Última estancia
Antígona de nuevo
Una vez difuntos Eteocles y Polinices, con los labios un tanto separados por las mariposas muertas del hálito perdido; los dos con los ojos abiertos y transformados en materia inánime como piedras gelatinosas, con sus mirares fallecidos y sepultos en las retinas y el maravilloso receptáculo de la luz vuelto tan exangüe como una flor marchita, un botón de puerta enmohecido, un libraco que se vuelve florilegio de polillas; una vez difuntos, se forma espontáneamente un cortejo fúnebre que entra en la ciudad para dar la debida sepultura a los hermanos. En eso están, cuando llega el edicto de Creonte -quien afirma que esta ley, este “cúmplase contra viento y marea”, no es producto sólo de su decisión, sino encargo de Eteocles- que dice puntualmente: “Mientras al hijo menor de Edipo debe dársele sepultura (con las debidas honras fúnebres, los lamentos de ´tonos agudos´ de las plañideras y los servicios para que la nave de velas oscuras que conduce a las almas por el Aqueronte ´hacia el mundo sin sol´ lo haga sin tropiezos), a Polinices no debe erigírsele un túmulo dentro de Tebas, sino dejarlo a campo abierto, para que sea pasto de las aves alígeras y los perros y chacales que en las narices tienen la brújula olfativa para hallar los inicios del encuentro feliz con la carroña”. Antígona, en diálogo con su hermana, asienta que Creonte ha mandado “a voz de pregón” que no se dé enterramiento a Polinices y que, a quien falte a dicho mandato, será sometido a la lluvia horizontal de la lapidación. *** ¿El Estado tiene derechos sobre los despojos humanos donde la existencia, embarcada en la sangre, se ha perdido en la hemorragia? Si hay un ámbito familiar donde la polis no debe inmiscuirse -porque el amor, los celos, los temores nocturnos y los júbilos que bailan en las fiestas no competen al monarca-, en la muerte -lo más privado de todo- ¿cómo ha de tener lo público vela en el entierro? Los cadáveres no pertenecen al Estado sino a la esfera familiar. No a Creonte, sino a Antígona. Lo mismo el nacimiento: pues se nace del nudo sudoroso que puede tener lugar a orillas del Dirce, bajo la corpulencia bonachona de un laurel o en el sureste empinado de una cama, y no como la caricia y los besos que de súbito azuzan al esperma, de dos disposiciones gubernamentales. La verdad sea dicha: en todas las moradas del universo mundo, en todititas, el Estado, es visto con recelo, aunque el poder brinque al compás de las fanfarrias de la demagogia. La desgracia es que éste quiere absorberlo todo: privatizar los pastizales, los cenotes sagrados donde se baña el centro de la tierra, los ríos en que boga la nave del gerundio. Fagocitar a toda oruga que camina midiendo los dulces centímetros de su itinerario. La autonomía le produce náuseas, el ideal anarquista -el motín de la tierra contra el cielo- le da la sensación no sólo de que tiene pies de barro, sino de ir y venir por parajes de tierra movediza. La hoguera, la guillotina, la lapidación, el calabozo-cripta, son algunas de las órdenes caídas de su cielo para que nadie, nadie, nadie quede lejos de sus manos ubicuas. Antígona se acerca a Ismene para mostrarle su interés por honrar los restos de su común hermano. Y para saber si cuenta con ella. “Pertenecemos a la misma rama y por nuestras venas corre la savia roja que se mueve al soplo del aire de familia” le dice. Al principio, pareciera que Ismene coincide con su hermana. Generalmente las cuitas de las dos se citan a las puertas del mismo sentimiento. Pero, ante ciertas vacilaciones de Ismene, Antígona la reta: “ahora mostrarás si eres noble o si, hija de nobles, eres villana”. ¿Noble o villana, a pesar de ser princesa? ¿Aristócrata de nacimiento u obra del flamígero dedazo de los dioses aunque sin aval en la conducta, en el plebeyo hacer del día con día? Un interrogar, sí, con todas sus vocales incendiadas. Antígona, arrojando a la cara de Ismene este puñado de signos de interrogación, miróla de frente, con un mirar que, sin pedir permiso a los párpados custodios de su hermana, hundíóse hasta el arcón de los secretos sepulto en su más honda intimidad. Ismene tomó la palabra arguyendo, como tantas y tantos, que la fragilidad y la pequeñez conducen a la sumisión que produce, a lo largo de la historia, frente al patriarca y al Estado, un dolor indescriptible de rodillas. Antígona la mira con tristeza y ya no insiste. Su hermana escondíó la cobardía tras de la puerta de la perorata, y dijo: “sólitas como hemos quedado ¿qué muerte más atroz no nos espera, dime, si, a despecho de la ley, desafiamos los edictos y el poder del tirano? Y sin detenerse: “Hay que acordarse, Antígona, que hemos nacido mujeres y que no podemos luchar contra hombres”. No es lo mismo el justo medio que la medianía. En tanto el justo medio -el estagirita dixit- es la cordura entre dos demencias, la medianía es un invernadero de lugares comunes. En Ismene, comenta Goethe a Eckermann: Sófocles ofrecíó “una bella medida de lo corriente, de lo ordinario”. Tal vez exageraba. A Ismene Antígona le produce una epidemia de perplejidad con furores de demencia: por eso no tiene reparos en decirle: “El corazón te arde –querida- y en cosas que hielan”. Sea como sea, Ismene no quiere perder la calma, la razón y hasta la vida. No tiene en su cuerpo ninguna célula de mártir. *** Antígona desafía los edictos y el poder del tirano. Sus blasfemias, de alas cortas, no vuelan hasta el Olimpo, sino hasta la cúpula del poder, ese Cielo agusanado en miniatura. La doncella capta de golpe, con los ojos de lince de su espíritu censor, la diferencia entre la legalidad y lo legítimo. Así como el cielo sugiere nubes, nos sobrecoge con el parpadeo del relámpago; nos transforma en húmedos espectros, nos amedrenta, nos hace ver si hay preces en el hondón anímico, nos convierte en árboles que caminan deshechos en lágrimas, y nos destrozan con el feroz manotazo de su descarga eléctrica, el Estado dicta preceptos, prorrumpe en aguacero de leyes y hace de lo arbitrario la eminencia gris de su legislación. “Al que la sociedad ha colocado en el trono, a ese hay que obedecerlo, en lo pequeño y en lo justo y en lo que no lo es” llega a decir Creonte engolosinado por sus propias palabras. Eso llega a decir. Pero Antígona sabe que la ley sin el meollo de la justicia, sin la voluntad general, sin consistencia, sin los deseos del pobrerío agitándose en sus entrañas, sin los sueños empuñados por la tribu, es un sumario no sólo de órdenes irracionales, caprichosas, sino la forma jurídica que asumen los desplantes, las atropellos, la espumosa violencia de la rabia, las patologías del príncipe. No enterrar a Polinices en la ciudad es la precepto, lo irrecusable, el manotazo de órdenes espurias, la vorágine de espinas; ya que, en palabras de la princesa: “Polinices fue maltratado y respondíó, a su vez, con maltratos”. ¿Por qué leer la maldad sólo en una parte como si dos encarnaciones de lo gris se vieran como lo negro por un lado y lo blanco por el otro? ¿Por qué no considerar a los dos jóvenes con sus cualidades y defectos? *** Un guardián trae, atada de manos, a la princesa rebelde. La dignidad, incólume, añadiéndole centímetros al orgullo, brota por los poros de la presa. La llevan ante Creonte, el nuevo rey de Tebas. Éste la ve con un rencor concentrado en el rabillo del ojo. La acusa de igualar al héroe y al perjuro: a Eteocles, defensor y gloria de la patria, y a Polinices que firmó un pacto de sangre envenenada con los espartanos. Y que es culpable de algo más: de hacer oídos sordos a las leyes de su patria. La muchacha insiste en que los hijos de Edipo, al igual que todos los humanos, o casi, tienen en su conducta claroscuros, ambigüedades, confusiones, y que debemos acostumbrar a nuestro ojos, instruirlos, no solamente a ver, sino a mirar, a comer con los ojos, a ceñir una mordaza de siete llaves a la apariencia. Los tiranos están ciegos de remate. El afán posesivo coloca los muros en miniatura de sendas cataratas en sus pupilas y obliga a la luz a esconderse debajo de las piedras. “Los tiranos dicen y hacen, impunes, lo que les viene en gana”, replica Antígona. Creonte no ve a sus sobrinos como son -agua turbia que ignora los cedazos- ni cae en cuenta que la mitad de los dirceos reprueba sus despóticas acciones y se burla de sus normas. Irritado, golpeándose la frente para sacudir cualquier concesión a las argucias femeninas, exclama: “¿Y no te da vergüenza pensar tan distinto de los otros?”. Antígona no se rebaja a responder al improperio, a la vulgaridad que se enreda en los dientes de su tío, porque no quiere despeñarse al nivel de la bajeza de los encumbrados. *** Creonte y Antígona mantienen un diálogo de sordos, con súperávit de lenguas y déficit de tímpanos. De sus bocas surgen borbotones de palabras; pero apenas salidas contraen en el aire los más patógenos virus de la incomunicación y caen como aves-del-aliento secas, despellejadas, sin sentido, roto el cascarón que se abre mostrando la osamenta del silencio. El rey y la princesa discuten al borde del abismo. Ella pronto va a caer por el resbaloso terregal de la agonía y tendrá que rendir cuentas ante los jueces supremos del Erebo (Minos, Eaco y Radamanto), quienes, al insistir que “hay que tratar igualmente a los iguales y desigualmente a los desiguales en proporción a su desigualdad”, llaman al orden al caos, al desbarajuste, al sinsetido, a lo que no tiene ni cabeza (para planear futuros) ni pies (para llevarlos a cabo). Pero él ignora que, al castigar a Antígona, va a sufrir el mayor dolor de su existencia y que sus palabras grandilocuentes -nacidas para cohabitar con el micrófono se volverán gemidos. «palabras grandilocuentes nacidas para cohabitar con el micrófono» Ismene, preocupada, con una corona de dudas, se entrevista nuevamente con Antígona. Ya ha habido entre las dos un desencuentro, quizás una desavenencia: ante la solicitud de Antígona para que su hermana la ayudase a dar sepultura a Polinices, ella se había negado. Había dicho: “entre mi persona y el cieno , querida, hay incompatibilidad de caracteres. La locura no es mi negocio”. Pero Ismene no sabe qué hacer, dónde ubicarse, qué palabras tener listas debajo de la lengua para enfrentar al momento, al vendaval de segundos, al tirano en pie de cólera. Quiere ser como su hermana, sueña con seguirla, y hasta llega a musitar: “no me prives de la gloria de morir contigo y rendir tributo al muerto”. Se siente culpable de no haberse sentido culpable, de echar en saco roto su responsabilidad. Le echa la culpa a su corazón, a la forma imperfecta en que su valentía fue educada. Pero Antígona ya no le cree. La acusa de exaltar los decires, amamantarlos con leche y miel, y olvidar la acción. Entre el dicho y el hecho tiende su tienda de campaña la cobardía. La princesa habla con Ismene pero también consigo misma: ayer aduje: “yo sola daré sepultura al hermano de mi alma”. “Lo aduje y tú callaste”. Añade: “Tu escogiste vivir, yo preferí morir”. Y de modo contundente: “A ti te aprueba un mundo, a mi otro”. La joven se va creciendo a medida que la tragedia llega a su plenitud y entabla el duelo a primera muerte entre lo privado y lo público: afirma su femineidad frente a los hombres, su autonomía frente al poder, su nobleza frente a una legislación tan andrajosa como criminal. Ismene, conformista, sufre del infantilismo de la dependencia, de la “cordura” de aceptar las cosas como son. Creonte, en un principio, se imagina que ambas piensan en el fondo de igual manera y que sus sentimientos, con sus manos espirituales juntas, caminan al mismo compás y con idéntico sentido de orientación. De ahí sus palabras: “estas dos chiquillas están locas, la una desde hace un momento, la otra desde que vino al mundo”. Ismene no las trae todas consigo. Duda de Antígona, la cree exagerada, irracional , loca. Pero la quiere y la respeta. Y no sabe qué hacer con el alma frágil, menuda, medrosa que esconde ella misma en sus adentros. Desconfiando más aún del rey, que negaba a Polinices los servicios para acudir sin trámites al allende y tener a la mano la otra orilla, lo detesta, le repugna, y, con el puñal del odio a mano alzada, le predice que, con el decreto, ha de matar a Hemón, el novio de Antígona y su entrañable fruto. Ismene habría querido ser fiel a Antígona como las lágrimas nonatas de sus ojos (compungidos, encinta) lo eran a la pesada pesadumbre de su indecisión. Pero no podía. Aun estando llorosa, no podía. Creonte, encaramado en su delirio, y balbuciendo incoherencias, preces de manicomio, Criaturas de una lengua enloquecidapor los atisbos del nudo en la garganta, arguye: “para mis hijos no quiero mujeres malvadas”. ¿Mujeres malvadas? ¿Antígona, mujer malvada? ¿Joven que tiene en lo oscurito negociaciones con sus malos instintos? ¿Ismene, pese a tornar al redil de la obediencia y ser incluso perdonada por Creonte, es, por Dios, alguien ruin? Es cierto que su conducta difiere de la de Antígona; pero ella, que dubita, se exprime el corazón entre las manos y maldice las desorientaciones de su brújula, ¿puede ser tratada así? *** ¿Quién tiene la razón: Creonte, que ve a su sobrino como un traidor que trajo hasta la inmediaciones de Tebas la amenaza foránea, o Antígona que insiste en que no han de olvidarse los engaños de que fue víctima Polinices (desdén a su primogenitura y violación del acuerdo de la entrega del trono en el tiempo convenido)? Como el bien no está sólo en una parte y el mal en otra, como la izquierda y la derecha o el este y el oeste, los muertos deben ser tratados de acuerdo con la tradición. Antígona desgañita su verdad y toma en cuenta, no las “razones de Estado”, las que se fraguan en la cúspide de la pirámide, a orillitas del cielo, sino las que coinciden “a ras de tierra” con el amor fraterno y las costumbres familiares. El poder público no proporciona, no, el primer bocado de oxígeno que saborean los pulmones del que nace, ni los picos de cigüeña de sus cuchillas cortan su cordón umbilical. *** El gran amor de Antígona por Polinices, ha hecho creer a algunos que iba por el lado del valiente desorden del incesto, lo cual no era imposible en una familia que heredaba sin menguar los “malos pasos”. Pero no. Su actitud amorosa sólo se hallaba entretejida con dicha apariencia, no con el telón de fondo de la realidad. Era un amor fraterno, enclaustrado en su definición, con el aire de la ternura golpeándole las sienes y en que Afrodita por más que trató, no pudo hallar la puerta, la llave o el resquicio para introducirse. *** La luna, velada por las nubes, escatima su luz y crea en la tierra la atmósfera oscura, acogedora, que, con su negrura a cántaros, propicia el sueño colectivo. Antígona, con los pies desnudos y en puntillas, como suele caminar el silencio en los panteones, salva la puerta y se dirige al lugar donde reposa el cadáver de su hermano. Puede hacerlo –son las tres de la mañana-porque los centinelas de la puerta están dormidos como el mar cuando el aire, presa de cansancio, logra sólo subirse al potrillo macilento de la brisa. El sitio se halla en un punto entre Tebas y el Dirce, no lejos de un granado que, al perecibir su entorno, hace comentarios sangrientos. Polinices -una larga blancura sólo interrumpida por los trazos de carbón de las ojeras- yace a la intemperie. Intemperie quiere decir no sólo el airecillo perfumado de la noche, no sólo la constelación de lucíérnagas que hace del mundo metáfora del firmamento, o los grillos que en el hilo de un rosario desgranan sus elegías en clave de luna; intemperie significa más bien canes famélicos, buitres que revolotean alrededor de la putrefacción recién nacida, chacales que, si no hallan la carroña que pide a gritos su avidez, inaugurarían la autofagia. Antígona limpia el cadáver, lo envuelve, lo espolvorea, derrama sobre él las libaciones sepulcrales y coloca entre sus labios el óbolo que Caronte, mercader de la muerte, exige para acceder al Averno. ¿Por qué nuestra Antígona, sola y su alma, sin nadie que la ayude, trata con tamaña delicadeza el cuerpo recién fallecido de su hermano? Hay dos motivaciones: una tradicional, otra religiosa. Todos los miembros de la familia, hicieren lo que hicieren, deberían ser sepultados. Excepciones: sólo quienes cargaran en hombros, a guisa de corcova, una culpa del tamaño de lo abominable, que repugnara a los cielos y la tierra. No era el caso de Polinices. Como los opositores se equilibraban en cualidades y deficiencias -ninguno se había matrimoniado con la maldad, siéndole fiel en obra y pensamiento- era injusto (y ahí se hallaba Temis para decidirlo) que a uno se rindieran los honores mortuorios habituales, y al otro, ay, se le dejara al cuidado de la intemperie. La joven quería a Polinices, pero no de modo preferente: no esperaba que a Eteocles se le tratase con desprecio y a Polinices con ternura, no, sino que se opónía al trato discrecional del déspota, a los caprichos del que se halla “mareado de cielo” , al “hágase lo que mando, que en precio supera mi saliva al oro”. Antígona deseaba hacer a Polinices el tránsito más fácil, que su ruta al más allá se deslizase por obra y gracia de los santos óleos: que nada le impidiese llevar su sombra a cuestas, depositarla en el bajel de Caronte y esconder en un relicario su último suspiro. Dejar sin sepultura a Polinices haría que su sombra -un alma de cuerpo tan sutil como aire emocionado- vagara por las partes misteriosas y espantables del planeta, no podía permitirlo, no dejaría de haber catástrofes en su corazón, no sabrían cruzarse de brazos sus entrañas, ni sus aullidos esconderse bajo máscaras de sordina. Si dejara al primogénito a la buena de Dios y del hambre inmisericorde de sus bestias, ello iría contra el honor del muerto y el prestigio de la familia, condenándolo además a convertirse en ánima en pena, espíritu vagabundo, a la deriva, con las rutas de sus pies enmarañados, o espectro al que poco a poco se le desmoronaran todas y cada una de sus células, y que (hallándose insepulto y sin el óbolo requerido), si tuviera la audacia de acercarse al barquero Caronte -el viejo navegante de la laguna estigia- éste arremetería con su remo en su cabeza impidiéndole acceder al otro mundo y dejar para siempre un territorio que, fértil como madre de poeta, salta del barbecho de amenazas a la ópima vendimia de infortunios. En llegando a este sitio, resulta pertinente hacer notar que el óbolo -pasaje al otro mundo- no se devalúa, ni padece de medrosos deslices, porque, a lo que se sabe, las sombras no están sometidas al mercado, ni al juego prostituto de la oferta y la demanda. Es un pobre consuelo, pero consuelo al fin, como la nave de velas rotas que con aguja, hilo y retazos de viento favorable, da con el modo de salvar la esperanza del naufragio. Antígona estaba segura de que sus hermanos, los dos, tendrían acceso a los Hades. Ella creía que los subterfugios de Creonte habían sido suprimidos por el servicio amoroso de sus manos. Ya sea en el Aqueronte o en el Estigio los dos ocuparían su lugar de pasajeros en la nave de velas negras que, al golpe de un viento quemado de filosa obsidiana, va del aquende (donde lleva la voz cantante el relojillo de arena del pulso) hasta el reino donde la eternidad descompone, desgerundia Todo reloj habido y por haberLlegarían al infierno, los recibiría el divino guardián del allende, quien los conduciría al tribunal supremo formado por Minos, Eaco y Radamanto. Ellos sabrían deliberar sin prejuicios, sin los dados cargados, sin proclamar decisiones jaladas de los cabellos de la arbitrariedad. No mandarían a Eteocles a los Campos Elíseos y a Polinices al Tártaro y sus castigos. A ambos les darían el mismo trato: al igual que las danaides, Sísifo, Procusto, Titio, purgarían, por un tiempo, sus errores en el báratro, y después, limpios de la parte maloliente, gozarían de los Campos Elíseos teniendo entre las manos el perfecto juguete de lo intemporal. A diferencia de tantos y tantos tribunales terrígenos y, sobre todo, de los que fungen en ese cuerno de la abundancia de lamentos y alaridos -levantado al nivel de “patria diamantina” por los espumosos músculos de dos mares exultantes-, en el Olimpo, los jueces tienen como único y absoluto mandamiento la imparcialidad -que pone a la preferencia en un paréntesis de manos asfixiantes- y no son, no, títeres, siervos, obediencia desenfrenada del hambre que padecen los arcones por el manjar redondo y amarillo. *** Como la prenden, la inmovilizan atándole las muñecas, ya que “se le ha cogido preparando la sepultura” y le dan trato de esclava, lo previamente pensado por Antígona eran, ay, tan sólo sueños sobre el destino de sus hermanos tras la muerte, delirios, lucubraciones de sus ansias, soltarle las riendas a una imaginación de apresuradas pezuñas. En realidad no pudo darle sepultura pertinente, como Dios manda, a Polinices. Le fue prohibido. La obligaron a abandonar su faena a medio hacer, como un sueño que padece la pesadilla del despertar. Y las aves de carroña y los perros famélicos volvieron a las andadas, a remover la pudrición del príncipe, a reanudar el macabro festín engullendo las menudencias del aquende que el hermano de Antígona conservaba aún. https://loscolmillosdeldragon.Weebly.Com/iacutendice.Html | «se forma espontáneamente un cortejo fúnebre»«hacia el mundo sin sol»Caronte de Gustavo Doré «del encuentro feliz con la carroña»«Los cadáveres no pertenecen al Estado»«los cenotes sagrados donde se baña el centro de la tierra»«ríos en que boga la nave del gerundio»«pareciera que Ismene coincide con su hermana»«la fragilidad y la pequeñez conducen a la sumisión» «hemos nacido mujeres y no podemos luchar contra hombres”«ese Cielo agusanado en miniatura»«el Estado dicta preceptos»«la espumosa violencia de la rabia»«atada de manos»«El rey y la princesa discuten al borde del abismo»Abismo II de Tato Moreno Gutiérrez. «“hay que tratar igualmente a los iguales y desigualmente a los desiguales en proporción a su desigualdad”»«La locura no es mi negocio”«Entre el dicho y el hecho tiende su tienda de campaña la cobardía» «criaturas de una lengua enloquecida»“para mis hijos no quiero mujeres malvadas”Detalles de desnudos en El jucio final de Martín de Vos «se exprime el corazón entre las manos»Con el corazón en la mano de Gastonkun «a orillitas del cielo»«ha hecho creer a algunos que iba por el lado del valiente desorden del incesto» «logra sólo subirse al potrillo macilento de la brisa»Un granado que «hace comentarios sangrientos»«yace a la intemperie»» la carroña que pide a gritos su avidez»«mercader de la muerte»«y esconder en un relicario su último suspiro»«ni sus aullidos esconderse bajo máscaras de sordina»«espectro al que poco a poco se le desmoronaran todas y cada una de sus células»Dibujo de Ramón Martínez Cervantes La nave «da con el modo de salvar la esperanza del naufragio»Entrando en la tormenta de Carlos Parrilla Penagos «todo reloj habido y por haber»«el tribunal supremo»«teniendo entre las manos el perfecto juguete de lo intemporal» «levantado al nivel de ‘patria diamantina’ por los espumosos músculos de dos mares exultantes» «a remover la pudrición del príncipe» |
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