La Marsellesa (1937)
Los filmes de reconstitución histórica son aquellos que, con una voluntad directa de hacer historia, evocan un periodo o hecho histórico, reconstituyéndolo con más o menos rigor, dentro de la visión subjetiva de cada realizador y de sus autores. Se trata, pues, de un trabajo artístico-creativo que está más próximo a la operación historiográfica moderna que al libro de divulgación. La Marsellesa, que evidencia también su época, es un film de ficción histórica y posee una clara voluntad de reconstituir la historia.
Contexto y Realización
Jean Renoir (1894-1979) estrenó La Marsellesa en París el 10 de febrero de 1938, dos meses antes del colapso del cuarto y último gobierno del Frente Popular (8 de abril de 1938). La gente corriente, profundamente molesta por las frecuentes huelgas bajo el segundo gabinete del socialista Léon Blum, comprendió que el experimento populista había llegado a su fin.
La realización de esta obra mítica de Jean Renoir –sin duda, una de las mejores síntesis sobre la Revolución Francesa– guarda íntima relación con el significado de la película. El maestro del denominado «realismo poético» quiso contribuir con La Marsellesa a la causa frentepopulista. Producida por suscripción pública, con capital de miles de personas (en su afán de hacer cine para todos y al alcance de todos) y con la colaboración de los sindicatos galos, el realizador dio el protagonismo histórico a la colectividad, priorizando al pueblo en los hechos que narra y no a una serie de personajes célebres (no aparecen Robespierre, Danton ni Marat), tal y como se había hecho en otros filmes sobre la Revolución Francesa. Asimismo, Renoir evitó toda espectacularidad y la grandiosidad de la típica reconstitución histórica, a pesar de conseguir algunas secuencias antológicas como, por ejemplo, la entrada en París, el asalto a las Tullerías y la marcha del rey.
Visión Humanista y Popular
Por otra parte, la lectura que ofrece el autor acerca de la Revolución está muy próxima al humanismo revolucionario y al nacionalismo de esos años treinta, ya que hace hincapié en el internacionalismo del periodo y en la liberación de unos franceses –pueblo y burguesía– de otros franceses –clase dirigente–. Así, la mirada de Renoir equivale a la óptica del pueblo, ya que el gran cineasta no se sitúa junto a él, sino formando parte de él.
Valoración y Legado
Obra artística de gran categoría estética y ética, que todavía conserva su frescura crítica y actualidad, movió en 1968 a las siguientes declaraciones del propio Jean Renoir:
He escrito muy pocos diálogos para La Marsellesa, encontré las tres cuartas partes de los mismos en la documentación. No he mostrado personajes “históricos” del bando revolucionario porque son muy importantes. Se da el caso de que en esta época, tanto desde el punto de vista militar –nos encontramos ante una pléyade de genios– como desde el punto de vista político –topamos con un gran número de gente, que sin duda a causa de la herencia de los filósofos, eran grandes personalidades–: dedicarse a uno solo de ellos quiere decir hacer un film sobre él. Si hubiera presentado a Marat, hubiese acaparado todo el film de principio a fin. Y la Revolución es el pueblo. No creo que la monarquía cayera solamente a consecuencia de los ataques populares, cayó porque tenía que caer, porque había llegado a su fin y los otros no tenían sino que llegar. Era necesario que llegaran, pero hay momentos en que no llegan. Creo que el mayor mérito de los revolucionarios es saber cuándo hay que hacer la revolución.
Es lo que pasó con Lenin. En arte es igual, pero los edificios muertos mantienen una fachada que impone en grado sumo. Hay que intentar servir al público, pero con toda lealtad, sin repetir cosas que han tenido éxito antes. Hay personas muy bien dotadas para esto, yo no. Mis filmes siempre han tenido éxito más tarde. La Marseillaise no tendrá quizás éxito hasta dentro de veinte años.
La Marsellesa no es un panfleto político-revolucionario; por encima de toda ideología está el Arte, con mayúscula. Y el maestro galo, siguiendo la tradición de su padre, el gran pintor impresionista, concibe su narración con extrema finura, con enorme delicadeza y gusto estético, a nivel de significado y significante. Al mismo tiempo, destaca por su singular sentido del humor y ese toque creador pleno de lirismo que lo caracteriza como autor inimitable.
Es fabuloso –y permítaseme este adjetivo– el movimiento de masas y el equilibrio que logra en cada secuencia, en cada escena, en cada plano, sin caer en excesos de ningún tipo y conjugando idóneamente la palabra –la sonoridad fonética del francés– con la fuerza de la imagen fílmica. Todo ello, narrado con un ritmo dinámico muy apropiado y utilizando el montaje analítico-sintético de forma idónea, lo cual arrastra y mantiene el interés del espectador durante su largometraje.
A caballo del género épico y el intimismo, los personajes están perfectamente concebidos, dentro de esa interpretación populista de la historia nacional de Francia. «Y los protagonistas de esa historia –escribirán Jerónimo J. Martín y Antonio R. Rubio (1991, pág. 120)– no son otros que los hombres de la unión de izquierda, el Frente Popular, en lucha optimista y esperanzada contra el enemigo interior (aristócratas-fascistas) y exterior (monarquías absolutistas-Alemania hitleriana)».
Asimismo, resulta impresionante la ambientación y el clima conseguido por el equipo realizador. Finalmente, cabe añadir que en este canto a la Revolución Francesa, Renoir evita toda referencia a la época del Terror, como si aquella hubiera finalizado con la proclamación de la República y la victoria de Valmy sobre los prusianos. Por tanto, solo muestra aspectos de la Revolución entre la primavera de 1789 y septiembre de 1792. Pero todo ello no resta valor a un film que ha pasado con letras de oro a la historia del séptimo arte.
La inglesa y el duque (2001)
Una reconstitución histórica que estaría más en la línea revisionista de François Furet sobre la Revolución Francesa, o asimismo a caballo del biopic y de la historia oral.
Contexto y Controversia
Éric Rohmer (1920-2010) daría a luz a otra obra maestra. Este ideólogo de la Nouvelle Vague y antiguo redactor jefe de Cahiers du cinéma (1957-1963) provocó a la crítica gala con esta película. L’anglaise et le Duc fue rechazada a concurso en el Festival de Cannes 2001 por considerarla «políticamente incorrecta», mientras que en ese mismo año sería invitada por la Mostra de Venecia, donde su autor recibiría el León de Oro en reconocimiento a toda su carrera.
Ciertamente, La inglesa y el duque es una mirada polémica sobre la Revolución Francesa. Acusada de revisionista y conservadora por tirios y troyanos, la verdad es que Rohmer estaba más cerca de las tesis defendidas por el especialista François Furet que de la interpretación marxista (Soboul, Lefebvre) que estuvo de moda hasta poco antes del Bicentenario.
La Perspectiva de Rohmer
Éric Rohmer, siempre a contracorriente ética y estéticamente, va más allá de la historiografía. Él es un artista que se asoma con su tomavistas al hecho histórico que cambió el mundo. Y parece continuar allí donde su maestro Jean Renoir dejara el tema. Como si arrancara de las últimas secuencias de la antes comentada La Marsellesa (1937), su discípulo retoma la etapa más discutida de la Revolución –el Terror (1792-1796), que omite Renoir– para ofrecernos una nueva lectura de esos convulsivos años.
Veamos cómo se justificaba el entonces octogenario realizador:
Si abres el libro Filmographie mondiale de la Révolution Française, editado por Sylvie Dallet y Francis Gendron con motivo del bicentenario francés, no encontrarás una sola película basada en las más de trescientas “memorias” citadas y, por el contrario, no menos de ocho adaptaciones de Les deux orphelines de Adolphe d’Ennery y siete películas basadas en Historia de dos ciudades, de Charles Dickens. Pero aunque sean obras maestras o fracasos, a todas esas películas les falta una dimensión que ocupa un lugar más o menos prominente en la sensibilidad del espectador y es algo que podríamos calificar como “punto de vista”. Incluso el más evolucionado de estos filmes pretende ingenuamente convertirnos en observadores directos de los acontecimientos que relatan y al hacerlo únicamente consiguen hacer más dudosa la verdad que afirman revelar. Para un público habituado a las mentiras de la gran pantalla, solo se consigue un punto de vista objetivo a través del filtro de una subjetividad primaria. Es decir, la versión que cuenta un testigo puede ser incompleta, parcial y mendaz pero su existencia como versión es innegable. En palabras de Pascal, “las percepciones de los sentidos son todas verídicas”. Así, para cualquier cineasta, las menores impresiones de un testigo contemporáneo son más “veraces” que las investigaciones detalladas de cualquier historiador.
Historia Oral y Personajes
Si algo destaca de esta magistral película, a nivel historiográfico, es su reivindicación de la historia oral. Una actividad científica, minusvalorada como fuente histórica, que cobra enorme importancia en la presente realización, precisamente basada en las memorias de una testigo de la Revolución: la aristócrata británica Grace Elliott, que escribió el libro en que está basado el film: Ma vie sous la Révolution. Esta bella dama inglesa, antigua amante de Jorge IV de Inglaterra –con el que tuvo un hijo– y del príncipe Felipe de Orleáns –primo de Luis XVI, llamado Égalité (revolucionario asimismo decapitado bajo el mandato de Robespierre, en 1793)–, sufrió persecución, cárcel y estuvo a punto de subir al cadalso; finalmente sería liberada, regresando a su país natal.
Para encarnar a Lady Elliott –que podría haber sido una espía británica–, el maestro galo elegiría a la actriz Lucy Russell, que logra una convincente interpretación, al igual que el veterano Jean-Claude Dreyfus como el célebre duque de Orleáns, padre del futuro Luis Felipe I, autodenominado «rey de los franceses» (1830-1848).
Análisis y Mensaje
Estamos, por tanto, ante una gran película de reconstitución histórica, que evoca toda una época a través del testimonio coetáneo de Madame Elliott, leído por la cámara-paleta de Éric Rohmer. Digo «cámara», porque el creador de los Seis cuentos morales retrata con suma agudeza las mentalidades aristocráticas de ese periodo: en el caso de Grace, su voluntad de democratizar la institución monárquica al estilo de Inglaterra y, en el del duque de Orleáns, el contemporizar con los nuevos aires revolucionarios. Todo ello, con esa vocación de etnólogo que lo caracterizaba como autor fílmico.
Y, por otro lado, en cuanto a su valoración dialéctica y mensaje connotado, el maestro Rohmer plantea en su film una paradoja aún mucho más profunda: ¿Cómo es posible que en aras de la libertad, igualdad y fraternidad, el nuevo régimen acabara con las personas que pensaban de distinta manera?
En una entrevista que sostuvo Esteve Riambau con el propio Rohmer, el cineasta galo le respondería en esos términos:
Con la excepción de Cahiers du Cinéma, muchos críticos han dicho que era un film reaccionario o, como mínimo, contrarrevolucionario, y eso no es cierto. No es una película política, si bien trata de la política. Se respetan las ideas de todos los personajes y si denuncia alguna cosa es el totalitarismo impulsado hasta el terror.
Conclusión
En resumen, de insolente y sincero cabría calificar a Éric Rohmer por esta relectura crítica de la Revolución Francesa, más en los actuales tiempos de ambigüedad ideológica y confusionismo estético. En este sentido, resulta muy significativa la mostración sin ambages de las contradicciones del pueblo llano y la burguesía, en contra de la exquisitez formal o las costumbres educadas de la nobleza del Ancien Régime.
El gatopardo (1963)
La reconstrucción histórica en el cine a menudo nos dice más de cómo pensaban o piensan los hombres y las mujeres de una generación, la sociedad de una determinada época, sobre un hecho pretérito, que acerca del mismo hecho histórico en sí; es decir, clarifican más el hoy o el ayer –el contexto en que ha sido realizado el film– que la historia evocada. Así, el director cinematográfico se transforma en un historiador. Con una voluntad directa de hacer historia, evocan un periodo o hecho histórico, reconstituyéndolo con más o menos rigor, dentro de la visión subjetiva de cada realizador, de sus autores. País: Italia y Francia.
Contexto Histórico y Político
Cuando Luchino Visconti (1906-1976) realizó El gatopardo, en Europa estaba desarrollándose la denominada «revolución de las nuevas olas», de la cual también participaba el llamado Nuovo Cinema italiano, que encabezaba el también realizador marxista Michelangelo Antonioni, al tiempo que se iba abandonando el estilo neorrealista.
Italia, superado el fascismo, había sido gobernada en la posguerra por una coalición de democristianos, liberales, republicanos y socialdemócratas, que había excluido del Gobierno a los comunistas y socialistas. Pero la coalición centrista se rompió en 1953 y, a principios de los años sesenta, Italia estaba regida por unos gobiernos de transición hasta que, en las reformas de 1962, el primer ministro Fanfani hizo la denominada «apertura a sinistra». Esta nueva coalición –de democristianos y socialdemócratas– posibilitaría el avance de la izquierda en las elecciones de 1963, y la posterior participación de socialistas y comunistas en el Gobierno de Aldo Moro a partir de 1966. En aquellas elecciones, Visconti declaró a L’Unità: «Votaré la candidatura comunista, como siempre he votado… Diré que voto comunista porque soy antifascista».
Visconti y el PCI
Pero aquel famoso «compromiso histórico» no satisfizo a Luchino Visconti, pues algunos críticos dijeron que en El gatopardo actualizó los hechos del Risorgimento con el presente histórico. De ahí que hiciera exclamar al protagonista en el film: «En este país de componendas…, todo queda como está». Así, tras la muerte de Palmiro Togliatti en 1964, las relaciones de Visconti con el Partido Comunista Italiano (PCI) se enfriarían. Además, el PCI comenzó a criticar su labor cinematográfica, acusándolo de haber abandonado el entusiasmo combativo de Senso y haberse replegado en el escepticismo del príncipe de Salina. Esto llevó al realizador italiano a romper con el crítico marxista Guido Aristarco.
Con todo, se sabe que el mismo Togliatti, uno de los fundadores del PCI y sucesor de Antonio Gramsci en la secretaría general, había salido a defender a Luchino Visconti. Lo cuenta uno de sus biógrafos, Rafel Miret Jorba:
Togliatti le recomendó que no alterase la película y muy especialmente que no cortara ni un solo plano. Desgraciadamente este excelente consejo no fue escuchado por la productora, que acortó la duración original en casi 45 minutos.
La Obra Maestra sobre la Unificación Italiana
Después, con la llegada de Saragat a la presidencia en 1964, se constituyó en Italia un gobierno de centro-izquierda. Así, en ese contexto político, había saltado a la pantalla la obra maestra sobre la Unificación italiana, El gatopardo, el famoso fresco de Lampedusa sobre la revolución de Sicilia que le sirvió a Luchino Visconti para mostrar la caída de la aristocracia feudal ante el empuje de la naciente burguesía, un cuadro arrollador, interpretado por Burt Lancaster, que viene a ser como el «canto de cisne» a un mundo superado.
Estamos ante uno de los filmes más importantes, no solo de Luchino Visconti, sino del mismo cine italiano de los últimos años. La evocación del Risorgimento y la modélica reconstrucción histórica es una lección de hacer cine. Tiene una lectura dialéctica propia de su autor e ilustrador fílmico, quien también había manifestado: «Creo que no se puede ser hombre, y mucho menos artista, sin tener una conciencia política. El arte es política».
La película, pues, sigue fielmente la novela cuasiautobiográfica de Tomasi di Lampedusa. Y una vez más, Cine y Literatura testimonian una época clave del siglo XX.
Valores Cinematográficos
Otro de los grandes valores del film –aparte de la antológica secuencia del baile, la partitura musical de Nino Rota y el inteligente reflejo de mentalidades de la época del Risorgimento– es, sin duda, la puesta en escena de Visconti, su inspirada reconstitución de un periodo y su dominio del color para expresar estados anímicos. La fotografía de Giuseppe Rotunno parece inspirada en los tonos de pintores como Delacroix y Hogarth.
Relacionada con su anterior visión del Risorgimento –la también operística Senso (1954), ambientada en la Venecia de 1866–, El gatopardo posee un marco geográfico y temporal distinto (Sicilia, 1860-1862) y una lectura ideológica más comprometida, pues el mismo Visconti había manifestado: «No existen explicaciones ni soluciones de los estados del alma, de los conflictos psicológicos fuera del contexto social. A mi juicio, las pasiones humanas y los conflictos sociales son los que animan y conmocionan la historia». Además, hizo famosa la frase lampedusiana de la novela: «Es necesario que todo cambie, para que todo siga igual».
Octubre (1927)
El Cine Soviético y la Propaganda
En 1919 nacería el cine soviético. Fue el 27 de agosto de ese año cuando Lenin firmó el Decreto de Nacionalización de la Industria Cinematográfica de la Unión Soviética. También pasaban a depender del Estado las salas de exhibición. Resulta claro que el Gobierno comunista quería servirse del cine como medio para exaltar el «nuevo orden» y, bajo esa consigna, tuvieron que desarrollar su arte los grandes cineastas que aparecieron por aquellos años. Es ya célebre la recomendación de Lenin a Lunacharski: «Usted, que tiene fama de protector del arte, debe recordar siempre que, de todas las artes, la más importante para nosotros es el cine». Luego, ante la poca incidencia ideológica de las películas sobre el público, Stalin agregaría en 1924: «Puesto que el cine es el medio mayor de propaganda de masas, hemos de tomarlo en nuestras manos». Y, bajo esa impronta, surgieron las primeras firmas: Vértov, Kuleshov, Kózintsev, Eisenstein, Pudovkin y Dovjenko, entre otras.
Contexto de Realización
En ese contexto, una vez concluida la gran guerra civil en la Unión Soviética (1918-1920) y tras el éxito de La huelga (1924) y de El acorazado Potemkin (1925), el Comité Central del partido encargó al maestro Sergei M. Eisenstein la realización de Octubre, precisamente en el décimo aniversario de la histórica Revolución.
Al morir Lenin (21 de enero de 1924), sobrevino un cambio en la jefatura del Soviet Supremo y el nuevo Gobierno –ya con Stalin en el poder– intervendría directamente en la película, utilizándola para hacer propaganda del sistema. Por ejemplo, en el asalto a la bodega del Palacio de Invierno, los soldados rompen las botellas para que el pueblo no se emborrache. Esto corresponde a la intensa campaña que llevaba a cabo el Gobierno del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) en contra del alcoholismo. Por otra parte, a Eisenstein le sería criticada una cierta tendencia hacia el espiritualismo, porque se estaba viviendo otra campaña en contra de la religión.
Por tanto, en 1927, cuando se realizó este film conmemorativo, Stalin y su grupo ya habían vencido definitivamente (27 de diciembre) sobre la facción encabezada por Trotsky, que sostenía que un régimen comunista en un solo país era una anomalía y que la revolución proletaria únicamente se salvaría cuando el mundo entero hubiera sido encaminado por esa vía. El Congreso del PCUS condenó toda «desviación de la línea general del partido», según la interpretación de Stalin. De ahí que se desterrara a las provincias a Trotsky y a sus partidarios, hasta la expulsión definitiva de este de la Unión Soviética (enero 1929) y su asesinato en México (agosto 1940) por un agente de Stalin, el catalán Ramon Mercader.
La Nueva Ofensiva Socialista
Poco antes, mientras algunas potencias mundiales iban reconociendo al Gobierno soviético, el mismo Congreso del PCUS tomaría varias decisiones que iban a señalar el punto final de la Nueva Política Económica (N.E.P.): comenzó la denominada nueva ofensiva socialista, que introdujo un programa para una rápida industrialización, compuesto por varios planes quinquenales (iniciándose el 1 de octubre de 1928), la cual logró un notable éxito en el desarrollo de la industria pesada (sobre todo, de cara a la defensa nacional), aunque la producción de bienes manufacturados estaba por debajo de las necesidades de la población.
Asimismo, en el campo de la agricultura se introdujo una campaña de colectivización, integrando en grandes entidades las granjas individuales, tales como las koljoz (granjas colectivas) y las sovjoz (granjas estatales). Todo ello, no obstante, iba a ser tema de un nuevo film de encargo de S. M. Eisenstein, La línea general (después titulada Lo viejo y lo nuevo, 1929), cuyo rodaje suspendió precisamente para rodar Octubre.
Análisis del Film
Realizada como si fuera un documental (la escena en la que Lenin dirige un mitin en la estación es modélica en este sentido), Octubre es un canto al triunfo del proletariado universal en una época en la que aún se creía en esa toma del poder popular y una de las más importantes películas de reconstitución histórica, aunque manipule la historia, además de ser una piedra de toque del cine de propaganda soviético. De ahí el reconocido carácter panfletario de algunas secuencias y en su conjunto pero, por encima, está su calidad artística, propia de toda la obra del maestro Eisenstein.
El objetivo historicista, desde una visión oficial (el Gobierno, lógicamente, hizo que se suprimieran los planos en que aparecía Trotsky, aunque ahora aparece uno en las copias restauradas) y de ensayo estético estaban conseguidos, al tiempo que la difusión de la ideología comunista y la justificación bolchevique de la Revolución de Octubre fueron asimismo logradas.
Son muchas las metáforas visuales que posee el film. Por ejemplo, cuando la estatua del zar es derribada y en el montaje se la ve caer tres veces, se hace para reforzar la idea de la caída. Y el mismo pavo real mecánico significa a Kerénski henchido de orgullo ante la puerta del gabinete del zar, y poco después se lo compara con Napoleón.
Caballero sin espada (1939)
Contexto: La Gran Depresión y el New Deal
La Depresión norteamericana no solamente afectó a la economía propia y mundial, sino que cambió las relaciones sociales y la mentalidad estadounidense. El célebre «jueves negro» de Wall Street (24 de octubre de 1929), que tuvo su epicentro en la bolsa neoyorquina, llevó al país a la ruina económica y moral. Situación crítica que persistiría en toda la década de los años treinta y parte de los cuarenta. Asimismo, su influencia en la comunidad internacional se concretaría también en la Segunda Guerra Mundial.
Cuando Franklin D. Roosevelt ocupó la presidencia de los Estados Unidos, una de cada cuatro personas estaba en paro. Índice del veinticinco por ciento que se mantendría cinco años después. Contra esta situación nacería el primer New Deal (1933-35), que se comprometió en tratar a todos por igual, con el consiguiente intervencionismo del Estado en la economía. Pese a la continuada crisis, las elecciones presidenciales de 1936 refrendaron su política, pues Roosevelt no solo obtuvo la mayoría política más amplia de la historia parlamentaria norteamericana –ganó en 46 de los 48 Estados–, sino que pudo lanzar el segundo New Deal (1936-1941).
Hollywood y Frank Capra
Mientras, Hollywood iniciaba el film sonoro y consolidaba el cine de género y el star system, con lo que pronto comenzaría la edad dorada de la meca del cine. En los años treinta se impondrían algunos de los grandes cineastas inmigrados y firmas como John Ford, Howard Hawks, Raoul Walsh, King Vidor, William Wyler y un largo etcétera, quienes, junto con las estrellas de moda, seguirían reinando en el firmamento cinematográfico mundial. Fue una época en la que también se desarrolló el género gang, con obras tan aplaudidas como Las calles de la ciudad (1931).
En este contexto, el maestro de la comedia social americana Frank Capra (1897-1991) realizó una serie de películas que era un reflejo de la dura realidad de la época, pero sobre todo una síntesis de los valores que implicaba el New Deal, la política de Roosevelt. En 1934, el aún joven Capra obtuvo su primer gran éxito con Sucedió una noche, cinta que recibió los Óscar más importantes de la Academia de Hollywood, una ingeniosa comedia de enredo, magistralmente interpretada por la pareja Gable-Colbert, que constituyó una indiscutible muestra de su categoría artística y humana como autor. A este film mítico siguieron otras comedias célebres: El secreto de vivir (1936), Vive como quieras (1938), Caballero sin espada (1939) –las dos últimas interpretadas por James Stewart–.
Análisis del Film
Caballero sin espada es, sin duda, una de las grandes películas de Frank Capra, pues no solo ofrece el triunfo del hombre corriente sobre la élite corrompida, sino también un retrato de la vida norteamericana de los años treinta. James Stewart es el héroe quijotesco que se enfrenta al poder de las finanzas y de la política, además de representar a la mayoría silenciosa estadounidense. De ahí que fuera uno de los filmes calificados de «tesoro histórico» por el Congreso de Estados Unidos como testimonio de un periodo: la América urbana de la Depresión, a modo de recuperación del tradicional sistema de vida americana, que tan bien supo retratar Capra, al tiempo que ayudaba a los sufridos espectadores del país a evadirse en esos años difíciles –soñando despiertos, y olvidando los serios problemas cotidianos– a través de la fantasía y el humor.
Por eso manifestó el realizador:
Toda mi carrera ha consistido en hacer filmes en los que me reía de todos nosotros (y de mí mismo). Esta es, posiblemente, la razón por la que todas mis películas, a excepción de Horizontes perdidos, han sido sobre el pueblo americano. Conozco a los americanos mejor que a la gente de cualquier otro país y sé de qué se ríen y de qué debo reírme yo mismo.
Las uvas de la ira (1940)
Los Reconstruction films, como Las uvas de la ira de John Ford, según la novela de John Steinbeck, reproducen el clima de la Depresión estadounidense. Sin embargo, en las películas argumentales muchas veces se solapan los tres niveles comentados (explicar su tiempo, reconstruir la historia, ficción histórica). Por ejemplo, Las uvas de la ira explica su tiempo –la Gran Depresión en el mundo rural– y reconstruye la historia, pero no es un film de ficción histórica.
Adaptación y Autoría
Si bien Las uvas de la ira está basada en la obra homónima de John Steinbeck, publicada en 1939 y fruto de una serie de reportajes periodísticos, cabe considerar la autoría de la película al realizador cinematográfico, responsable final de su traducción en imágenes, y más cuando el famoso Premio Nobel norteamericano no intervino en el rodaje.
Ciertamente, John Ford (1895-1973), el más destacado pionero del cine americano, es, junto a Chaplin y Eisenstein, el gran maestro del séptimo arte (la penúltima votación de especialistas, con motivo del Centenario de Cine, lo habían dejado el número 1). Ganador del Óscar de Hollywood por El delator, Las uvas de la ira, ¡Qué verde era mi valle! y El hombre tranquilo, la figura y obra de John Ford pertenecen ya a la historia y leyenda del pueblo norteamericano.
Contexto Industrial y Político
Asimismo, cabe constatar que los efectos de la Depresión también se habían dejado notar en la industria cinematográfica norteamericana. En el campo de la exhibición –asimismo en manos de las grandes productoras, hasta la ley antitrust– 5.000 salas tuvieron que cerrar sus puertas en 1933, mientras que la producción sufrió consecuencias análogas: despido de personal, reducción de salario, rapidez en los rodajes, etc.
Con todo, la 20th Century Fox produjo esta obra. Aunque no es un film de encargo, el magnate Darryl F. Zanuck y John Ford intentaron apoyar la política de Roosevelt pues, si bien no tratan de ponerse al lado de los poderosos, sí hacen propaganda de las tesis demócratas, que en esa época ya no eran mayoritarias ni dominaban en los Estados Unidos.
Legado y Análisis
Medio siglo después, este importante film de reconstrucción –al igual que el antes comentado Caballero sin espada– sería seleccionado por el Congreso estadounidense como uno de los «tesoros históricos», por su fiel testimonio sobre la América rural de la Depresión. Sin duda, es una de las obras maestras del genial John Ford, que ofrece una perfecta evocación de la América de los años treinta.
Basada –como ya se ha dicho más arriba– en la novela de John Steinbeck –que refleja el clima de desolación, desesperanza y pobreza que vivió gran parte del pueblo americano a raíz del crack del 29–, Ford conjuga la poesía cinematográfica con el dramatismo. Al mismo tiempo, el autor consigue identificar a los espectadores con los personajes protagonistas –sobre todo con los que encarnan magistralmente Henry Fonda y Jane Darwell– en esos héroes anónimos o arquetipos que le sirven también al realizador para mostrar su particular concepción del mundo, pues el héroe fordiano –como lo ha definido Jean Mitry– es un hombre que depende de su situación, está inmerso en un ambiente y este ambiente lo domina.
John Steinbeck había escrito otra novela importante, llena también de simbolismo, sobre el mundo rural de los años treinta, De ratones y hombres (1937), traducida también en numerosos idiomas y llevada varias veces al teatro y a la pantalla. Pero ninguna obra ha significado tanto en la historia del cine y es tan representativa de la Gran Depresión como Las uvas de la ira.
El gran dictador (1940)
Contexto Histórico
En 1938, cuando Charles Chaplin (1889-1977) concibió El gran dictador, los totalitarismos europeos amenazaban seriamente la paz de Europa. Al mismo tiempo, la Guerra Civil española estaba en pleno apogeo. Así, a principios de 1939, Chaplin escribió el guion –de trescientas páginas–, e inició el rodaje al día siguiente de la declaración de la Segunda Guerra Mundial.
Producción y Polémica
La realización del film llegó enseguida al conocimiento de la opinión pública mundial, pues Chaplin ya había desatado una gran polémica social con su anterior obra maestra, Tiempos modernos (1936), esa aguda denuncia de la Gran Depresión, de hondo cariz político. Ahora se trataba de una violenta sátira contra Hitler y Mussolini. Por tanto, sufre toda clase de presiones para no dar a luz la película, tanto dentro como fuera de Estados Unidos. Alemania amenazó incluso con impedir la exhibición de películas norteamericanas en el país.
Así, en marzo de 1940, pese a que la mayor parte del rodaje –168 días– había sido terminado, le faltaba el final. Para ello, ideó un discurso cuya redacción duró casi tres meses. Se sabe –escribe John Kobal– que «fue utilizado como texto para sus felicitaciones de Navidad por el director Archie Mayo, y presentado como panfleto por el Partido Comunista en Inglaterra, y posteriormente utilizado contra Chaplin durante la caza de brujas en Hollywood. Era tan apasionado, sentido sinceramente y bien elaborado como cualquiera de sus obras pantomímicas».
Su estreno, por tanto, resultó contundente. Tuvo lugar en Nueva York, el 15 de octubre de 1940, cuando el Eje Roma-Berlín estaba en la mejor posición para ganar la Segunda Guerra Mundial. Su autor, que asistiría en las últimas localidades del cine, declaró al terminar la proyección:
Mi dictador tiene cierto parecido con Hitler. Es una coincidencia que use bigote como el mío, pero yo lo usé primero. He tratado de hacer un resumen de los dictadores. No hay actor que no haya soñado con interpretar a Napoleón. Yo interpreto a la vez a Napoleón y a Hitler, al loco zar Pablo, a todos en uno… La locura es la locura y la brutalidad es la brutalidad; el pueblo las reconoce como tales y no va a dar gritos por eso. Yo solo lucho contra la persecución de los pequeños y de los débiles. En mi película he querido representar a ese hombrecillo que ha sido pisoteado durante muchos años y que puede ser un individuo o una minoría compuesta de numerosos hombrecillos. Parte del tiempo soy el hombre pequeño, y parte, el dictador.
Recepción y Legado
Obviamente, El gran dictador desencadenó una enorme polémica en todo el mundo en que se pudo estrenar. La prensa de Hearst la tachó de comunista; Chaplin tuvo que defenderse con un artículo en The New York Times y en algunos Estados de la Unión fue prohibida (en España, no sería autorizada hasta la muerte de Franco, que se sintió aludido). En la mayoría de países es cortada por la presión de la diplomacia alemana e italiana; especialmente, las secuencias del campo de concentración y del baño de barro, o la escena del baile por considerarla injuriosa para la vida privada del Duce. Sin embargo, cuando Estados Unidos entra en guerra un año más tarde, la película cobra vida y se transforma en un éxito mundial. Chaplin había triunfado de nuevo, artística e ideológicamente.
El film, que además combatía las tesis aislacionistas, poseyó un carácter «profético»: cuando la Unión Soviética pactaba con Hitler y los ejércitos alemanes dominaban Europa y solo permanecía en pie Inglaterra, atrincherada en su isla y sometida a tremendos bombardeos, Charlie Chaplin cantaba y luchaba por la libertad a través del arte cinematográfico.
Análisis Artístico y Temático
El gran dictador es una auténtica obra de arte. Con una estética muy depurada, muy próxima al cine mudo, sus reconstrucciones históricas –como ese frente de la Gran Guerra en la primera secuencia del film– son extraordinarias. Y luego, en la Alemania nazi, la ambientación y los decorados son perfectos. La poesía está ensamblada con la sátira, el buen gusto con la denuncia cruel, el romanticismo con el fanatismo político y el lirismo con la caricatura. Recuérdese, si no, cuando Hynkel baila con un globo terráqueo como el famoso que tenía Hitler y, finalmente, le explota en la cara, o la escena de la peluquería, cuando el barbero recuerda su oficio y afeita a un cliente acompasado con la Danza húngara de Brahms. Chaplin demostró que era un gran artista, el artista por excelencia.
Charles Chaplin interpreta aquí dos papeles: el «Charlot» de siempre, que es el judío perseguido, el eterno vagabundo y filósofo, ahora barbero amnésico desde la guerra del 14, y el de Hynkel (Führer), de quien hace una inmejorable interpretación, la cual ha cobrado valor con el tiempo, junto a esa imitación de los discursos, gestos y ataques. Es francamente magistral. Asimismo, encarnado por el actor Jack Oakie, crea un espléndido Benito Mussolini, con esa impresionante llegada a Berlín, entrevista de los dos dictadores e ingeniosa firma del tratado, dentro de la mejor tradición del género burlesco de Hollywood. Chaplin nunca dejó de hacer cine cómico, de divertir al público a la vez que lo obligaba a pensar.
No obstante, El gran dictador poseía y posee todavía hoy una intención más amplia: la defensa de los derechos humanos, del hombre sencillo, cuyo símbolo fue siempre nuestro «Charlot». Ese antológico discurso final (seis minutos) es un manifiesto contra las dictaduras de todos los tiempos y una proclamación del humanismo –incluso con un fondo cristiano (Chaplin nunca fue comunista)–, que llega a emocionar al espectador, pero sin renunciar a la historia de amor, no solo colectiva sino individual, del relato (incorporado por la «chica» enamorada del barbero judío disfrazado al final de Hitler, Paulette Goddard, que encarna a la angelical Hannah). Se trata, pues, de una de las grandes obras maestras del genial Charlot, la cual, a su vez, es una película política e histórica imperecedera.
Salvar al soldado Ryan (1998)
Contexto: El Día D
Como antaño hiciera Darryl F. Zanuck para la Fox con El día más largo (1962), la superproducción de Steven Spielberg, Salvar al soldado Ryan, trata también del famoso desembarco de Normandía (6 de junio de 1944), el célebre Día D de la Segunda Guerra Mundial, cuando las tropas aliadas –aunque aquí solo norteamericanas– desembarcaron en la playa de Omaha para iniciar la definitiva liberación de Europa. Una lluvia de fuego alemán recibió a los soldados yanquis, que murieron a centenares.
Argumento y Realización
No obstante, el film centra la acción en el siguiente episodio: el Estado Mayor estadounidense recibe el informe de que tres hermanos han muerto durante esta gran conflagración mundial; el cuarto debe ser rescatado para devolverlo a su infortunada madre. Tras la cruenta victoria, un grupo especial –al mando del capitán Miller– deberá salvar al soldado Ryan de la tragedia y enviarlo a casa.
Se trata, pues, de otra impresionante película de Steven Spielberg (Cincinnati, 1946), ganadora de los principales Óscar de Hollywood (cinco estatuillas doradas: mejor director, fotografía, montaje, sonido y efectos sonoros), que es una auténtica obra maestra del séptimo arte y uno de los grandes filmes bélicos de todos los tiempos. El crítico de The Washington Post, Stephen Hunter, fue incluso a más: «Aguda, conmovedora, tan intensa que convierte tu cuerpo en un reducto de músculos apretados, es, simplemente, la mejor película bélica que se haya hecho nunca». Una vez hechas tales afirmaciones –el espectador lo deberá comprobar por sí mismo–, cabe consignar que esta nueva superproducción, sin abandonar las convenciones de un género cinematográfico que Spielberg recupera como autor, se aleja del estilo tradicional made in Hollywood.
Estética y Humanidad
Rodada con la técnica del documental –cámara al hombro– y con un cromatismo próximo al blanco y negro, que incluye el granulado de la imagen, imitando un tanto las tomas de El día más largo, Salvar al soldado Ryan posee una fuerza estética y humana pocas veces vista y sentida en la pantalla. Ayudado por la partitura musical de John Williams y la extraordinaria fotografía de su también colaborador Janusz Kaminski, Spielberg evoca unos hechos trágicos como un verdadero artista. A tal fin, logra varias secuencias antológicas –especialmente, las que abren y cierran el film, de media hora de duración cada una–, y consigue implicar en la acción al público con el estremecedor ruido de los morteros y cañones, cuyos disparos y bombas –ofrecidos con un alto nivel de decibelios– llegan a acongojar seriamente. Combates que son vistos y mostrados a la altura de los ojos de los soldados.
Así, basado en el libro de Steven Ambrose, D-Day. The Climactic Battle of World War II, desmitifica el legendario desembarco de los Aliados en Normandía y evita el tópico maniqueo de las hazañas bélicas, evidenciando la crueldad y la cara inhumana de la guerra en ambos bandos.
La Visión de Spielberg
Con motivo de la presentación de su película en la Mostra de Venecia de 1998, el mismo Spielberg comentaría:
En Salvar al soldado Ryan solo reflejo lo que de la guerra me explicó mi padre. Odio la guerra. Pero creo que la Segunda Guerra Mundial ha sido el evento más importante de todo el siglo XX y quería hablar de ella a las nuevas generaciones. Espero que con ella contribuya a aumentar el respeto por la historia.
Ciertamente, pocos filmes sobre temas bélicos –citaré únicamente dos magistrales, representativos de las dos grandes guerras: Senderos de gloria y Los mejores años de nuestra vida (aunque este se centre en la inmediata posguerra), ambos comentados en este volumen– poseen el vigor dramático y la perfección creadora de la presente película-río. De ahí que Salvar al soldado Ryan tenga la entidad de un clásico –de una tragedia griega, si me apuran–, un tono antibelicista y ánimo pacificador –en una segunda lectura–, haciendo hincapié al mismo tiempo en la nobleza y el espíritu de sacrificio, lo cual –pese a cierto aire propagandístico– lo dignifica como obra artística.
Todo ello justifica sus excesos de violencia y realismo atroz, por el carácter verista y simbólico a la vez, pues ha retratado el alma humana con voluntad de entomólogo. Steven Spielberg ha sabido tocar las fibras sentimentales del espectador y, asimismo, ensalzar el heroísmo e incluso el patriotismo norteamericano.
Por último, para defenderse de ese cataclismo de sangre y furor, náusea y muerte, brutalidad e infamia, pavor y venganza, odio y fanatismo, hastío y dolor –hay gente que abandona la sala por la dureza de las imágenes–, el rey Midas de Hollywood se ha pronunciado también así:
Los chicos de hoy han crecido entre los videojuegos y las películas donde la sangre, el dolor y la muerte se reducen a puro entretenimiento. El resultado es que están, estamos, anestesiados frente a la violencia. Por eso he querido representar la guerra en todo su horror, de la manera más realista posible, y creo que lo he conseguido.
En definitiva, un espectáculo dantesco que, sin duda, ya ha pasado a la historia del cine.
Roma, ciudad abierta (1945)
Los Reconstruction films son aquellos filmes que, sin una voluntad directa de hacer historia, poseen un contenido social y, con el tiempo, pueden convertirse en testimonios importantes de la historia, o para conocer las mentalidades de cierta sociedad en una determinada época.
El Neorrealismo Italiano
Roma, ciudad abierta, juntamente con Ossessione (1942), de Luchino Visconti, es una de las obras maestras del Neorrealismo, constituyó el punto de partida del movimiento italiano y ejercería enorme influencia en el cine como medio de comunicación social, a nivel ético y estético.
Ciertamente, hasta la llegada de esta corriente fílmico-ideológica no se abrieron del todo las puertas del séptimo arte como mass media. No tanto porque sus integrantes tomaran la cámara y salieran a la calle para captar las imágenes de la realidad cotidiana (ya lo habían hecho antes Martoglio y Serena, moda en la época, junto a Jean Renoir –Toni (1934)– y algunos cineastas españoles de los años treinta, aparte de los norteamericanos Vidor, Dmytryk, Dassin), sino porque representó una ruptura con el cine industrial made in Hollywood y demás estudios poderosos europeos, y revolucionó el arte de las imágenes, dando un importante paso hacia la libertad creadora, que influiría radicalmente en las generaciones posteriores, no solo italianas, sino japonesa, india y hasta española (Bardem-Berlanga), a la vez que posibilitó en buena parte lo que denominamos «revolución de las nuevas olas» de los años sesenta.
La reacción neorrealista constituyó, asimismo, una postura comprometida ante el cine, la sociedad y el espectador que la compone y al cual iban dirigidas sus películas. Vino a ser como una toma de conciencia de un cine alejado de los géneros tradicionales del séptimo arte y de los mitos de Hollywood, que llevaría a decir al fenomenólogo Amédée Ayfre que «El Neorrealismo es una descripción global de la realidad a través de una conciencia global» y por «la conciencia total del artista», matizaría el gran teórico André Bazin. Sus hombres, por tanto, fueron auténticos creadores, y con estilo propio tomaron pie en el clima de posguerra y en una temática que afectaba o al menos interesaba a todos. Era, en definitiva, la visión de cada autor, de cada cineasta, a fin de comunicarse con el público íntimamente.
Así, el director de cine neorrealista, en contra del artista realista tradicional (Emile Zola, por ejemplo), no analiza la realidad ofreciendo una síntesis según su concepción del mundo, sino que «filtra» esa realidad y la ofrece en la pantalla –a veces distanciándose, como sucede en algunas obras del pionero Roberto Rossellini, influido por el llamado «distanciamiento brechtiano»– para que el espectador «viva» una historia –no que se «identifique» con ella o los personajes, como ocurre en el cine americano– que a veces es la suya propia, y saque sus propias conclusiones personales. De ahí que, siguiendo a Bazin, las películas neorrealistas tengan un sentido a posteriori, mientras que a priori poseen la estética.
Evolución y Legado del Movimiento
En 1953 se celebraría el Congreso de Parma, donde se reunieron los impulsores del Neorrealismo al ver que el movimiento perdía fuerza y comenzaron a teorizar qué era, cuál era su verdadera esencia, qué peligros lo acechaban –en plena crisis industrial de la cinematografía italiana– hasta llegar al manifiesto de 1955 y su extinción en el año 1957, con Las noches de Cabiria, de Federico Fellini, según el citado especialista André Bazin. No obstante, dejaron un legado, un espíritu, que todavía perdura en el cine actual –piénsese, por ejemplo, en Lamerica (1994), de Gianni Amelio– y es un retrato del mundo contemporáneo.
Producción y Argumento
Así, Roma, ciudad abierta está considerada como la película que definitivamente abrió el fuego. Rodada con escasos medios por las calles de Roma y sus alrededores –además de escenarios en estudios–, se inició su filmación en enero de 1944 sin sonido. Financiada por una dama italiana, e inspirada en hechos reales, Roberto Rossellini (1906-1977) amplió el proyecto con otros guionistas y combinó la reconocida pareja protagonista con actores no profesionales, para abaratar asimismo los costos.
En la Roma ocupada, Giorgio Manfredi, líder de la Resistencia, es perseguido por la Gestapo. Refugiado primero en casa de Pina, la mujer de un amigo –a la que matarán los nazis– y después en el apartamento de su antigua amante, Marina, es denunciado por esta y detenido junto con don Pietro, un capellán que colabora con la Resistencia. El comunista Manfredi, sometido a la tortura, morirá sin delatar a sus compañeros y actividades, mientras el sacerdote será finalmente fusilado.
Recepción e Importancia Histórica
Triunfadora en el Festival de Cannes de 1946 y con gran éxito en Estados Unidos, Roma, ciudad abierta no fue autorizada en España hasta 1969. En la actualidad, el paradigmático film de Roberto Rossellini ya ha pasado a la historia como un excepcional documento socio-psicológico sobre las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial.