mujer entre tus brazos?
Me sentía confuso e inseguro, pero el tacto de tus manos sobre mis miembros fue una experiencia que repetiría no sólo por las noches, sino también a la luz del día.
Cisneros está sentado ante su escritorio, pensando: «Aunque mi piel parezca demasiado oscura, aunque mis ojos no sean azules, sino marrón oscuro, y mi nariz sea larga y ganchuda, estoy seguro, completamente seguro, de que mi sangre es pura.
Mis antepasados ya estaban aquí cuando vinieron los romanos y mi familia es mucho más antigua que los antecesores visigodos del noble conde, nuestro valiente capitán general.
¿O acaso algunos franciscanos traidores divulgan esa ponzoñosa falsedad para desacreditarme dentro de la Iglesia, con el fin de volver a falsear y confundir las distinciones entre nosotros y los seguidores de Moisés o del falso profeta Mahoma?
No me cabe la menor duda.» Pocas horas antes, un espía había informado a Cisneros de un incidente ocurrido al final de un banquete celebrado la noche anterior.
Al parecer, la concurrencia de comerciantes judíos y nobles musulmanes y cristianos se dispónía a deleitarse con la actuación de unas bailarinas, después de beber gran cantidad de vino, cuando un cortesano lamentó que el arzobispo de Toledo no hubiera podido asistir para disfrutar de tan agradable compañía.
Entonces, el capitán general, don Iñigo, había sugerido que su ausencia podría deberse al hecho de que, a la luz de las velas, sería imposible distinguirlo de un judío.
El capitán general no se había detenido allí, sino que había insistido en voz alta, y entre las risas de los asistentes, que sin duda ésa era la única razón por la cual Su Excelencia rehuía la compañía de los judíos aún más que la de los moros, añadiendo que si bien los rasgos de los moros eran difíciles de distinguir de los de los cristianos, los judíos habían empleado mayor esmero en preservar sus peculiares carácterísticas, como bien demostraba un examen exhaustivo de la fisonomía de Cisneros.
En ese momento, un noble moro con una expresión cómplice en sus ojos brillantes había interrogado al capitán general mientras se acariciaba su suntuosa barba roja.
Le había preguntado si era cierto que la razón del arzobispo para aniquilar a los seguidores del único Dios tenía que ver con su necesidad de probar la pureza de su raza, más que con la defensa de la Trinidad.
Cisneros despidió al espía con un gesto desdeñoso, como para demostrar que no estaba interesado en cotilleos triviales y maliciosos, pero en realidad estaba furioso.
Con semejantes pensamientos bullendo en su cabeza y aumentando la producción de bilis en su cuerpo, no era sorprendente que aquella mañana el arzobispo no tuviera una actitud particularmente benévolá.
Cisneros cayó de rodillas ante el gigantesco crucifijo que deslucía los intrincados dibujos geométricos de la pared, formados por baldosas de tres colores.
Iban en grupos de dos, tensos y nerviosos, comportándose como si no tuvieran relación unos con otros, pero unidos en la fe de que pronto obtendrían un doble triunfo: el odiado enemigo, el torturador de sus compañeros creyentes, pronto estaría muerto, y ellos, sus asesinos, se asegurarían el martirio y un tránsito fácil al paraíso.
Aquella misma mañana, Zuhayr había comenzado a escribir una carta a Umar, relatándole sus aventuras en el viaje a Gharnata, describiendo el penoso dilema al que había tenido que enfrentarse y explicando su decisión final de participar en una acción apoyada por todos, aunque él no estuviera de acuerdo:
entran en las iglesias y defecan en el altar, orinan en la pila de agua bendita, manchan los crucifijos con sustancias impuras y se marchan corriendo y riendo como seres que han perdido la cabeza.
Por suerte, nadie se dejó llevar por el pánico, pero cuando Barrionuevo se detuvo frente a Zuhayr, los otros tres grupos cambiaron su dirección y giraron hacia la izquierda, desapareciendo en un laberinto de callejuelas laterales, tal como habían acordado previamente.
Cuando estaban especulando y discutiendo si debían volver a las calles a investigar la situación, un viejo sirviente del funduq entró a toda prisa en la habitación.
Un conocido de Ibn Amín, un judío que venía del escenario de la batalla, les contó con emoción todo lo sucedido hasta el momento en que él había tenido que marcharse para atender a su padre enfermo.
El alguacil dijo que el arzobispo quería verlos hoy, y la viuda, enfadada por la presencia de los soldados, se negó a dejarlos entrar en la casa.
El alguacil estaba entre asustado y furioso por el desafío de la mujer, y ordenó a sus hombres que entraran en la casa y arrestaran a los hijos de la viuda.
Los fabricantes de panderos habían abandonado sus talleres en el rabbad al-Difaf para unirse a las masas y sumaban al ruido ambiental todos los sonidos posibles de sus instrumentos.
Una multitud de mujeres, viejas y jóvenes, con las caras descubiertas o cubiertas por un velo, alzaban el estandarte verde y gris de los caballeros moriscos, que ellos y sus antecesores habían cosido y bordado durante quinientos años en el rabbad al-Runud.
Zuhayr había pensado que nunca volvería a ver a su hermano, pero puesto que su plan de desafiar a caballeros cristianos se había desmoronado y la conspiración para asesinar a Cisneros había tenido que posponerse a la fuerza, el joven comenzaba a pensar una vez más en el futuro, y la imagen de Yazid, estudiándolo todo con sus ojos inteligentes, no lo abandonaba nunca.
Zuhayr, que estaba dispuesto a interceder en favor de los soldados, de repente se dio cuenta de que estaban en el rabbad al-Kuhl, la calle de los productores de antimonio.
El pasadizo había sido construido al mismo tiempo que la casa para facilitar la huida del comerciante o noble que allí viviera, cuando se hallara sitiado por rivales cuya facción había resultado victoriosa en las eternas intrigas palaciegas que proyectaban una sombra constante sobre la ciudad.
¡Cuántas veces había usado aquel pasadizo con los hijos de Ibn Hisham para abandonar la casa al anochecer y asistir a citas amorosas clandestinas!
Una vez fuera, el joven colocó la piedra en su sitio de inmediato, para que nadie pudiera recordar la ubicación en medio de la confusión general.
Entonces se encontraron con una escena que ninguno de ellos podría olvidar jamás: las espadas de los miles de hombres, mujeres y niños congregados cerca de Bab al-Ramla, unidos por un mismo espíritu de venganza.
En ese mismo sitio se habían reunido en 1492 para contemplar con incredulidad cómo se arriaba su estandarte en las almenas de la al-Hamra, al son de ensordecedoras campanadas intercaladas con himnos cristianos.
Lo moros de Gharnata no eran duros ni tercos, pero el hecho de que los entregaran a los cristianos sin concederles la oportunidad de resistir los había llenado de amargura.
La ira reprimida durante ocho años había brotado a la superficie y la gente estaba dispuesta a tomar medidas drásticas, como precipitarse en el interior de la al-Hamra para descuartizar a Cisneros, quemar iglesias o castrar a cualquier fraile que se cruzara por su camino.
Puesto que su último gobernante los había privado de la oportunidad de resistirse al ejército cristiano, sentían que había llegado la hora de reafirmar su propia voluntad.
Algunas personas -sobre todo aquellas que temen a las multitudes- creen que cualquier reuníón que supere la docena de personas se convierte en presa fácil para demagogos capaces de enardecer sus pasiones y convertirlos en seres irracionales.
En este caso, todas las rivalidades políticas y comerciales quedaron a un lado, las enemistades entre familias fueron olvidadas, se declaró una tregua entre las facciones teológicas opuestas del islamismo de Al-Ándalus y los fieles se unieron contra los ocupantes cristianos.
Ibn Wahab, el orgulloso e imprudente ejecutor del alguacil real, se subíó a una improvisada plataforma de madera, con la cabeza en las nubes.
Habló durante casi media hora con un lenguaje tan florido y afectado, tan lleno de metáforas y referencias a victorias del pasado, desde las de Dimashk a las del Magreb, que incluso los más compasivos miembros del público señalaron que el orador era como una vasija vacía, ruidosa, pero desprovista de contenido.
La única medida concreta propuesta por Ibn Wahab fue la inmediata ejecución de los soldados y la exhibición de sus cabezas en postes, pero al no haber respuesta del público, un qadi preguntó si alguien más deseaba hablar: -¡Si!
Por fin concluyó con una propuesta impopular: -Mientras os hablo, el soldado que fue testigo de la ejecución estará en la al-Hamra, contando lo sucedido con lujo de detalles.
Si no lo hacemos, los cristianos matarán a diez de nosotros por cada soldado, y yo os preguntó: ¿Acaso su muerte vale la destrucción de uno solo de nuestros fieles?
Cuando el qadi preguntó a la concurrencia si debían liberar o matar a los soldados, hubo una respuesta abrumadoramente mayoritaria en favor de la primera opción.
Los asombrados soldados inclinaron la cabeza en silencio, como gesto de gratitud, y corrieron con toda la velocidad que podían alcanzar sus piernas.
el soldado que había sido liberado en primer lugar había adornado su propio papel en los hechos, dando por sentado que sus compañeros ya habrían sido decapitados.
El arzobispo lo escuchó en silencio, luego se incorporó sin pronunciar una palabra, le hizo una seña al soldado para que lo siguiera y se dirigíó a las dependencias ocupadas por el conde de Tendilla.
-Como Su Excelencia comprenderá -comenzó Cisneros-, si no respondemos con firmeza a esta rebelión, todas las victorias obtenidas por los reyes en esta ciudad se verán amenazadas.
-Mi querido arzobispo -respondíó el conde con un tono engañosamente amistoso-, ojalá hubiera más personas como usted en las sagradas órdenes de nuestra Iglesia, tan leales al trono y tan preocupados por aumentar los bienes de la Iglesia, y por ende su peso e importancia.
Acordamos que se les concedería el derecho de adorar a su Dios y creer en su profeta sin interferencias, que se les permitiría hablar su lengua, casarse entre si y enterrar a sus muertos como han hecho durante siglos.
Cisneros sabía que la furia del capitán general se debía a su certeza de que era imprescindible una acción militar para restablecer el orden.
-Me sorprende que un gran jefe militar como usted, Excelencia, tenga tiempo para estudiar las distintas órdenes religiosas nacidas de nuestra Madre Iglesia.
Si lo desea, puede compararlas con los dos hijos amorosos de una madre viuda: el primero, duro y disciplinado, defiende a su madre de las indeseables atenciones de los pretendientes indignos, y el otro, igualmente afectuoso, pero más tranquilo y despreocupado, deja la puerta abierta sin importarle quién entra o sale.
Don Iñigo estaba indignado con el tono falsamente amistoso y paternalista del arzobispo, que ofendía su delicado sentido del orgullo.
Los panaderos habían cerrado sus tiendas y puestos de pasteles para reunirse en Bab al-Ramla, donde se distribuía gratuitamente comida y frutas confitadas.
El temor se había enterrado provisionalmente bajo la superficie y había sido reemplazado por un clima festivo, pero sólo una hora antes él había podido oír el latido de los corazones de la multitud.
Los ciudadanos mayores le recompensaron con anécdotas de las proezas de su bisabuelo, incluyendo muchas que ya había oído antes y otras que de ningún modo podían ser ciertas.
Sus pensamientos estaban en la al-Hamra, y allí habrían seguido si una voz familiar no lo hubiera despertado de su sueño: -Piensas que pronto sufriremos una gran calamidad, ¿no es cierto?
Estaba encantado de ver a al-Zindiq, y no sólo porque de ese modo podría robarle algunas ideas más, sino porque se alegraba de contemplarlo en todo su esplendor, recibiendo el reconocimiento de los gharnatinos.
-Mi joven amigo -le dijo a Zuhayr con una voz llena de afecto-, vivimos nuestras vidas bajo un arco que se extiende desde el nacimiento hasta la sepultura.
-Si -respondíó Zuhayr, comprendiendo adónde quería llegar el anciano-, pero la brecha entre la vejez y la juventud no está tan clara como tú sugieres.
Aunque aquel hombre debería haberse dejado guiar por la experiencia, obviar la respuesta y seguir andando, ante el asombro de los niños subíó al árbol y los pilló por sorpresa.
Su tendencia natural habría sido correr al lugar de la reuníón, pero se había alejado con pasos cuidadosamente medidos, con un cierto aire de importancia.
La asamblea de ciudadanos había elegido un comité de cuarenta hombres y los había autorizado para negociar en nombre de toda la ciudad.
Los trabajadores de los hornos, los picapedreros y los carpinteros habían organizado a la multitud en una vorágine de trabajo colectivo y la barricada se había construido con gran destreza, cerrando todos los puntos de entrada al barrio antiguo, al que el qadi solía llamar «la ciudad de los fieles».
El qadi no tuvo necesidad de evocar nuestro pasado ni de clamar al Todopoderoso para que actuaran de este modo.» El joven miró a su alrededor, buscando a al-Zindiq, pero era evidente que el anciano se había refugiado en algún sitio para pasar la noche.
Puertas de madera arrancadas, trozos de ladrillos, barras de acero y escombros de todo tipo formaban una especie de fortificación que el conde no había visto en ninguna de las numerosas batallas en que había combatido.
Sabía que necesitaría varios centenares de hombres más para derribar aquella estructura y también sabía que los moros no se quedarían mirándolos tranquilamente mientras lo hacían.
Por fin alzó la voz y gritó por encima de la barricada: -En nombre de nuestro rey y nuestra reina, os pido que retiréis este obstáculo y me permitáis entrar con mi escolta en la ciudad.
Los defensores habían retirado la barricada y hombres con antorchas condujeron al capitán general al mercado de seda, donde fue recibido por los Cuarenta en el almacén destinado a reuniones.
Aquellos de ustedes que abracen mi fe podrán conservar sus tierras, usar sus ropas y hablar su lengua, pero aquellos que continúen en la secta mahometana serán castigados.
»También puedo prometerles que no permitiré que la Inquisición entre en esta ciudad en los próximos cinco años, pero en contrapartida, los impuestos de la corona se doblarán a partir de mañana.
Entonces el qadi, que después de Ibn Wahab era el que más se había sentido afectado por las palabras del capitán, comenzó a hablar con voz inexpresiva: -Es obvio que antes de comenzar a azotar al caballo, se aseguran de que están bien sentados en la montura.
Él ha estado observando nuestra conducta en esta península durante mucho tiempo y sabe lo que hemos hecho en su nombre: unos fieles mataban a otros o destruían sus reinos entre si, mientras nuestros gobernantes vivían de una forma tan distinta a la de sus súbditos que su propio pueblo no estaba dispuesto a movilizarse para defenderlos.
Ibn Basit pensaba lo mismo, y fue él quien tomó la palabra para forzar el desenlace de la reuníón: -Amigos míos, es hora de que vayáis a despediros.
Habría dado cualquier cosa por encontrar a al-Zindiq, compartir una botella de vino con él y confiarle sus temores y dudas con respecto al futuro, pero el anciano ya había abandonado la ciudad.
Los incidentes de aquel día le habían puesto triste y nervioso, aunque en el fondo se sentía orgulloso del papel desempeñado por el hijo de Umar.
Contarían con orgullo a sus amigos que Zuhayr había cenado con su tío converso y al día siguiente la noticia llegaría extremadamente adornada al mercado, donde podría oírla cualquiera de los espías del arzobispo.
El cerdo no mancillaba su mesa, los criados de la cocina y del resto de la casa eran todos fieles, y si el viejo criado no mentía, Hisham seguía arrodillándose hacia el este cada día para rezar sus oraciones en secreto.
Sin embargo, he aprendido que la indiferencia total puede ser una muerte tan cruel como sucumbir ante un caballero vestido de armadura.
Si nos dejáramos guiar por las apariencias, llegaríamos a la conclusión de que los individuos pueden sobrevivir a cataclismos como el que nos ha tocado vivir sin mayor esfuerzo, pero la vida siempre es más compleja.
Sería preferible arrasarla, dejando sólo lo que existía al comienzo: una hermosa llanura surcada de arroyos y cubierta de árboles.
El hecho de que su tío Hisham, un hombre de gran riqueza e inteligencia, no pudiera encontrar satisfacción en su conversión al cristianismo justificaba el camino elegido por Zuhayr.
Parecía evidente que no podría volver a conciliar el sueño, pero permanecíó en la cama, completamente despierto, arropado bajo la colcha, aguardando los primeros ruidos del alba.
Aunque la ciudad ya no estaba despierta, como cuando Zuhayr había regresado al funduq desde la casa de su tío a última hora de la noche, parecía inmersa en la desesperación.
A Zuhayr le parecía un gesto innecesario, un absurdo exceso de celo por cumplir con las normas de la caballería, pero aceptó acompañarlos.
Por desgracia, no podemos quedarnos, así que os rogamos que presentéis nuestras disculpas y os aseguréis de que los obsequios, una pequeña muestra de nuestra estima, se entreguen a los dos caballeros en cuanto éstos se levanten.
Era imposible que trescientos hombres armados a caballo, la mayoría menores de veinte años, mantuvieran silencio cuando sus vidas iban a sufrir un cambio inminente, por lo tanto se oían gritos, murmullos y risitas nerviosas.
Uno de ellos fue fabricado esta misma mañana por los intestinos de este judío que tienes ante ti, y el otro, una ofrenda un poco más rancia, salíó de las entrañas del devoto moro a quien conoces por el nombre de Ibn Basit.
Este hecho, sin revelar nuestros verdaderos nombres, por supuesto, queda bien claro en la nota que les enviamos, donde también expresamos nuestro deseo de que disfruten de su desayuno.
Al-Zindiq creyó que Ama estaba a punto de llorar otra vez, pero su cara se puso gris y su respiración se volvíó ruidosa e irregular.
Él pensó en el pasado, en las palabras a medio decir, en la forma en que se habían engañado a si mismos y en el dolor que le había causado a Amira al enamorarse de Zahra.
De repente, él volvíó a verla como cuando tenía dieciocho años con la espesa cabellera negra y los ojos llenos de alegría.
Ella no insistía, de modo que lo que había comenzado como una afirmación de independencia asociada a la adquisición de madurez, había acabado por convertirse en un acto rutinario.
Incluso Ama, que había muerto pacíficamente mientras dormía, había expresado sus temores: -Esta aventura no traerá nada bueno, Ibn Umar -le había dicho a Yazid, que entonces no podía saber que serían prácticamente sus últimas palabras.
Los recelos de la anciana habían hecho que Yazid se replanteara todo el asunto, pues en el pasado, Ama siempre había defendido las acciones audaces de todos los miembros masculinos de la familia, por imprudentes que éstas fueran.
Echaba de menos a Ama mucho más de lo que estaba dispuesto a admitir, pero al menos al-Zindiq había ocupado su lugar, y el anciano estaba mejor informado sobre todo lo referente al movimiento de la luna y las estrellas.
Una vez, cuando le había hablado a al-Zindiq del encuentro proyectado por Ama, éste se había echado a reír y le había respondido algo realmente extraño: -De modo que Amira creía que iría directamente al séptimo cielo, ¿verdad?
Si bien antes de irse había rogado a sus padres que le permitieran llevarse a Yazid al otro lado del mar por una breve temporada, prometíéndoles traerlo de vuelta ella misma unos meses más tarde, Zubayda no había aceptado separarse de su hijo.
Así pues, Hind se había marchado sin su hermano, y esto, mucho más que la despedida de su casa ancestral, la había hecho llorar como una niña el día de la partida y también un día más tarde, en Malaka, cuando ella e Ibn Daud habían subido a bordo del barco que se dirigía al puerto de Tanja.
Zuhayr llevaba un antiguo estandarte, maravillosamente bordado, que le había entregado una anciana de Gharnata, jurándole que Ibn Farid lo había llevado en muchas batallas.
Por un momento parecíó que ambos habían sobrevivido a la embestida, pero cuando el caballo de don Alonso se acercó, notamos que su jinete había perdido la cabeza.
Su espada era una rama con la punta afilada con el cuchillo que le había regalado Zuhayr para su décimo cumpleaños y que él llevaba con orgullo a su cintura siempre que recibían invitados.
Sin embargo, pronto se cansó de sus fantasías, se sentó sobre la hierba, abríó uno de los frutos y se puso a beber su zumo, escupiendo las semillas después de cada mordisco.
Aquella voz familiar y odiosa pertenecía al principal administrador de Umar, Ubaydallah, quien, como había hecho antes su padre, guardaba una exhaustiva relación de todas las transacciones realizadas en la hacienda.
Nadie tenía una idea tan precisa como él sobre las tierras que poseía Umar, el capital que acumulaba en cada aldea, la cifra exacta de la venta de frutos secos del año anterior o la cantidad de trigo o arroz almacenados en los graneros subterráneos y su ubicación exacta.
Había oído decir a Ama cientos de veces que Ubaydallah era un pillo y un ladrón, que había robado tierras, comida y dinero de la hacienda durante años y que gracias a eso su hijo había abierto tres tiendas, dos en Qurtuba y una en Gharnata.
Debe de haber oído los cotilleos de la cocina, pues Umar bin Abdallah nunca se rebajaría a discutir esos asuntos en la mesa.» Sin embargo, cuando habló en voz alta, su tono sonó increíblemente hipócrita.
El halago no había surtido ningún efecto en él, y no porque no creyera en las palabras de Ubaydallah, sino porque en ese aspecto el niño se parecía mucho a su madre y a su padre: las alabanzas le resbalaban como las gotas de agua en las hojas de la fuente.
Para Yazid, como para su padre y abuelo antes que él, valía mucho más una torta de trigo endulzada con sirope de dátiles, ofrecida por un pobre campesino, que los mantones de seda con que Ubaydallah y su hijo obsequiaban a las damas de la casa.
El hombre mayor caminó a toda prisa hacia la cocina, y el niño mantuvo su postura erguida, sin relajarse hasta entrar en la casa.
Cuando cuatro criados entraron a recoger la mesa, el más viejo de ellos se arrodilló en el suelo y murmuró unas palabras al oído de su amo.
La última vez que Umar había presenciado una escena similar había sido el día en que había muerto su padre arrojado por un caballo.
A la segunda pregunta, yo respondí que había oído una versión diferente, con lo cual me gané una bofetada de su joven capitán, cuyos ojos brillan con un fuego demoníaco.
Yo le respondí que mi familia nunca se había convertido, que aunque estábamos en al-Hudayl desde el día de su fundación, nadie nos había sugerido nunca que debíamos abrazar la fe del profeta Mahoma y que siempre habíamos vivido en paz.
Yo le contesté que tendría mucho gusto en confesarme a ese sacerdote, pero que prefería quedarme en la casa donde habíamos nacido mi abuelo, mi padre y yo.
Sus cincuenta años de trabajo como administrador de tierras y de seres humanos le habían proporcionado una experiencia y unos conocimientos extraordinarios, que no hubiera podido encontrar en los libros.
Se había convertido en un agudo observador de la naturaleza humana, y gracias a eso había notado que el capitán era un ser condenado por su creador.
-¿Es verdad que en el palacio de Abenfarid aún ondea un viejo estandarte, con el dibujo de una llave azul sobre un fondo plateado y con alguna monserga escrita en su lengua?
Tras la partida de Ubaydallah y sus compañeros, el capitán, aún sin bajarse del caballo, ordenó a los dos oficiales que habían presenciado la conversación que formaran a los soldados, pues quería hablarles antes de entrar en la aldea.
Las órdenes de Su Excelencia el arzobispo fueron muy claras: mañana por la mañana quiere indicar a los cartógrafos que borren al-Hudayl de los nuevos mapas que están preparando.
Un hombre alto, de cabello gris y cincuenta y tantos años, cuyo padre había luchado bajo la bandera de Ibn Farid, caminó hacia el frente y se situó delante del capitán.
Se convertirán al cristianismo para salvar sus vidas, pero luego se transformarán en un veneno, ¿me oye?, en un veneno permanentemente infiltrado en nuestra piel, en un veneno cada vez más difícil de eliminar.
Las puertas de la muralla que rodeaba la casa eran la única vía de acceso al hogar ancestral del Banu Hudayl y habían sido cerradas a cal y canto.
Construidas de madera firme, de ocho centímetros de espesor, y reforzadas con barras de hierro, hasta el momento habían tenido una función meramente simbólica.
No habían sido fabricadas para resistir un sitio y jamás habían estado cerradas antes, ya que nunca se había concedido ninguna importancia militar a la aldea ni a la casa.
No era el momento apropiado para gestos heroicos, como los que habían causado la muerte de tantos miembros de su propia familia, de modo que ordenó quitar de la muralla el estandarte con la cruz plateada sobre fondo azul y lo mandó colgar de las puertas.
Varios centenares de aldeanos habían buscado refugio tras las murallas de la casa y comían en los jardines, mientras una multitud de niños jugaban en el patio exterior, felizmente ajenos al peligro que les acechaba.
Mientras caminaba de regreso a la aldea, un caballero, alentado por sus amigos, desenvainó la espada y lo atacó sin darle tiempo a reaccionar.
Aquella espontánea demostración de afecto agradó al niño, pero también le molestó, pues estaba haciendo grandes esfuerzos para comportarse como un hombre.
Por fin contempló la masacre: las casas habían sido incendiadas y los cuerpos yacían, desperdigados, en los alrededores de lo que poco antes era la mezquita.
Todos habían visto el fuego en la aldea y estaban sentados en el suelo, contemplando cómo las llamas se fundían con el sol poniente en el horizonte.
El niño insistíó aún en llevar su juego de ajedrez con él, y después de cogerlo, le dio la mano al cocinero a regáñadientes y se marchó con él hacia el jardín.
Yazid vaciló un momento y miró hacia la casa, pero el Enano le dio un pequeño empujón y el niño comenzó a descender por la estrecha escalera.
La rápida destrucción de la aldea y los cadáveres que habían pisoteado sus caballos en el camino a la casa habían engendrado en ellos una engañosa sensación de seguridad.
Los intrusos intentaron salir del zaguán hacia el patio exterior, pero no fueron lo bastante rápidos, pues Umar y su improvisada caballería cargaron contra ellos con gritos aterradores.
Sólo puedo ver muerte a mi alrededor» Ese pensamiento acababa de cruzar por su mente, cuando oyó el grito de alguien que aún no había acabado de cambiar la voz: -¡No tengáis piedad con los infieles!
El resultado fue un feroz combate mano a mano, mientras el patio vibraba con el entrechocar del acero y el estrépito de los golpes, intercalados con gritos y exclamaciones de «¡Alá es grande!» y »¡Por la santa Virgen, por la santa Virgen!».
La aldea despojada de sus habitantes, mujeres y niños atravesados por espadas, mezquitas entregadas a las llamas y campos desiertos.
Si no lo hubieran sujetado, Yazid se habría internado entre las llamas para buscar a su madre y habría muerto quemado, pero lo obligaron a volver con el capitán, que en ese momento se dispónía a montar su caballo.
Aunque acostumbraban a cumplir sus órdenes de inmediato, era evidente que el niño había perdido la cabeza, y ambos vacilaron ante la perspectiva de cometer un crimen a sangre fría.
Los fuegos se habían apagado y todo estaba oscuro, como miles de años antes, cuando aquélla era una tierra salvaje, sin casas ni personas que las habitaran.
El Enano, con los ojos paralizados de horror, estaba sentado en el suelo con el cuerpo de Yazid entre sus brazos, balanceándose suavemente de adelante hacia atrás.
Zuhayr estaba a punto de matar a su yegua de agotamiento, pues había cabalgado sin detenerse desde el mismo momento en que Ibn Basit le había contado que había visto a varios centenares de soldados en los alrededores de al-Hudayl.
Cuando entraba en el patio vio la cabeza de su padre en la punta de una lanza que estaba firmemente clavada en el suelo.
Sólo cuando Yazid estaba bajo la tierra, después de rellenar la tumba con la tierra recién cavada, Zuhayr, que hasta aquel momento había demostrado una serenidad sobrehumana, se trastornó y comenzó a gritar.
Una vez desenterradas las cinco bolsas de cuero llenas de monedas de oro, Zuhayr ensilló su caballo y preparó otro para el Enano, regulando los estribos a la altura de sus cortas piernas.
Tras describir la destrucción de la aldea y de la casa, le rogaba a Hind que no regresara nunca: Qué afortunada has sido al encontrar un hombre tan digno de ti y tan prudente como Ibn Daud.
Te confieso que una parte de mi desearía irse a Fez con el viejo cocinero para visitarte a ti y a Ibn Daud, para ver nacer a tus hijos y comportarme con ellos como un tío.
Al amanecer, salíó de la habitación a hacer sus abluciones, y cuando regresó, encontró a Zuhayr sentado en la cama, contemplando la luz matinal que entraba por la ventana.