Nació allí como podría haber nacido en cualquier otra parte, al azar del itinerario de una oscura compañía teatral donde actuaban sus padres, y que ofrecía un característico repertorio que combinaba Hamlet y Macbeth con dramas lacrimosos y comedias de magia.
Edgar habría de fabricar en su juventud mitológicas genealogías, de las cuales la más notable (que muestra pronto su tendencia a lo truculento) lo presenta como descendiente del general Benedict Arnold, famoso en los anales de la traición.
Su sangre inglesa y norteamericana (todavía la misma, aunque se repelieran políticamente) le llegaba doblemente debilitada e impura por la mala salud de sus padres, tuberculosos ambos.
El carácter del poeta no puede ser comprendido si se descuidan dos influencias capitales en su infancia: la importancia psicológica y afectiva que tiene para un niño saber que carece de padres y que vive de la caridad ajena (caridad sumamente peculiar, como se verá), y la residencia en el Sur.
La llamada «línea de Mason y Dixon», que marcaba el extremo meridional de Pensilvania, valía también como límite del «Norte» y el «Sur», de las tendencias que pronto fermentarían en el abolicionismo y el régimen esclavista y feudal sureño.
Muchas de sus críticas a la democracia, al progreso, a la creencia en la perfectibilidad de los pueblos, 1 Esta noticia de los hechos salientes de la vida de Poe sigue, en líneas generales, la biografía de Hervey Allen, Israfel, The Life and Times of Edgar Allan Poe, la más completa hasta la fecha junto con la de Arthur Hobson Quinn.
Otros elementos sureños habrían de influir en su imaginación: las nodrizas negras, los criados esclavos, un folklore donde los aparecidos, los relatos sobre cementerios y cadáveres que deambulan en las selvas bastaron para organizarle un repertorio de lo sobrenatural sobre el cual hay un temprano anecdotario.
John Allan, su casi involuntario protector, era un comerciante escocés emigrado a Richmond, donde tenía en sociedad una empresa dedicada al comercio del tabaco y otras actividades curiosamente disímiles, pero propias de un tiempo en que los Estados Unidos eran un inmenso campo de ensayo.
Uno de los renglones lo constituía la representación de revistas británicas, y en las oficinas de Ellis & Allan el niño Edgar se inclinó desde temprano sobre los magazines trimestrales escoceses e ingleses y trabó relación con un mundo erudito y pedante, «gótico» y novelesco, crítico y difamatorio donde los restos del ingenio del siglo XVIII se mezclaban con el romanticismo en plena eclosión, donde las sombras de Johnson, Addison y Pope cedían lentamente a la fulgurante presencia de Byron, la poesía de Wordsworth y las novelas y cuentos de terror.
Frances Allan, primera influencia femenina benéfica en la vida de Poe, amó desde el comienzo a Edgar, cuya figura, bellísima y vivaz, había sido el encanto de las admiradoras de la desdichada Mrs.
Muy pronto aprendió los poemas al gusto del día (Walter Scott, por ejemplo), y las damas que visitaban a Frances Allan a la hora del té no se cansaban de oírle recitar, grave y apasionadamente, las extensas composiciones que se sabía de memoria.
Su mammy, la nodriza negra de todo niño de casa rica en el Sur, debió de iniciarlo en los ritmos de la gente de color, lo que explicaría en parte su interés posterior, casi obsesivo, por la escansión de los versos y la magia rítmica de El cuervo, de Ulalume, de Annabel Lee.
Y además estaba el mar, representado por sus embajadores naturales, los capitanes de veleros, que acudían a las oficinas de Ellis & Allan para discutir los negocios de la firma, y que bebían con los socios mientras narraban largas aventuras.
El pequeño Edgar debió de entrever, ansioso oyente, las primeras imágenes de Arthur Gordon Pym, del remolino del Maelström, y todo ese aire marino que circula en su literatura y que él supo recoger en velámenes que todavía impulsan a sus barcos de fantasmas.
y su cargada herencia sólo se manifiesta en detalles de precocidad, de talento anormalmente desarrollado, en un carácter donde el orgullo, la excitabilidad, la violencia que nace de una debilidad fundamental, lo estimulaban a adelantarse en todos los caminos y a no tolerar competidores.
«Helen» es la primera mujer —en una larga galería— de quien Edgar Poe habría de enamorarse sabiendo que era un ideal, sólo un ideal, y enamorándose porque era ese ideal y no meramente una mujer conquistable.
«Helen, tu belleza es para mí como esas remotas barcas niceas que, dulcemente, sobre un mar perfumado, traían al cansado viajero errabundo de retorno a sus playas nativas», escribiría de ella un día en uno de sus poemas más misteriosos y admirables.
Exteriormente, las diferencias de edad y de estado social condicionaron el diálogo, hicieron de esa relación un coloquio amistoso que continuó hasta el día en que Edgar no pudo visitar más la casa de los Stanard.
Incapaz de suavizar asperezas o de conciliarse el afecto de su protector mediante una conducta adaptada a sus gustos, emprendía ya un camino anárquico al que su temperamento y sus gustos lo predisponían naturalmente.
pero no parecía feliz, y ni siquiera el traslado a una nueva y magnífica casa que la flamante fortuna de su protector requería, y la comodidad de una excelente habitación, bastaban para alegrarlo.
Es harto probable que sus altaneras declaraciones a John Allan sobre sus propósitos de llegar a ser un poeta encontraran una fría, irónica respuesta en los ojos y las palabras del comerciante.
Intervalo dulce, porque Edgar acababa de enamorarse de una jovencita de bellos rizos, Sarah Elmira Royster, que habría de representar un extraño papel en su vida, desapareciendo tempranamente para surgir en los últimos tiempos.
Royster, y de esa conversación en beneficio de los hijos nació una torpe traición: las cartas de Edgar a Elmira fueron interceptadas, y más tarde se obligó a la niña a que aceptara el presunto olvido de su novio como prueba de desamor y se casara con un tal Mr.
De la vida estudiantil de Poe hay numerosos documentos que prueban el clima de libertinaje y anarquía de la flamante Universidad fundada con tantas esperanzas por Thomas Jefferson, y su influencia catalizadora de las tendencias hasta entonces latentes en el poeta.
Los estudiantes, hijos de familias adineradas, jugaban por dinero, bebían, disputaban y se batían en duelo, endeudándose con la mayor extravagancia, seguros de que sus padres pagarían al final de cada período escolar.
Hasta cierto punto, tenía razón: su protector lo había criado y educado en un nivel social que entrañaba determinadas exigencias económicas.
Proporcionarle con una mano la mejor educación de la época y negarle con la otra el dinero necesario para no tener que avergonzarse ante los camaradas sureños, revelaba no sólo falta de bondad, sino de sentido común e inteligencia.
Poe comenzó a escribir a «casa» pidiendo pequeñas sumas, haciendo minuciosos estados de cuenta para mostrar a Allan que las cantidades recibidas no bastaban para subvenir a sus gastos elementales.
Si Allan maduraba ya el proyecto de buscar motivos de querella y desentenderse finalmente de Edgar, aprovechando la enfermedad cada vez más grave de Frances para librarse de ese molesto obstáculo en sus futuros proyectos, no hay duda de que la conducta de Poe en la Universidad le dio amplio motivo para resolverse.
Pero a Pushkin el alcohol no le hacía daño, mientras que desde el principio provocó en Poe un efecto misterioso y terrible, del que no hay una explicación satisfactoria como no sea la de su hipersensibilidad, sus taras hereditarias, esa «maraña de nervios» al descubierto.
Habla y traduce las lenguas clásicas sin esfuerzo aparente, prepara sus lecciones mientras otro alumno está recitando y se gana la admiración de profesores y condiscípulos.
Sus cartas a John Allan describen con vividas imágenes el clima peligroso de aquella Universidad, donde los estudiantes se amenazan con pistolas y luchan hasta herirse gravemente, entre dos escapatorias a las colinas y alguna francachela en las tabernas de los aledaños.
No hay que extrañarse de que en casa de Allan la atmósfera se volviera tensa y que, apenas pasado el tácito armisticio de Navidad y las fiestas de fin de año, la querella entre los dos hombres, que se miraban ahora de igual a igual, estallara en toda su violencia.
Edgar se embarcó rumbo a Boston para probar fortuna, y entre 1827 y 1829 se abre en su vida un paréntesis que los biógrafos entusiastas llenarían más tarde con fabulosos viajes a ultramar y experiencias novelescas en Rusia, Inglaterra y Francia.
fue así como reunió el material para el futuro Escarabajo de oro, aprovechando el pintoresco escenario que rodeaba al fuerte Moultrie, en la Carolina, donde pasó la mayor parte de ese tiempo y donde la adolescencia quedó irrevocablemente atrás.
El tedio insoportable de aquella mediocre compañía humana, con la cual se veía obligado a alternar y su invariable resolución de consagrarse a la literatura, para la cual requería tiempo, bibliotecas, contactos estimulantes, lo forzaron finalmente a reanudar relaciones con John Allan.
El ingreso de Edgar en West Point fue precedido por una visita a Baltimore en busca y reconocimiento de su verdadera familia, que, frente a la mala voluntad de su guardián, asumía para él una importancia creciente.
Pero en mayo de 1829, solo, con el escaso dinero que le ha dado Allan para vivir y tramitar el no fácil ingreso a West Point, Edgar se lanza a establecer los primeros contactos sólidos con editores y directores de revistas.
David Poe, abuela paterna de Edgar, el hermano mayor de éste (personaje borroso que moriría a los veinticuatro años y en quien la herencia familiar se acusó más rápida y violentamente) y los hijos de Mrs.
Clemm es casi innecesario adelantar que fue en todo sentido el ángel guardián de Edgar, su verdadera madre (como habría de decirlo en un soneto), la «Muddie» de las horas negras y de los años tortuosos.
Edgar sabía de sobra que no estaba hecho para ser soldado, ni siquiera en el orden físico, porque su excelente salud de los quince años empezaba a resentirse tempranamente, y el entrenamiento severísimo de los cadetes no tardó en resultarle penoso, casi insoportable.
Pero su cuerpo obedecía en gran medida al desgano, a la tristeza que lo invadía en un ambiente donde pocos minutos diarios podían consagrarse a pensar (a pensar fuera de los textos, es decir, a pensar poesía, a pensar literatura) y a escribir.
Edgar se refugió entonces en el prestigio que le daba el ser un «viejo» al lado de sus bisoños compañeros, y en su facilidad para mentir imaginarios viajes, aventuras novelescas que muchos creyeron y que plagarían medio siglo después tantas biografías del poeta.
Ahogado por la atmósfera vulgar, ramplona, carente hasta la náusea de imaginación y capacidad creadora, se defendió encerrándose, meditando ya los elementos de su futura poética (con gran ayuda de Coleridge).
Escéptico por lo que concernía a Allan, poco podía importarle que éste se disgustara o no de su decisión, y decidió hacerse expulsar, única forma posible de salir de West Point sin violar el juramento pronunciado.
Pero antes, y dando una de sus raras muestras de auténtico humor, Poe había conseguido, con ayuda de un coronel, que los cadetes costearan por suscripción su nuevo libro de versos, compuesto durante la breve permanencia en West Point.
La ruptura con Allan parecía definitiva y se complicó por un grave error de Edgar, quien, en un momento de ofuscación, había escrito a uno de sus acreedores excusándose por no pagar a causa de la tacañería de su tutor, y agregando que éste estaba pocas veces sobrio.
En esos versos (que sufrirán más adelante infinitas modificaciones) los rasgos centrales de su genio poético brillan inequívocos —salvo para los escasos críticos que se ocuparon entonces del volumen—.
La magia verbal donde, por lo menos en lo que a su poesía se refiere, se ahínca lo más asombroso de su genio, irrumpe como portadora de un oscuro mensaje lírico, sea el de los poemas amorosos en que desfilan las sombras de Helen o de Elmira, sea el de los cantos metafísicos y casi cosmogónicos.
Clemm, llevaba en el bolsillo la prueba palpable de que su decisión había sido justa y de que, al margen de todas las debilidades, los vicios y las flaquezas, había sido y era «fiel a sí mismo», por más caras que fuesen las consecuencias presentes y futuras.
A poco de llegar a Baltimore, murió su hermano mayor, y Edgar pudo instalarse y trabajar con relativa comodidad en la buhardilla que había compartido con el enfermo.
Su atención, hasta entonces dedicada íntegramente a la poesía, va a volverse hacia el cuento, género más «vendible» —lo cual en esos momentos constituía un argumento capital—, y que interesaba además como género literario al joven escritor.
Poe advirtió muy pronto que su talento poético, debidamente encauzado, podía crear en el cuento una atmósfera especialísima subyugadora, que él debió de atisbar el primero con irreprimible emoción.
No era Edgar hombre de incurrir en esos fáciles errores, y su primer relato publicado, Metzengerstein, nació como Palas armado de punta en blanco con todas las cualidades que habrían de alcanzar perfección unos años después.
«Por el amor de Cristo, no me dejes perecer por una suma de dinero cuya falta ni siquiera notarás…» Allan intervino de manera indirecta —y por última vez—;
Al criticar la formación literaria y cultural de Poe no debería olvidarse que en los años 1831 y 1832, cuando su carrera de escritor quedó definitivamente sellada, Edgar trabajaba acosado por el hambre, la miseria y el temor;
el hecho de que pudiera seguir adelante y remontar día a día nuevos peldaños hacia su propia perfección literaria prueba toda la fuerza que habitaba en ese gran débil.
Para Mary, el poeta representaba el misterio y, en cierto modo, lo prohibido, pues corrían ya rumores sobre su pasado, en gran medida sembrados por él mismo.
Poe tenía unos cinco pies y ocho pulgadas de estatura, cabello oscuro, casi negro, que usaba muy largo y peinado hacia atrás como los estudiantes.
Poe atravesó tal como estaba la ciudad, seguido de una turba de chiquillos, armó un escándalo en la puerta de Mary, se metió en su casa y acabó tirándole la fusta a los pies, mientras decía: «¡Toma, te regalo esto!» Pero la anécdota es importante: por primera vez vemos a Edgar con las ropas destrozadas, perdido todo dominio de sí mismo;
Volvió a perder la serenidad de la manera más lamentable, sobre todo porque no tuvo el valor de enfrentar a Allan, y salió de la casa en el preciso momento en que aquél, presurosamente reclamado, acudía con el estado de ánimo imaginable.
A comienzos de 1834 le llegó la noticia de que Allan estaba moribundo y, sin pensarlo dos veces, se lanzó a una segunda e insensata visita a «su» casa.
Rechazando al mayordomo, que debía de tener instrucciones de no dejarlo entrar, voló escaleras arriba para detenerse en la puerta de la habitación donde John Allan, paralizado por la hidropesía, leía el diario en un sillón.
Si en aquel tiempo no era insólito que las mujeres se casaran a los catorce años, el hecho de que Virginia no estuviera mentalmente bien desarrollada, y diera hasta su muerte la impresión de una niña, agrega un elemento penoso al episodio.
«Muddie» consintió en el noviazgo y en la boda (aunque ésta tuvo lugar secretamente para no provocar la cólera harto imaginable del resto de la familia), y el consentimiento tiene su importancia.
Lo único verosímil es suponer una inhibición sexual de carácter psíquico, que obligaba a Poe a sublimar sus pasiones en un plano de ensueño e ideal, pero que a la vez lo atormentaba al punto de exigirle por lo menos una fachada de normalidad, provista en este caso por su casamiento con Virginia.
Allí apareció Berenice, y meses más tarde Edgar regresaría, una vez más, a «su» ciudad virginiana para incorporarse a la redacción de la revista y asumir su primer empleo estable.
Era bello, fascinador, hablaba admirablemente bien, miraba como si devorara con los ojos, y escribía extraños poemas y cuentos que hacían correr por la espalda ese frío delicioso que buscaban los suscriptores de revistas literarias al uso de los tiempos.
Al salir de una de sus borracheras, Edgar escribe desesperado a un amigo — mientras le oculta con típica astucia la verdadera razón—: «Me siento un miserable y no sé por qué…
Por supuesto, perdió su empleo, pero el director del Messenger estimaba a Poe y volvió a llamarlo, aconsejándole que viniera con su familia y que viviera junto a ella lejos de cualquier lugar donde hubiera vino en la mesa.
Aquel período —en el que sin embargo empezaban las recaídas en el alcohol, cada vez más frecuentes—, se tradujo en reseñas y ensayos de una fertilidad extraordinaria.
Afirmada su fama de crítico, los círculos literarios del norte, para quienes el sur no había significado jamás nada importante en el orden intelectual, se mostraban tan ofendidos como furiosos contra aquel «Mr.
Poe» que osaba denunciar sus cliques, sus bombos, y desollaba vivos a sus malos escritores y poetas, sin importársele un ardite de la reacción que provocaba.
Más se hubieran irritado de saber que Edgar acariciaba cada vez con mayores deseos la posibilidad de abandonar el campo demasiado estrecho de Virginia y probar su suerte en Filadelfia o Nueva York, los grandes centros de las letras norteamericanas.
Su alejamiento del Messenger se vio precipitado por las deudas, el descontento del director y las continuas ausencias provocadas por el aplastante efecto que en él provocaba la bebida.
La mejor prueba de la situación por la que pasaban la da el hecho de que Edgar se prestó a publicar bajo su nombre un libro de texto sobre conquiliología, que no pasaba de ser la refundición de un libro inglés sobre la materia y que preparó un especialista con la ayuda de Poe.
Más tarde ese libro le trajo un sinfín de disgustos, pues lo acusaron de plagio, a lo cual habría de contestar airadamente que todos los textos de la época se escribían aprovechando materiales de otros libros.
Al año siguiente nacerá otro aún más extraordinario, La caída de la casa Usher, en el que los elementos autobiográficos abundan y son fácilmente discernibles, pero donde, sobre todo, se revela —después del anuncio de Berenice y el estallido terrible de Ligeia— el lado anormalmente sádico y necrofílico del genio de Poe, así como la presencia del opio.
Virginia con sus modales siempre pueriles, lo esperaba de tarde con un ramo de flores, y nos han quedado numerosos testimonios de la invariable ternura de Edgar hacia su «mujer-niña», y sus mimos y atenciones para con ella y «Muddie».
«Razones al margen de mi voluntad me han impedido en todo momento esforzarme seriamente por algo qué, en circunstancias más felices, hubiera sido mi terreno predilecto», habría de escribir en los tiempos de El cuervo.
Pero la refundición de esta revista con otra, bajo el nombre de Graham’s Magazine, le permitió, después de un período penoso y oscuro, en el que estuvo enfermo (se sabe de un colapso nervioso), reanudar su trabajo como director literario, en condiciones más ventajosas.
Pero para Poe, obsesionado por la brillante perspectiva de editar por fin su revista (sobre la cual había enviado circulares y requerido colaboraciones), el trabajo en el despacho del Graham’s debía resultar mortificante.
A un amigo que le buscaba en Washington un empleo oficial que le permitiera al mismo tiempo escribir con libertad, le dice en una carta: «Acuñar moneda con el propio cerebro, a una señal del amo, me parece la tarea mas dura de este mundo…» Entretanto, había que ganar esos pocos dólares, y ganarlos bien.
Lo único seguro es que este cambio de técnica, más que de tema, prueba la amplitud y la gama de su talento y la perfecta coherencia intelectual que poseyó siempre, y de la que Eureka habría de ser la prueba final y dramática.
Tras él apareció El misterio de Marie Rogêt, sagaz análisis de un asesinato que apasionaba entonces a los amigos de un género considerado años atrás por De Quincey como una de las bellas artes.
Pero el lado macabro y mórbido corría paralelo al frío análisis, y Poe no renunciaba a los detalles espeluznantes, al clima congénito de sus primeros cuentos.
«Mis enemigos atribuyeron la locura a la bebida, en vez de atribuir la bebida a la locura…» Empieza para él una época de fuga, de marcharse de su casa, de volver completamente deshecho, mientras «Muddie» se desespera y trata de ocultar la verdad, limpiar las ropas manchadas, preparar una tisana para el infeliz, que delira en la cama y tiene atroces alucinaciones.
Y hacia julio de 1842, perdido por completo el dominio de sí mismo, hizo un viaje fantasmal de Filadelfia a Nueva York, obsesionado por el recuerdo de Mary Devereaux, la muchacha a cuyo tío había dado de latigazos.
Luego se quedó a tomar el té (uno imagina las caras de Mary y su hermana, a quienes les tocó recibirlo a la fuerza, pues se había metido en la casa en su ausencia), y por fin se marchó, no sin antes desmenuzar con un cuchillo algunos rábanos y exigir que Mary cantara su melodía favorita.
En una carta, Poe se defendió alguna vez de las acusaciones que le hacían, señalando que el mundo sólo lo veía en los momentos de locura, pero que ignoraba sus largos períodos de vida sana y laboriosa.
No todos los críticos de Poe han sabido estimar la enorme acumulación de lecturas de que fue capaz, su voluminosa correspondencia y, sobre todo, el bulto de su obra en prosa, cuentos, ensayos y reseñas.
tampoco extrañará que Poe, sabiendo que las consecuencias eran menos sórdidas, volviera siempre que podía al opio para olvidarse de la miseria, para salirse del mundo con más dignidad por algunas horas.
Durante un breve período, la amistad de escritores y críticos importantes y su propio optimismo, casi siempre mal fundado, hicieron creer a Poe que su revista alcanzaría a materializarse.
Terminó por encontrar a un caballero dispuesto a financiarla, y entonces sus amigos de Washington lo llamaron a la capital, a fin de que pronunciara una conferencia, recogiera suscripciones a la revista y fuera presentado en la Casa Blanca, de donde, sin duda, saldría con un nombramiento capaz de ponerlo al abrigo de la miseria.
Sus amigos no pudieron hacer nada por un hombre que insistía en presentarse ante el presidente de los Estados Unidos con la capa negra puesta del revés, y que recorría las calles querellándose con todo el mundo.
Hubo que meterlo en un tren de vuelta, y la peor consecuencia fue que el caballero que pensaba financiar la revista se atemorizó muy explicablemente y no quiso volver a oír hablar del asunto.
Dejaba muchos amigos fieles, pero una gran cantidad de enemigos: los autores maltratados en sus reseñas, los envidiosos profesionales, los Griswold, y también tantos que tenían fundados motivos de agravio contra él.
No lejos de ahí, quizá en algún balcón, un caballero de aire grave, vestido de negro, debió de contemplar la escena con una sonrisa indefiniblemente irónica.
El calor del verano hacía daño a la desfalleciente Virginia, y Edgar buscó, reuniendo dinero con su trabajo periodístico, algún lugar en las afueras de Nueva York donde pasar los meses de estío.
Edgar empezó a escribir regularmente, y los cuentos y artículos se sucedían y hasta se publicaban en seguida, porque el nombre del autor bastaba para interesar a los lectores de todo el país.
El cuervo alcanzó aquel verano su versión casi definitiva —pues los retoques de Edgar a sus poemas eran infinitos y se multiplicaban en tas diferentes publicaciones de cada uno—.
El autor lo leyó a muchos amigos, y hay anécdotas que lo muestran recitando el poema y pidiendo luego la opinión de los presentes, con vistas a posibles cambios.
pero la estructura central, a la que se alude en el ensayo, pudo nacer de un proceso lógico (poéticamente lógico, mejor, y todo poeta sabe que no hay contradicción en los términos) como el que se describe en el ensayo.
Hábilmente preparada por Poe y sus amigos, la publicación de El cuervo conmovió los círculos literarios y todas las capas sociales, hasta un punto que actualmente resulta difícil imaginar.
La misteriosa magia del poema, su oscuro llamado, el nombre del autor, satánicamente aureolado con una «leyenda negra», se confabularon para hacer de El cuervo la imagen misma del romanticismo en Norteamérica, y una de las instancias más memorables de la poesía de todos los tiempos.
El público acudía a sus conferencias con el deseo de oírle recitar El cuervo —experiencia memorable para muchos oyentes y de la cual quedan testimonios inequívocos—.
Modulaba la voz con asombrosa destreza y sus grandes ojos, de variable expresión, miraban serenos o infundían una ígnea confusión en los de sus oyentes, mientras su rostro resplandecía o manteníase inmutablemente pálido, según que la imaginación apresurara el correr de su sangre o la helara en torno al corazón.
Partiendo bruscamente de una proposición planteada exacta y agudamente en términos de máxima sencillez y claridad, rechazaba las formas de la lógica habitual y, en un cristalino proceso de acumulación, alzaba sus demostraciones oculares en formas de grandeza tan lúgubre como fantasmal o en otras de la más aérea y deliciosa belleza, tan detallada y claramente y con tanta rapidez, que la atención quedaba encadenada en medio de sus asombrosas creaciones;
todo ello hasta que él mismo disolvía el embrujo y traía otra vez a sus oyentes a la existencia más baja y común mediante fantasías vulgares o exhibiciones de las pasiones más innobles…» Hasta por el mismo zarpazo final el testimonio es válido viniendo de quien viene.
La creciente agravación de Virginia y ese oscilar entre esperanza y desesperación que el poeta mencionó alguna vez como algo peor que la muerte misma de su mujer, podían más que sus fuerzas.
En este momento empieza para Poe una época de total desequilibrio anímico, de entrega a las amistades apasionadas con escritoras prominentes de Nueva York, episodios que en nada afectan su tierno y angustioso cariño por Virginia.
Una Frances Osgood, en cambio, poetisa y gran lectora, unía a su imagen llena de gracia la cultura capaz de medir a Poe en su verdadero valor.
Y además Edgar huía de la miseria, de los sucesivos y cada vez más lamentables cambios de domicilio, de las querellas en el Broadway Journal, donde su egotismo, pero también su primacía intelectual, le creaban continuos conflictos con sus socios.
Osgood se veía comprometida por los rumores que obligaban a su amiga (enferma, a su vez, de tuberculosis) a retirarse de la escena, dejándolo otra vez frente a sí mismo.
Un episodio lo prueba: invitado por los bostonianos a pronunciar una conferencia, parece ser que bebió tanto los días anteriores que, llegado el momento, se encontró sin material para ofrecer al público.
La crítica se mostró severa y él pretendió que lo había hecho ex profeso para vengarse de los bostonianos, del «estanque de las ranas» literarias que detestaba.
Las damas se reunían a leer poemas, propios y ajenos, e intrigaban entre sonrisas y cumplidos, procurando críticas favorables de los colaboradores de las revistas literarias.
Publicó en el Godey’s Lady’s Book una serie de treinta y tantas críticas, casi todas implacables, que produjo terrible conmoción, réplicas furibundas, odios y admiraciones igualmente exagerados.
Los Poe seguían mudándose de casa una y otra vez, hasta que, en mayo de 1846, buscando aire puro para la moribunda Virginia, dieron con un cottage en Fordham, en las afueras de la ciudad.
Su fama traía numerosos visitantes al placentero cottage, y de ellos quedan testimonios de ternura, la delicadeza de Edgar para con Virginia y de los esfuerzos de «Muddie» para darles de comer.
Los círculos literarios de Nueva York supieron lo que ocurría, y la muerte inminente de Virginia ablandó muchos corazones que, de tratarse sólo de Poe, no se hubieran mostrado tan accesibles.
Los amigos recordaban cómo Poe siguió el cortejo envuelto en su vieja capa de cadete, que durante meses había sido el único abrigo de la cama de Virginia.
El año 1847 mostró a Poe luchando contra los fantasmas, recayendo en el opio y el alcohol, aferrándose a una adoración por completo espiritual de Marie Louise Shew, que había ganado su afecto durante la agonía de Virginia.
Y entonces entra en escena la etérea Sarah Helen Whitman, poetisa mediocre pero mujer llena de inmaterial encanto, como las heroínas de los mejores sueños vividos o imaginados por Edgar, y que además se llama Helen, como él había llamado a su primer amor de adolescencia.
Poe descubrió de inmediato sus afinidades con Helen, pero el mejor índice de su creciente desintegración lo da el hecho de que, en 1848, mientras por una parte mantiene correspondencia amorosa con Mrs.
Annie Richmond, cuyos ojos le causan profunda impresión (uno piensa en los dientes de Berenice), y de inmediato la visita, gana la confianza de su esposo, de toda la familia, la llama «hermana Annie» y descansa en su amistad, encuentra ese alivio espiritual que requería siempre de las mujeres y que una sola era ya incapaz de darle3 .
Pero también en Richmond, cuando recobró la normalidad, pudo vivir sus últimos días felices porque tenía allí viejos y leales amigos, familias que lo recibían con afecto mezclado de tristeza, y quedan crónicas de paseos, bromas y juegos en los que «Eddie» se divertía como un chico.
Asoma entonces (parece que en una de sus conferencias) la imagen de Elmira, su novia de juventud, que había 3 Las relaciones amorosas de Poe integran una enorme bibliografía, iniciada por las memorias o las fábulas escritas posteriormente por varias de las protagonistas, quienes no hicieron más que aumentar la confusión sobre este tema.
Hubo por lo menos una docena, y el orgullo que cada una muestra en sus memorias por las atenciones de Poe, sólo es igualado por su odio hacia las otras once.» quedado viuda y no olvidaba al hombre de quien la apartara una conjura familiar.
Poe recibe una carta indecisa de Helen y, entretanto, su afecto por Annie parece haber aumentado tanto que, al separarse de ella, le arrancó la promesa de que acudiría a su lecho de muerte.
En vísperas de la boda pronunció una conferencia que fue aplaudida con entusiasmo, pero simultáneamente Helen se enteró de las visitas de Edgar a casa de Annie y de los rumores, por lo demás perfectamente falsos, que circulaban al respecto.
No se sabe cómo llegó a Filadelfia, interrumpiendo su viaje al Sur, hasta que a mediados de julio, probablemente después de muchos días de intoxicación continua, Edgar entró corriendo en la redacción de una revista donde tenía amigos y reclamó desesperadamente protección.
Bien atendido, respirando la atmósfera virginiana que, después de todo, era la única verdaderamente suya, Edgar nadó una vez más contra la corriente negra, como había nadado de niño para asombro de sus camaradas.
Se le vio de nuevo paseando reposadamente por las calles de Richmond, visitando las casas de los amigos, asistiendo a las tertulias y a las veladas, donde, claro está, lo asediaban cordialmente para que recitara El cuervo, que en su boca se convertía en «el poema inolvidable».
Y luego estaba Elmira, su novia lejana, convertida en una viuda de respetable apariencia, y a quien Edgar buscó de inmediato como quien necesita cerrar un círculo, completar una forma imperfecta.
los años habían pasado y Edgar estaba otra vez ahí, fatalmente bello y misterioso, aureolado por una fama donde el escándalo era una prueba más del genio que lo provocaba.
Edgar pronunció una última conferencia en Richmond, repitiendo su famoso texto sobre El principio poético, y la delicadeza de sus amigos halló la manera de proporcionarle el dinero necesario para el viaje.
Se abre un paréntesis de cinco días, al final de los cuales un médico, conocido de Poe, recibió un mensaje presurosamente escrito a lápiz, informándolo de que un caballero «más bien mal vestido» necesitaba urgentemente su ayuda.
Eran días de elecciones, y los partidos en pugna hacían votar repetidas veces a pobres diablos, a quienes emborrachaban previamente para llevarlos de un comicio a otro.
La descripción que más adelante haría el médico muestra que estaba ya perdido para el mundo, a solas en su particular infierno en vida, entregado definitivamente a sus visiones.
El resto de sus fuerzas (vivió cinco días más en un hospital de Baltimore) se quemó en terribles alucinaciones, en luchar con las enfermeras que lo sujetaban, en llamar desesperadamente a Reynolds, el explorador polar que había influido en la composición de Gordon Pym y que misteriosamente se convertía en el símbolo final de esas tierras del más allá que Edgar parecía estar viendo, así como Pym había entrevisto la gigantesca imagen de hielo en el último instante de la novela.
La leyenda empezó casi en seguida, y a Edgar le hubiera divertido estar allí para ayudar, para inventar cosas nuevas, confundir a las gentes, poner su impagable imaginación al servicio de una biografía mítica.
Mi patrimonio me permitió recibir una educación esmerada, y la tendencia contemplativa de mi espíritu me facultó para ordenar metódicamente las nociones que mis tempranos estudios habían acumulado.
En realidad temo que mi predilección por la filosofía física haya inficionado mi mente con un error muy frecuente en nuestra época: aludo a la costumbre de referir todo hecho, aun el menos susceptible de dicha referencia, a los principios de aquella disciplina.
Me ha parecido apropiado hacer este proemio, para que el increíble relato que he de hacer no sea considerado como el delirio de una imaginación desenfrenada, en vez de la experiencia positiva de una inteligencia para quien los ensueños de la fantasía son letra muerta y nulidad.
Iniciamos el viaje con muy poco viento a favor, y durante varios días permanecimos a lo largo de la costa oriental javanesa, sin otro incidente para amenguar la monotonía de nuestro derrotero que el encuentro ocasional con alguno de los pequeños grabs del archipiélago al cual nos encaminábamos.
La observé continuamente hasta la puesta del sol, en que comenzó a expandirse rápidamente hacia el este y el oeste, cerniendo el horizonte con una angosta faja de vapor y dando la impresión de una dilatada playa baja.
La llama de una bujía colocada en la popa no oscilaba en lo más mínimo, y un cabello, sostenido entre dos dedos, colgaba sin que fuera posible advertir la menor vibración.
Cuando apoyaba el pie en el último peldaño de la escala de toldilla, me sorprendió un fuerte rumor semejante al zumbido que podría producir una rueda de molino girando rápidamente y, antes de que pudiera asegurarme de su significado, sentí que el barco vibraba.
Aunque totalmente sumergido, como todos sus mástiles habían volado por la borda, surgió lentamente a la superficie al cabo de un minuto y, vacilando unos instantes bajo la terrible presión de la tempestad, acabó por enderezarse.
Me puse de pie con gran dificultad y, mirando en torno presa de vértigo, se me ocurrió que habíamos chocado contra los arrecifes, tan terrible e inimaginable era el remolino que formaban las montañas de agua y espuma en que estábamos sumidos.
Durante cinco días y cinco noches — durante los cuales nos alimentamos con una pequeña cantidad de melaza de azúcar, trabajosamente obtenida en el castillo de proa—, el desmelenado navío corrió a una velocidad que desafiaba toda medida, impulsado por sucesivas ráfagas que, sin igualar la violencia de la primera, eran sin embargo más aterradoras que cualquier otra tempestad que hubiera visto antes.
Descuidamos toda atención del barco, por considerarla ociosa, y nos aseguramos lo mejor posible en el tocón del palo de mesana, mirando amargamente hacia el inmenso océano.
Advertíamos, sin embargo, que llevábamos navegando hacia el sur una distancia mayor que la recorrida por cualquier navegante, y mucho nos asombró no encontrar los habituales obstáculos de hielo.
Yo no podía dejar de sentir la total inutilidad de la esperanza y me preparaba tristemente a una muerte que, en mi opinión, no podía ya demorarse más de una hora, puesto que a cada nudo que recorríamos el oleaje de aquel horrendo mar tenebroso se volvía más y más violento.
«¡Dios todopoderoso, mire, mire!» Mientras hablaba, advertí un apagado resplandor rojizo que corría por los lados del enorme abismo donde nos habíamos hundido, arrojando una incierta lumbre sobre nuestra cubierta.
Por las abiertas portañolas asomaba una sola hilera de cañones de bronce, cuyas relucientes superficies reflejaban las luces de innumerables linternas de combate balanceándose en las jarcias.
El choque de la masa descendente lo alcanzó, pues, en su estructura ya medio sumergida, y como resultado inevitable me lanzó con violencia irresistible sobre el cordaje del nuevo buque.
En el momento en que caí, el barco viró de bordo, y supuse que la confusión reinante me había hecho pasar inadvertido a los ojos de la tripulación.
Me abrí camino sin dificultad hasta la escotilla principal, que se hallaba parcialmente abierta, y no tardé en encontrar una oportunidad de esconderme en la cala.
Quizá se debiera al sentimiento de temor que desde el primer momento me habían inspirado los tripulantes de aquel buque, No me atrevía a confiarme a individuos que, después de la rápida ojeada que había podido echarles, me producían tanta extrañeza como duda y aprensión.
Pronto lo hallé removiendo una pequeña parte de la armazón movible, de manera de asegurarme un lugar adecuado entre las enormes cuadernas del navío.
Hablaba consigo mismo, murmurando en voz baja y entrecortada unas palabras de un idioma que no pude comprender, y anduvo tanteando en un rincón entre una pila de singulares instrumentos y viejas cartas de navegación.
Había subido a cubierta y estaba tendido, sin llamar la atención, en una pila de frenillos y viejas velas depositadas en el fondo de un bote.
Mientras pensaba en la singularidad de mi destino iba pintarrajeando inadvertidamente con un pincel lleno de brea los bordes de un ala de trinquete que aparecía cuidadosamente doblada sobre un barril a mi lado.
No sé cómo, pero al escrutar su extraño modelo y su tipo de mástiles, su enorme tamaño y su extraordinario velamen, su proa severamente sencilla y su anticuada popa, por momentos cruza por mi mente una sensación de cosas familiares;
Aludo a su extrema porosidad, que no tiene nada que ver con los daños causados por los gusanos, lo cual es consecuencia de la navegación en estos mares, y con la podredumbre resultante de su edad.
Parecerá quizá que esta observación es excesivamente curiosa, pero dicha madera tendría todas las características del roble español, si el roble español fuera dilatado por medios artificiales.
Al leer la frase que antecede viene a mi recuerdo un extraño dicho de un viejo lobo de mar holandés: «Tan seguro es —afirmaba siempre que alguien ponía en duda su veracidad— como que hay un mar donde los barcos crecen como el cuerpo viviente de un marino.» Hace unas horas me mostré lo bastante osado como para mezclarme con un grupo de tripulantes.
Desde ese momento, arrebatado por el viento el navío ha seguido su aterradora carrera hacia el sud, con todo el trapo desplegado desde la punta de los mástiles hasta los botalones inferiores, hundiendo a cada momento los penoles de las vergas del juanete en el más espantoso infierno de agua que imaginación humana alcance a concebir.
Aunque para un observador casual nada hay en su apariencia que pueda parecer por encima o por debajo de lo humano, un sentimiento de incontenible reverencia y temor se mezcló al asombro con que lo contemplaba.
Mas la singularidad de su expresión, la intensa, la asombrosa, la estremecedora evidencia de una vejez tan grande, tan absoluta, dominó mi espíritu con una sensación, con un sentimiento inefable.
El piso del camarote estaba cubierto de extraños infolios con broches de hierro, estropeados instrumentos científicos y viejísimas cartas de navegación fuera de uso.
El capitán apoyaba la cabeza en las manos, mientras contemplaba con llameantes e inquietos ojos un papel que tomé por una comisión, y que en todo caso ostentaba la firma de un monarca.
Murmuraba para sí mismo, como lo había hecho el primer marinero a quien vi en la cala, palabras confusas y malhumoradas en un idioma extranjero, y, aunque estaba a un paso de mí, su voz parecía llegar a mis oídos desde una milla.
y cuando sus dedos se iluminan bajo el extraño resplandor de las linternas de combate, me siento como no me he sentido jamás, aunque durante toda mi vida me interesaron las antigüedades y me saturé con las sombras de rotas columnas en Baalbek, en Tadmor y en Persépolis, hasta que mi propia alma se convirtió en una ruina.
Si temblé ante el huracán que nos ha perseguido hasta ahora, ¿cómo no quedar transido de horror frente al asalto de un viento y un océano para los cuales las palabras tornado y tempestad resultan triviales e ineficaces?
pero a una legua, a cada lado, alcanzan a verse a intervalos y borrosamente, gigantescas murallas de hielo que se alzan hasta el desolado cielo y que parecen las paredes del universo.
Tal como imaginaba, no hay duda de que el navío está en una corriente —si cabe dar semejante nombre a una marea que, aullando y clamando entre las paredes de blanco hielo, corre hacia el sud con la resonancia de un trueno y la velocidad de una catarata cayendo a pico.
sin embargo, sobre mi desesperación predomina la curiosidad de penetrar en los misterios de estas horribles regiones, y me reconcilia con la más atroz apariencia de la muerte.
¡El hielo acaba de abrirse a la derecha y a la izquierda, y estamos girando vertiginosamente, en inmensos círculos concéntricos, bordeando un gigantesco anfiteatro, cuyas paredes se pierden hacia arriba en la oscuridad y la distancia!
pasaron muchos años antes de que llegaran a mi conocimiento los mapas de Mercator, en los cuales se representa al océano como precipitándose por cuatro bocas en el golfo Polar (Norte), para ser absorbido por las entrañas de la tierra.
A medida que avanzaba en años, esa modalidad se desarrolló aún más, llegando a ser por muchas razones causa de grave ansiedad para mis amigos y de perjuicios para mí.
Mis primeros recuerdos de la vida escolar se remontan a una vasta casa isabelina llena de recovecos, en un neblinoso pueblo de Inglaterra, donde se alzaban innumerables árboles gigantescos y nudosos, y donde todas las casas eran antiquísimas.
Ahora mismo, en mi fantasía, siento la refrescante atmósfera de sus avenidas en sombra, aspiro la fragancia de sus mil arbustos, y me estremezco nuevamente, con indefinible delicia, al oír la profunda y hueca voz de la campana de la iglesia quebrando hora tras hora con su hosco y repentino tañido el silencio de la fusca atmósfera, en la que el calado campanario gótico se sumía y reposaba.
Triviales y hasta ridículos, esos detalles asumen en mi imaginación una relativa importancia, pues se vinculan a un período y a un lugar en los cuales reconozco la presencia de los primeros ambiguos avisos del destino que más tarde habría de envolverme en sus sombras.
más allá de él nuestras miradas sólo pasaban tres veces por semana: la primera, los sábados por la tarde, cuando se nos permitía realizar breves paseos en grupo, acompañados por dos preceptores, a través de los campos vecinos;
Este hombre reverente, de rostro sereno y benigno, de vestiduras satinadas que ondulaban clericalmente, de peluca cuidadosamente empolvada, tan rígida y enorme…
¿podía ser el mismo que, poco antes, agrio el rostro, manchadas de rapé las ropas, administraba férula en mano las draconianas leyes de la escuela?
pero a través de esta sagrada división sólo pasábamos en raras ocasiones, tales como el día del ingreso a la escuela o el de la partida, o quizá cuando nuestros padres o un amigo venían a buscarnos y partíamos alegremente a casa para pasar las vacaciones de Navidad o de verano.
Las alas laterales, además, eran innumerables —inconcebibles—, y volvían sobre sí mismas de tal manera que nuestras ideas más precisas con respecto a aquella casa no diferían mucho de las que abrigábamos sobre el infinito.
Durante mis cinco años de residencia jamás pude establecer con precisión en qué remoto lugar hallábanse situados los pequeños dormitorios que correspondían a los dieciocho o veinte colegiales que seguíamos los cursos.
En un ángulo remoto, que nos inspiraba espanto, había una división cuadrada de unos ocho o diez pies, donde se hallaba el sanctum destinado a las oraciones de nuestro director, el reverendo doctor Bransby.
Dispersos en el salón, cruzándose y recruzándose en interminable irregularidad, veíanse innumerables bancos y pupitres, negros y viejos, carcomidos por el tiempo, cubiertos de libros harto hojeados, y tan llenos de cicatrices de iniciales, nombres completos, figuras grotescas y otros múltiples esfuerzos del cortaplumas, que habían llegado a perder lo poco que podía quedarles de su forma original en lejanos días.
En la infancia debo de haber sentido con todas las energías de un hombre lo que ahora hallo estampado en mi memoria con imágenes tan vívidas, tan profundas y tan duraderas como los exergos de las medallas cartaginesas.
Todo eso, por obra de un hechizo mental totalmente olvidado más tarde, llegaba a contener un mundo de sensaciones, de apasionantes incidentes, un universo de variada emoción, lleno de las más apasionadas e incitantes excitaciones.
El ardor, el entusiasmo y lo imperioso de mi naturaleza no tardaron en destacarme entre mis condiscípulos, y por una suave pero natural gradación fui ganando ascendencia sobre todos los que no me superaban demasiado en edad;
Sólo mi tocayo, entre los que formaban, según la fraseología escolar, «nuestro grupo», osaba competir conmigo en los estudios, en los deportes y querellas del recreo, rehusando creer ciegamente mis afirmaciones y someterse a mi voluntad;
máxime cuando, a pesar de las bravatas que lanzaba en público acerca de él y de sus pretensiones, sentía que en el fondo le tenía miedo, y no podía dejar de pensar en la igualdad que tan fácilmente mantenía con respecto a mí, y que era prueba de su verdadera superioridad, ya que no ser superado me costaba una lucha perpetua.
aunque a veces yo no dejaba de observar —con una mezcla de asombro, humillación y resentimiento— que mi rival mezclaba en sus ofensas, sus insultos o sus oposiciones cierta inapropiada e intempestiva afectuosidad.
Quizá fuera este último rasgo en la conducta de Wilson, conjuntamente con la identidad de nuestros nombres y la mera coincidencia de haber ingresado en la escuela el mismo día, lo que dio origen a la convicción de que éramos hermanos, cosa que creían todos los alumnos de las clases superiores.
Pero la verdad es que, de haber sido hermanos, hubiésemos sido gemelos, ya que después de salir de la academia del doctor Bransby supe por casualidad que mi tocayo había nacido el 19 de enero de 1813, y la coincidencia es bien notable, pues se trata precisamente del día de mi nacimiento.
Es cierto que casi diariamente teníamos una querella, al fin de la cual, mientras me cedía públicamente la palma de la victoria, Wilson se las arreglaba de alguna manera para darme a entender que era él quien la había merecido;
pero, no obstante eso, mi orgullo y una gran dignidad de su parte nos mantenía en lo que se da en llamar «buenas relaciones», a la vez que diversas coincidencias en nuestros caracteres actuaban para despertar en mí un sentimiento que quizá sólo nuestra posición impedía convertir en amistad.
Constituían una mezcla heterogénea y abigarrada: algo de petulante animosidad que no llegaba al odio, algo de estima, aún más de respeto, mucho miedo y un mundo de inquieta curiosidad.
No hay duda que lo anómalo de esta relación encaminaba todos mis ataques (que eran muchos, francos o encubiertos) por las vías de la burla o de la broma pesada —que lastiman bajo la apariencia de una diversión— en vez de convertirlos en franca y abierta hostilidad.
Pero mis esfuerzos en ese sentido no siempre resultaban fructuosos, por más hábilmente que maquinara mis planes, ya que mi tocayo tenía en su carácter mucho de esa modesta y tranquila austeridad que, mientras goza de lo afilado de sus propias bromas, no ofrece ningún talón de Aquiles y rechaza toda tentativa de que alguien ría a costa suya.
Sólo pude encontrarle un punto vulnerable que, proveniente de una peculiaridad de su persona y originado acaso en una enfermedad constitucional, hubiera sido relegado por cualquier otro antagonista menos exasperado que yo.
Aquellos nombres eran veneno en mi oído, y cuando, el día de mi llegada, un segundo William Wilson ingresó en la academia, lo detesté por llevar ese nombre, y me sentí doblemente disgustado por el hecho de ostentarlo un desconocido que sería causa de una constante repetición, que estaría todo el tiempo en mi presencia y cuyas actividades en la vida ordinaria de la escuela serían con frecuencia confundidas con las mías, por culpa de aquella odiosa coincidencia.
En aquel tiempo no había descubierto el curioso hecho de que éramos de la misma edad, pero comprobé que teníamos la misma estatura, y que incluso nos parecíamos mucho en las facciones y el aspecto físico.
mis actitudes y mi modo de moverme pasaron a ser suyos sin esfuerzo, y a pesar de su defecto constitucional, ni siquiera mi voz escapó a su imitación.
Nunca trataba, claro está, de imitar mis acentos más fuertes, pero la tonalidad general de mi voz se repetía exactamente en la suya, y su extraño susurro llegó a convertirse en el eco mismo de la mía.
Satisfecho de haber provocado en mí el penoso efecto que buscaba, parecía divertirse en secreto del aguijón que me había clavado, desdeñando sistemáticamente el aplauso general que sus astutas maniobras hubieran obtenido fácilmente.
Durante muchos meses constituyó un enigma indescifrable para mí el que mis compañeros no advirtieran sus intenciones, comprobaran su cumplimiento y participaran de su mofa.
o quizá debía mi seguridad a la maestría de aquel copista que, desdeñando lo literal (que es todo lo que los pobres de entendimiento ven en una pintura) sólo ofrecía el espíritu del original para que yo pudiera contemplarlo y atormentarme.
Y, sin embargo, en este día ya tan lejano de aquéllos, séame dado declarar con toda justicia que no recuerdo ocasión alguna en que las sugestiones de mi rival me incitaran a los errores tan frecuentes en esa edad inexperta e inmadura;
y yo habría llegado a ser un hombre mejor y más feliz si hubiera rechazado con menos frecuencia aquellos consejos encerrados en susurros, y que en aquel entonces odiaba y despreciaba amargamente.
pero en los últimos meses de mi residencia en la academia, si bien la impertinencia de su comportamiento había disminuido mucho, mis sentimientos se inclinaron, en proporción análoga, al más profundo odio.
En esa misma época, si recuerdo bien, tuvimos un violento altercado, durante el cual Wilson perdió la calma en mayor medida que otras veces, actuando y hablando con una franqueza bastante insólita en su carácter.
Descubrí en ese momento (o me pareció descubrir) en su acento, en su aire y en su apariencia general algo que empezó por sorprenderme, para llegar a interesarme luego profundamente, ya que traía a mi recuerdo borrosas visiones de la primera infancia;
Sólo puedo describir la sensación que me oprimía diciendo que me costó rechazar la certidumbre de que había estado vinculado con aquel ser en una época muy lejana, en un momento de un pasado infinitamente remoto.
La ilusión, sin embargo, desvanecióse con la misma rapidez con que había surgido, y si la menciono es para precisar el día en que hablé por última vez en el colegio con mi extraño tocayo.
La enorme y vieja casa, con sus incontables subdivisiones, tenía varias grandes habitaciones contiguas, donde dormía la mayor parte de los estudiantes.
Como era natural en un edificio tan torpemente concebido, había además cantidad de recintos menores que constituían las sobras de la estructura y que el ingenio económico del doctor Bransby había habilitado como dormitorios, aunque dado su tamaño sólo podían contener a un ocupante.
Una noche, hacia el final de mi quinto año de estudios en la escuela, e inmediatamente después del altercado a que he aludido, me levanté cuando todos se hubieron dormido y, tomando una lámpara, me aventuré por infinitos pasadizos angostos en dirección al dormitorio de mi rival.
Estaba éste rodeado de espesas cortinas, que en cumplimiento de mi plan aparté lenta y silenciosamente, hasta que los brillantes rayos cayeron sobre el durmiente, mientras mis ojos se fijaban en el mismo instante en su rostro.
Espantado y temblando cada vez más, apagué la lámpara, salí en silencio del dormitorio y escapé sin perder un momento de la vieja academia, a la que no habría de volver jamás.
El breve intervalo había bastado para apagar mi recuerdo de los acontecimientos en la escuela del doctor Bransby, o por lo menos para cambiar la naturaleza de los sentimientos que aquellos sucesos me inspiraban.
cada vez que recordaba el episodio me asombraba de los extremos a que puede llegar la credulidad humana, y sonreía al pensar en la extraordinaria imaginación que hereditariamente poseía.
El vórtice de irreflexiva locura en que inmediata y temerariamente me sumergí barrió con todo y no dejó más que la espuma de mis pasadas horas, devorando las impresiones sólidas o serias y dejando en el recuerdo tan sólo las trivialidades de mi existencia anterior.
Corría libremente el vino y no faltaban otras seducciones todavía más peligrosas, al punto que la gris alborada apuntaba ya en el oriente cuando nuestras deliberantes extravagancias llegaban a su ápice.
Excitado hasta la locura por las cartas y la embriaguez me disponía a proponer un brindis especialmente blasfematorio, cuando la puerta de mi aposento se entreabrió con violencia, a tiempo que resonaba ansiosamente la voz de uno de los criados.
Al poner el pie en el umbral distinguí la figura de un joven de mi edad, vestido con una bata de casimir blanco, cortada conforme a la nueva moda e igual a la que llevaba yo puesta.
Había algo en los modales del desconocido y en el temblor nervioso de su dedo levantado, suspenso entre la luz y mis ojos, que me colmó de indescriptible asombro;
pero no fue esto lo que me conmovió con más violencia, sino la solemne admonición que contenían aquellas sibilantes palabras dichas en voz baja, y, por sobre todo, el carácter, el sonido, el tono de esas pocas, sencillas y familiares sílabas que había susurrado, y que me llegaban con mil turbulentos recuerdos de días pasados, golpeando mi alma con el choque de una batería galvánica.
No intenté negarme a mí mismo la identidad del singular personaje que se inmiscuía de tal manera en mis asuntos o me exacerbaba con sus insinuados consejos.
sólo alcancé a averiguar que un súbito accidente acontecido en su familia lo había llevado a marcharse de la academia del doctor Bransby la misma tarde del día en que emprendí la fuga.
No tardé en trasladarme allá, y la irreflexiva vanidad de mis padres me proporcionó una pensión anual que me permitiría abandonarme al lujo que tanto ansiaba mi corazón y rivalizar en despilfarro con los más altivos herederos de los más ricos condados de Gran Bretaña.
Estimulado por estas posibilidades de fomentar mis vicios, mi temperamento se manifestó con redoblado ardor, y mancillé las más elementales reglas de decencia con la loca embriaguez de mis licencias.
Baste decir que excedí todos los límites y que, dando nombre a multitud de nuevas locuras, agregué un copioso apéndice al largo catálogo de vicios usuales en aquella Universidad, la más disoluta de Europa.
Apenas podrá creerse, sin embargo, que por más que hubiera mancillado mi condición de gentilhombre, habría de llegar a familiarizarme con las innobles artes del jugador profesional, y que, convertido en adepto de tan despreciable ciencia, la practicaría como un medio para aumentar todavía más mis enormes rentas a expensas de mis camaradas de carácter más débil.
¿Quién, entre mis más depravados camaradas, no hubiera dudado del testimonio de sus sentidos antes de sospechar culpable de semejantes actos al alegre, al franco, al generoso William Wilson, el más noble y liberal compañero de Oxford, cuyas locuras, al decir de sus parásitos, no eran más que locuras de la juventud y la fantasía, cuyos errores sólo eran caprichos inimitables, cuyos vicios más negros no pasaban de ligeras y atrevidas extravagancias?
Llevaba ya dos años entregado con todo éxito a estas actividades cuando llegó a la Universidad un joven noble, un parvenu llamado Glendinning, a quien los rumores daban por más rico que Herodes Ático, sin que sus riquezas le hubieran costado más que a éste.
Logré hacerlo jugar conmigo varias veces y, procediendo como todos los tahúres, le permití ganar considerables sumas a fin de envolverlo más efectivamente en mis redes.
Por fin, maduros mis planes, me encontré con él (decidido a que esta partida fuera decisiva) en las habitaciones de un camarada llamado Preston, que nos conocía íntimamente a ambos, aunque no abrigaba la más remota sospecha de mis intenciones.
Para dar a todo esto un mejor color, me había arreglado para que fuéramos ocho o diez invitados, y me ingenié cuidadosamente a fin de que la invitación a jugar surgiera como por casualidad y que la misma víctima la propusiera.
Para abreviar tema tan vil, no omití ninguna de las bajas finezas propias de estos lances, que se repiten de tal manera en todas las ocasiones similares que cabe maravillarse de que todavía existan personas tan tontas como para caer en la trampa.
El parvenu, a quien había inducido con anterioridad a beber abundantemente, cortaba las cartas, barajaba o jugaba con una nerviosidad que su embriaguez sólo podía explicar en parte.
Muy pronto se convirtió en deudor de una importante suma, y entonces, luego de beber un gran trago de oporto, hizo lo que yo esperaba fríamente: me propuso doblar las apuestas, que eran ya extravagantemente elevadas.
Fingí resistirme, y sólo después que mis reiteradas negativas hubieron provocado en él algunas réplicas coléricas, que dieron a mi aquiescencia un carácter destemplado, acepté la propuesta.
Si digo que me asombró se debe a que mis averiguaciones anteriores presentaban a mi adversario como inmensamente rico, y, aunque las sumas perdidas eran muy grandes, no podían preocuparlo seriamente y mucho menos perturbarlo en la forma en que lo estaba viendo.
buscando mantener mi reputación a ojos de los testigos presentes —y no por razones altruistas— me disponía a exigir perentoriamente la suspensión de la partida, cuando algunas frases que escuché a mi alrededor, así como una exclamación desesperada que profirió Glendinning, me dieron a entender que acababa de arruinarlo por completo, en circunstancias que lo llevaban a merecer la piedad de todos, y que deberían haberlo protegido hasta de las tentativas de un demonio.
Las grandes y pesadas puertas de la estancia se abrieron de golpe y de par en par, con un ímpetu tan vigoroso y arrollador que bastó para apagar todas las bujías.
La muriente luz nos permitió, sin embargo, ver entrar a un desconocido, un hombre de mi talla, completamente embozado en una capa.
He de proponerles, por tanto, una manera tan expeditiva como concluyente de cerciorarse al respecto: bastará con que examinen el forro de su puño izquierdo y los pequeños paquetes que encontrarán en los bolsillos de su bata bordada.
En el forro de mi manga encontraron todas las figuras esenciales en el écarté y, en los bolsillos de mi bata, varios mazos de barajas idénticos a los que empleábamos en nuestras partidas, salvo que las mías eran lo que técnicamente se denomina arrondées;
vale decir que las cartas ganadoras tienen las extremidades ligeramente convexas, mientras las cartas de menor valor son levemente convexas a los lados.
En esa forma, el incauto que corta, como es normal, a lo largo del mazo, proporcionará invariablemente una carta ganadora a su antagonista, mientras el tahúr, que cortará también tomando el mazo por sus lados mayores, descubrirá una carta inferior.
(Hacía frío y, al salir de mis habitaciones, me había echado la capa sobre mi bata, retirándola luego al llegar a la sala de juego.) Supongo que no vale la pena buscar aquí —agregó, mientras observaba los pliegues del abrigo con amarga sonrisa— otras pruebas de su habilidad.
Humillado, envilecido hasta el máximo como lo estaba en ese momento, es probable que hubiera respondido a tan amargo lenguaje con un arrebato de violencia, de no hallarse mi atención completamente concentrada en un hecho por completo extraordinario.
Por eso, cuando Preston me alcanzó la que acababa de levantar del suelo cerca de la puerta del aposento, vi con asombro lindante en el terror que yo tenía mi propia capa colgada del brazo —donde la había dejado inconscientemente—, y que la que me ofrecía era absolutamente igual en todos y cada uno de sus detalles.
El extraño personaje que me había desenmascarado estaba envuelto en una capa al entrar, y aparte de mí ningún otro invitado llevaba capa esa noche.
Salí así de las habitaciones, desafiante el rostro, y a la mañana siguiente, antes del alba, empecé un presuroso viaje al continente, perdido en un abismo de espanto y de vergüenza.
Cabía advertir, sin embargo, que en las múltiples instancias en que se había cruzado en mi camino en los últimos tiempos, sólo lo había hecho para frustrar planes o malograr actos que, de cumplirse, hubieran culminado en una gran maldad.
Me había visto obligado a notar asimismo que, en ese largo período (durante el cual continuó con su capricho de mostrarse vestido exactamente como yo, lográndolo con milagrosa habilidad), mi atormentador consiguió que no pudiera ver jamás su rostro las muchas veces que se interpuso en el camino de mi voluntad.
¿Cómo podía haber supuesto por un instante que en mi amonestador de Eton, en el desenmascarador de Oxford, en aquel que malogró mi ambición en Roma, mi venganza en París, mi apasionado amor en Nápoles, o lo que falsamente llamaba mi avaricia en Egipto, que en él, mi archienemigo y genio maligno, dejaría yo de reconocer al William Wilson de mis días escolares, al tocayo, al compañero, al rival, al odiado y temido rival de la escuela del doctor Bransby?
El sentimiento de reverencia con que habitualmente contemplaba el elevado carácter, el majestuoso saber y la ubicuidad y omnipotencia aparentes de Wilson, sumado al terror que ciertos rasgos de su naturaleza y su arrogancia me inspiraban, habían llegado a convencerme de mi total debilidad y desamparo, sugiriéndome una implícita, aunque amargamente resistida sumisión a su arbitraria voluntad.
Sea como fuere, una ardiente esperanza empezó a aguijonearme y fomentó en mis más secretos pensamientos la firme y desesperada resolución de no tolerar por más tiempo aquella esclavitud.
Luchaba además por abrirme paso entre los invitados, cada vez más malhumorado, pues deseaba ansiosamente encontrar (no diré por qué indigna razón) a la alegre y bellísima esposa del anciano y caduco Di Broglio.
Con una confianza por completo desprovista de escrúpulos, me había hecho saber ella cuál sería su disfraz de aquella noche y, al percibirla a la distancia, me esforzaba por llegar a su lado.
En pocos segundos lo fui llevando arrolladoramente hasta acorralarlo contra una pared, y allí, teniéndolo a mi merced, le hundí varias veces la espada en el pecho con brutal ferocidad.
El breve instante en que había apartado mis ojos parecía haber bastado para producir un cambio material en la disposición de aquel ángulo del aposento.
No había una sola hebra en sus ropas, ni una línea en las definidas y singulares facciones de su rostro, que no fueran las mías, que no coincidieran en la más absoluta identidad.