Polémica Calderoniana – Böhl vs. Mora
Tras la Guerra de la Independencia, las Cortes se reúnen en Madrid en octubre de 1813. Poco después, Napoleón reconoce a Fernando VII como rey de España, que entra el 22 de marzo de 1814 camino de Valencia con el apoyo general de la población y recibe de la mano de un grupo de diputados afectos al rey, el llamado Manifiesto de los Persas, que representa una declaración en favor de la restauración absolutista.
El primer paso hacia el nuevo movimiento romántico lo constituye la polémica entre Nicolás Böhl de Faber (1770-1863) y José Joaquín de Mora (1783-1864). En 1814 publicó Böhl de Faber en el Mercurio Gaditano un artículo titulado “Sobre el teatro español. Extractos traducidos del alemán de A. W. Schlegel por un apasionado de la nación española”, en el que exponía las ideas de Augusto Guillermo Schlegel sobre el teatro español e inglés contenidas en sus conferencias Sobre el arte dramático y la literatura (1809-1811).
Böhl de Faber (el “apasionado de la nación española”) era cónsul en Cádiz de la Liga Anseática y en 1805 emprendió un viaje a Alemania con su mujer y dos de sus hijos, Cecilia (futura “Fernán Caballero”) y Juan Jacobo. En Alemania, su preocupación religiosa, unida a la galofobia que despertó en él la política de Napoleón, a quien antes admiraba, lo llevó a convertirse al catolicismo en 1813 y regresar a Cádiz, donde publicó su primer artículo sobre las ideas de Schlegel y en el que identificaba el romanticismo con el tradicionalismo y la reacción política.
En el mismo periódico que había publicado Böhl su artículo, apareció una réplica (“Crítica de las reflexiones sobre el teatro insertar en nuestro número 121”), firmado por Mirtilo Gaditano, que no era otro que José Joaquín de Mora (1783-1864), en el que se enfrentaba con Böhl en nombre de las reglas del clasicismo francés. José Joaquín de Mora, tras afirmar la superioridad del arte clásico, negaba originalidad al romanticismo y se oponía al intento de Böhl de identificar con Calderón toda la literatura española. Böhl contesta a Mora (Mirtilo) con un folleto titulado Donde las dan las toman (1814) y acusa a Mora de afrancesado y enciclopedista.
En 1817 se reavivó la polémica con una carta de Böhl enviada al periódico Crónica Científica y Literaria, en cuya redacción trabajaba Mora, en la que defendía el concepto tradicional español de vida frente a las ideas extranjeras. Mora respondió mostrando el adelanto europeo en relación con España y criticando a los románticos por sus arbitrariedades formales. Las discusiones prosiguieron hasta 1820.
En 1818, terció en la polémica Antonio Alcalá Galiano (1789-1865) en favor de Mora y contra la introducción del Romanticismo reaccionario germánico por Juan Nicolás Böhl de Faber. Galiano emigró más tarde a Londres donde apoyó la nueva estética romántica, de lo que da fe su “Prólogo” a El moro expósito (1834) de Ángel de Saavedra, Duque de Rivas, que se tiene por el manifiesto del romanticismo español, comparable al Préface de Cromwell de Víctor Hugo de 1827. El espíritu ilustrado de Mora no podía soportar la identificación de la grandeza española con Calderón de la Barca y sus valores, como Böhl de Faber pretendía, apoyándose en autoridades extranjeras. Esta polémica tenía sus raíces en la polémica de “las dos Españas” irreconciliables, y que los románticos intentaron superar.
Böhl de Faber dio a conocer en España el pensamiento de Schlegel, las investigaciones alemanas sobre la literatura española, la poesía de Byron y los libros de Mme. de Staël. Böhl de Faber decía romanesco para referirse a lo romántico, mientras que Mora utilizaba el término romántico, que fue el que al final se impuso. Böhl y Durán, siguiendo a Schlegel, habrían de influir en los dramaturgos románticos españoles, reduciendo el romanticismo al pasado y presentándolo como el único modelo a seguir frente a las creaciones verdaderamente románticas del presente.
La religión como factor clave en la polémica
En la polémica entre Böhl y Durán, por un lado, y Mora y Alcalá Galiano, por otro, estaban en juego otros muchos factores, en primer lugar el religioso.
«Böhl, con fervor de neófito, no se contentó con poner de relieve, como había hecho Schlegel, el valor espiritual del drama calderoniano, sino que identificando en absoluto la poesía de Calderón y el catolicismo español, los convirtió en términos inseparables que había que aceptar o rechazar íntegramente. El descrédito del teatro calderoniano no era más que una forma de hostilidad a lo que significaba espiritualmente. […]
No era la poesía de Calderón lo que atraía principalmente a Böhl, sino el sistema espiritual que le atribuye. La posición de Mora y Alcalá Galiano no dependía, sin embargo, de su falta de fe; era estrictamente literaria. La carencia de espíritu religioso no les impedía admirar a fray Luis de León, y lo admiraban porque veían en su obra la antítesis del culteranismo. Calderón no les desagradaba por su identidad con un sistema espiritual determinado, sino por su semejanza con la poesía de Góngora y el arte de Churriguera. […]
Todo lo que dice Schlegel referente al Estado moderno español, a la pérdida de las libertades medievales y a la tiranía política de Felipe II, desaparece por completo en el texto español [traducido por Böhl], y no digamos las alusiones al poder eclesiástico. (Lo cual pudo haberle servido a Mora para combatir a Böhl; pero bien se ve que no conocía ni la traducción francesa de la obra de Schlegel.) […]
El fracaso de Böhl y la llegada del Romanticismo liberal
Hasta en los países donde el nuevo movimiento romántico apareció unido desde el principio a un sentimiento tradicionalista, el creciente carácter reaccionario determinó la ruptura. Así había de ocurrir en Alemania, así también con los jóvenes románticos de Francia tras la coronación de Carlos X en 1825. Si en Italia los liberales del Norte acogieron favorablemente las ideas de Schlegel, es porque les servía de apoyo en sus aspiraciones a la unidad nacional. En España la unidad no necesitaba de predicación especial, pero el carácter patriótico y aun tradicionalista que distinguió al liberalismo español al calor de la guerra de la independencia, quizá hubiera permitido su asimilación al romanticismo por lo que tenía de nacionalista. El antiliberalismo de Böhl malogró esta posibilidad. Identificar las nuevas tendencia literarias con el absolutismo, cuando la gran mayoría de los escritores españoles eran liberales o reformadores “ilustrados”, y estaban padeciendo por ello dura persecución, no pudo servir en el fondo sino para desacreditar la causa que defendía.
Lo peor es que la arruinaba para todos, liberales y serviles. Los representantes de la tradición española que podían haberle sostenido, tampoco lo hicieron. Böhl se dio cuenta con amargura de que en su cruzada romántico-tradicionalista estaba prácticamente solo, y no supo explicarse su causa. Si encontró al cabo algún reconocimiento, fue por su labor erudita y su españolismo; pero la Academia Española, al acogerle en su seno, no rompía ninguna lanza en favor de las teorías románticas. Böhl sabía de sobra que el tradicionalismo español era irreconciliable con el espíritu de la Ilustración, pero ignoraba, al parecer, que aquel tradicionalismo había de oponerse a cualquier novedad por el hecho de ser novedad principalmente. La innegable verdad que Böhl desconocía era que el catolicismo español, con todo su arraigo y poder institucional, representaba entonces una fuerza culturalmente negativa, sin capacidad de expresión adecuada en un mundo nuevo. Hasta que se liberalizó o modernizó con Jaime Balmes y Donoso Cortés a mediados del siglo XIX, el catolicismo español no pudo hablar un lenguaje a tono de los tiempos y eficaz, en consecuencia, para su propia causa.
El intento de Böhl era, además, prematuro. Él mismo se dio cuenta de que el siglo XVIII no era aún “pasado” en España, sino presente. Lo que para Böhl fueron lecturas de años atrás, ya olvidadas, en España solo empezaron a tener difusión general mucho más tarde. Las traducciones de Rousseau y Voltaire se imprimieron en Francia, y no tienen libre acceso al otro lado de los Pirineos hasta la segunda y tercera década del XIX en las etapas liberales.» (Llorens Castillo 1979: 24 ss.)
El Romanticismo y la identidad nacional española
«No hay duda de que Juan Nicolás, recién convertido al catolicismo, era persona extremadamente conservadora y que ligó la defensa del nuevo estilo literario a su antiliberalismo visceral. Lo que interesa subrayar es que el matrimonio Böhl añadía a su romanticismo y conservadurismo un tercer rasgo: la consagración de la identidad española en términos nacionales modernos e incluso su exaltación como una de las más románticas de Europa. Porque Böhl de Faber, como Schlegel, seguía las ideas de Johann Gottfried Herder, para quien tanto las lenguas como las literaturas eran “nacionales”, es decir, expresaban una determinada manera de ser y de concebir la realidad por parte de un pueblo. Y no solo incluían todos ellos a España como una de las más indiscutibles naciones o “formas de ser” del mundo europeo, sino que consideraban al espíritu nacional español, tal como había quedado codificado en la obra de Calderón, como el que más se ajustaba al nuevo gusto romántico, al estar dominada su literatura por los valores heroicos, caballerescos, religiosos y monárquicos que habían sido típicos del mundo medieval y que la Europa moderna estaba, desgraciadamente según ellos, perdiendo. Estos románticos alemanes creían que España había demostrado ya su fuerte personalidad y gran creatividad literaria en plena Edad Media, con el Cantar de Mío Cid, y había alcanzado su culminación con la poesía y el teatro del Siglo de Oro. Esa creatividad había decaído a lo largo del siglo XVIII, cuando el afrancesamiento de la corte española hizo que los poetas y dramaturgos se alejaran de Calderón y siguieran las rígidas reglas neoclásicas, ancladas en la visión pagana del mundo propia de Grecia y Roma antiguas que había desterrado el racionalismo ilustrado francés. Según esta interpretación, el siglo XVIII habría sido esencialmente antiespañol. Todo el racionalismo ilustrado, la filosofía del progreso, los valores culturales y políticos del mundo moderno, eran, en último extremo, incompatibles con el mundo mental y la forma de ser de los españoles.
Si los ideólogos de Fernando VII hubieran tenido visión de futuro, habrían abrazado con entusiasmo la reivindicación que Schlegel y Böhl de Faber hacían de Calderón y la literatura española del XVII, pues no había nada más adecuado que esta visión del romanticismo y de la creación literaria para exaltar el Antiguo régimen disfrazándolo de defensa de lo español frente a lo extranjero. Pero sabemos que no era es la preocupación de la derecha española del momento; que la nación, en los ambientes absolutistas, provocaba miedo; y que el miedo pudo más que las conveniencias propagandísticas. El rey absoluto, en resumen, no supo o no quiso hacer suyo ese nacionalismo conservador del romanticismo naciente. […] La España fernandina solo veía en la nueva forma de hacer literatura un fenómeno perturbador, desmelenado, carente de normas, típico de la rebelión y el desorden modernos, y, al igual que en política descarto la nación y prefirió anclarse en la legitimidad dinástica y la religión, en el terreno estético e intelectual se aferró a las normas clásicas. Ni el romanticismo ni, a decir verdad, ningún otro movimiento creativo y renovador llegaron a penetrar en aquel mundo. La irrupción romántica solo se produciría tras la muerte del rey. Y para entonces ya estaba vinculada al liberalismo político.» (Álvarez Junco 2001: 384-385)