Tribeca
tiene algo a las cinco de la mañana que es preternaturalmente romántico, pensó
Jeannie al girar a la izquierda hacia la calle
Warren desde Broadway, mientras
el golpe seco de sus botas Frye en la acera rota hacía eco en el silencio
etéreo y su chaqueta de ante con flecos la protegía del frío aire matinal. Una
elipse de luz color lavanda yacía como un halo sobre la ciudad;
El cielo sobre
ella, azul cobalto.
Las calles estaban casi vacías, silenciosas, excepto por un taxi solitario y una furgoneta aparcada en doble fila pasada la manzana. En menos de una hora empezaría el bullicio de la mañana, pero hasta entonces esta ciudad de millones estaba en paz, durmiente y misteriosa. Y era toda suya. Las calles adoquinadas, las callejuelas estrechas, las plazas arboladas y los edificios de ladrillo rojo le hicieron imaginarse a jóvenes amantes ardientes en sus camas, haciéndola consciente de su propio corazón, lleno de posibilidades y de deseo.
Daba este paseo, lloviese o hiciese sol, cinco días a la semana, a través de calles que le encantaban. A tan sólo unos manzanas de la Zona Cero, esta parte de la ciudad era compleja: rica en historia, sórdida y elegante, con almacenes de baratillo, tiendas de muebles de diseño y restaurantes modernos compartiendo la acera. Su trágico y horrible pasado unen a la comunidad, haciendo que se sienta como un pueblo pequeño, separado y aparte del resto de la ciudad.
Cuando Jeannie llegó a la esquina entre la calle Hudson y la calle Franklin, el bullicio de la hora punta estaba en marcha. Saludó con la mano a Bill, que estaba abriendo el gran candado de la persiana de seguridad en Ideal Dry Cleaners; a Tranh, que estaba barriendo la puerta en Jin Market; a su amigo Jonas en la barra del Socrates Coffee Shop. Le dijo «¡Buenos días!» a Esther, la transexual que paseaba religiosamente todas las mañanas a la misma hora a sus dos caniches enanos blancos, Marilyn y Marlene, subiendo y bajando la calle North Moore. Jeannie le dio un dólar a Stuart, el indigente que vivía en el callejón que daba a la calle Beach. Estas eran las cosas que hacía cada mañana, las cosas que hacían que esta enorme ciudad fuese ante sus ojos un pequeño pueblo pintoresco.
Después del programa, el largo camino se hacía necesario, reparador. Esta noche había sido un buen ejemplo.Todas esas llamadas, todas esas quejas acerca de todos esos idiotas que se comportaban como si nunca hubieran tenido una madre que les enseñara nada. Desde luego, ella sabía mejor que nadie las consecuencias de tener una madre y luego quedarte sin madre. Tienes a alguien que supervisa tus actos y luego no, y estás sola.
Pero algo estaba pasando en esta su querida ciudad. Incluso con el índice de criminalidad bajo, el de grosería estaba más alto que nunca. Esta noche había oído precisamente algunos ejemplos: la mujer que se hace la manicura y que le pide a una joven que baje el volumen de su iPod, y luego le piden injustamente que salga del salón de belleza; el hombre que no cede su sitio en el autobús a una mujer embarazada porque ella había elegido quedarse embarazada y no era su responsabilidad; la mujer del gimnasio, en la elíptica, que cubre su cronómetro con una toalla y lo pone a cero continuamente, esperando que nadie se dé cuenta de que ha excedido con creces su límite de treinta minutos; el hombre que habla por el móvil mientras está orinando en el baño de la oficina.
Parecía que, como en esos dibujos animados que veía cuando era niña, toda persona tuviera un angelito susurrando en una oreja y un diablito en la otra, disputándose el poder: sé bueno, sé malo, haz el bien, haz el mal, sé considerado, sé egoísta, tira el envoltorio a la basura, tíralo en la calle y ya está.Algún día, de alguna manera, se juró a sí misma que iba a idear un método para ayudar a la gente que tenía diablos más escandalosos. En algún lugar, en alguna parte, su fe en la bondad latente de las personas,incluso cuando eran pilladas con la polla en la mano y el móvil en la otra, sería transformadora.
Fíjate lo que puede llegar a soñar una chica, pensaba Jeannie mientras entraba en el edificio de su apartamento.
«Buenos
días, Tony». Le sonrió a su portero nocturno, quien se había apresurado a abrir
la puerta desde su puesto en el mostrador. Había estado ordenando periódicos,
preparándose para dar el relevo a su compañero del turno de mañana. Ella podía
oír la radio que estaba apoyada en el mostrador.
«Buenos días, señorita Sterling. Buen espectáculo el de anoche. Esa gente es increíble».
«Y que lo digas», dijo ella, poniendo los ojos en blanco.
Él miró al cielo. «Pero va a hacer un pedazo de día, ¿verdad?»
Se estaba quedando corto.
Ya en su apartamento, después de arrojar el bolso sobre la encimera de la cocina, al igual que sus llaves, Jeannie cogió una botella de agua del frigorífico y se sentó a la mesa del comedor con el periódico de la mañana. Esa mesa era el lugar donde siempre reflexionaba y sacaba lo mejor de sí misma, sentada en la rígida y vieja silla, colocada justo en el sitio desde el que podía ver a través de las ventanas el río Hudson y más allá.
Esa vista —con el río ante sí, el cielo infinito, incluso aquella extraña tierra allá a lo lejos llamada Nueva Jersey— era la razón por la que vivía en ese apartamento. Tan al oeste como la extensión de Manhattan le permitía y tan alto como los límites del edificio establecían, con tres paredes de cristal, Jeannie vivía por encima y aislada del mundo de abajo.
Le había costado una pequeña fortuna comprar esa casa y, gracias a su éxito en WBUZ, se la pudo permitir. Pero también le había salido cara en otros aspectos: aquel sitio se había convertido en su refugio, su escondite, una excusa para no estar fuera. A veces, cuando ya estaba en casa, tenía que obligarse a sí misma a salir al mundo de nuevo.
Después de horas bregando con oyentes éticamente controvertidos, y con su loco estilo de vida patas arriba y al revés, que a menudo implicaba cenar dos veces al día —una vez por la mañana cuando llegaba del trabajo y otra por la tarde antes de irse a trabajar— basaba su entretenimiento en TiVo, que consistía en Ley y Orden, Ley y Orden y más Ley y Orden. Aunque tenía que admitir que disfrutaba con Regis and Kelly excepto cuando Kelly no salía, y la verdad es que nunca se había perdido a Ellen De-Generes, quien según ella, si había algo de justicia en el mundo, acabaría presentando The Tonight Show algún día. Esta vida de sobras recalentadas, TiVo y programas de entrevistas era la desgracia de toda chica que trabaja en el turno de noche.
Y no es que su apartamento fuese más perfecto que el mundo de abajo. Su edificio era una imitación de las torres de cristal de Meier de apartamentos multimillonarios, unas cuantas manzanas más arriba. Y como cualquier otra imitación de marca, su edificio se parecía al original, hasta que en una inspección más de cerca te encontrabas una tela de mala calidad con la costura deshilachada por los bordes.
Durante las tormentas, el viento y el agua se filtraban a través de las grietas de los travesaños que sostenían las ventanas de cuarterones en su sitio. Luego, los descoloridos suelos de madera se manchaban, las esquinas de los techos empezaban a gotear, y esta llamada oda espléndida al modernismo, no era más que otra de las construcciones chapuceras de la posguerra que plagaban la ciudad. Y mientras tanto Jeannie se sentaba en su sofá, envuelta en su manta azul de mohair preferida, intentando buscar desesperadamente protección contra la tormenta del exterior.
Vivir una vida transparente traía otros problemas. La luz que penetraba avivaba el espíritu de Jeannie, pero ella dormía durante el día, un detalle que había olvidado en su entusiasmo cuando vio por primera vez el apartamento e hizo una oferta de inmediato. Por ello, tenía que hacer un gran esfuerzo para evitar que la luz entrara. Bajar las persianas parecía un crimen, así que para dormir se ponía un emperifollado antifaz de seda color lavanda con volantes deencaje. Y cuando esto no era suficiente —en esos días en los que sobre Nueva York había un cielo azul glorioso, cuando incluso el propio reflejo del sol rebotaba de una ventana a otra y a otra, y recorría todo el camino desde Nueva Jersey ida y vuelta— desplegaba una cortina provisional que, en realidad, era una manta de lana gruesa sujeta por dos clavos pequeños que hacía que su moderno apartamento se pareciera mucho a la casa descuidada en la que creció.
Ni que decir tiene que no podía pasearse desnuda. Se levantó de la mesa y se dirigió por el pasillo a su habitación para quitarse los vaqueros y el jersey, y ponerse sus pantalones y su top de hacer yoga. Estaba en la decimoséptima planta, así que nadie podía verla desde la calle, y al oeste estaba el río, pero al norte y al sur sí que había otros dos edificios con paredes de cristal exactamente iguales que las suyas.
No le importaba su vecina norte, otra mujer de treinta y pico años que trabajaba de día como una persona normal, pero el vecino sur era un tipo barrigudo que se dedicaba al cine o a la música, cosa que podía saber por su cabeza calva y su cola de caballo, así como por las fiestas que daba, que algunas veces seguían cuando Jeannie llegaba a casa por la mañana. Quién hubiese sabido que intentar llevar un estilo de vida abierto, soleado y elegante estaría tan cargado de preocupaciones.