Los siete contra Tebas
Hallándose ya Edipo en la aldehuela de Colono, a sólo un vuelo de pájaro-herido-de- muerte de Atenas, en compañía de la dulzura y la piedad y estando ya a punto de desaparecer devorado por las fauces invisibles del misterio, estalló la contienda de los guerreros de Argos contra los labdácidas, que Esquilo y Eurípides ven con diferentes ojos, opuestas sensibilidades que describen con plumas arrancadas de diversos cisnes moribundos. *** El aire, que interviene en toda batalla, se puso del lado de los dánaos y sopló desde Corinto… A la voz de una señal de pífanos y toda suerte de instrumentos de viento, salíó a campo traviesa en dirección a la ciudad de Cadmo, en grupos con sus ráfagas en ristre. Primero iba al trote, cual si llevara chapulines en las pezuñas, urgido por las riendas de la brisa y sus fríos alazanes de crines vaporosas, danzando más que corriendo como caballería ligera; mas después, viento al fin, con la feroz hilandería de polvo de sus patas, emprendíó el galope, pisándole los talones a la prontitud, hasta que, desbocado, vuelto vendaval, iracundia huracanada, se arrojó contra Tebas como invisible anuncio de un futuro muy próximo llegado en estampida. Pero los de Tebas cierran las ventanas, envuelven con cobijas los árboles, clausuran a piedra y lodo las puertas y todos sus resquicios, rodean con sus brazos las estatuas, y, sobre todo, cuentan, en sus muros, con las patrióticas piedras defensivas y logran detener el ataque de esta turba de guerreros fantasmas. *** Apenas se escuchó el rumor de los escuadrones dánaos que se acercaban a la ciudad, como olas desbocadas al golpe de las espuelas de un viento enloquecido, el temor se introdujo por las rendijas y las cerraduras de las siete puertas. Se introdujo y se mezcló con la atmósfera. Las mujeres, que habían salido de sus lares tomadas de las manos y sus flaquezas, lo aspiran, le dan el golpe, y, sintiéndolo inundar sus entrañas, intentan vanamente sacudírselo con el temblor de su cuerpo. Las féminas corren, presas de zozobra, en busca de su pasado y su futuro (por las abuelas y las hijas), con intención de hacer de la plaza pública un foro musical, para que los dioses, con indiferencias de cielo, limpiasen sus oídos al estruendoso llanto que brotaba de sus pupilas. Un foro musical con la escala cromática de sus sollozos, sus vocales al garete, y el instrumento-de-viento acongojado de sus suspiros -que iban desde el ay, ay, ay en sordina hasta el alarido que, en propulsión de arrojo, horadaba las nubes. Ya se dijo: las jóvenes se dieron a abrazarse a sus estatuas, con el mismo gesto con que la fe se agarra a lo imposible, para solicitar su protección como lo hacen las hijas con sus progenitoras, a demandarles el paraguas prodigioso requerido cuando se viene abajo el firmamento. El temor de las mujeres, era la avanzadilla del enemigo, la vanguardia de los siete escuadrones contra Tebas. La vanguardia. Pero su pavor era asimismo el inveterado odio por la guerra, el apego de la dadora de vida por la vida, el terror a que las huestes lancen alaridos de sangre y se vean forzadas a hacer suyo el salvaje impudor de la osamenta. Y era además la violación, el “tributo nocturno”, como dice Esquilo. Que las fuercen, las desfloren y las tiren en el suelo y de espaldas como un poco de tierra bienherida. *** Eteocles no era temerario, pero sí valiente. Se podría decir que portaba adargas en el corazón. Si escondiera un escrúpulo en algún lugar recóndito de su cuerpo, no lo sabríamos, no, porque él y la cobardía hablaban diferente idioma. Cierto que despojó del reino al primogénito, llevado por la pasión que le despertaba el poder, y es que pretendía llevar a buen puerto la nave dircea por el mar, no salobre sino amargo, de un fátum que no conoce ni de oídas la misericordia. Es un príncipe que se enorgullece de su aristocracia de sangre, del flujo que arrastra no sólo hematíes y leucocitos, como cualquier plebeyo, sino glóbulos dorados, y también de tener a Cadmo como ancestro y a los labdácidas como estirpe. “Estoy donde estoy -decía- porque los dioses me ven con ternura y hacen que sus tronidos de dedos me sean favorables”. En la intimidad, presume de que su título nobiliario, que lleva el sello del Olimpo, tiene al calce la firma de dos que tres dioses favorables. Ejerce, además, una falocracia sin adjetivos que imagina al escroto más que una canasta de huevos de cigueña, cofre donde oculta la mayor de sus fortunas, y no tiene empacho, cómo va a tenerlo, en empuñar su rapaz cetro de carne sobre lo que considera manada de seres inferiores -que gimen en la plaza pública y son presas de la cobardía. Les dice: eso que hacéis, oh criaturas insoportables, “¿salvará a la ciudad y dará ánimo a un ejército que está sitiado?”. No las comprende. La miopía -que bebe tragos y más tragos del vino negro de la ceguera- le impide intuir que la progenitora de la especie, la que junta pedacitos de carne en su matriz y hace miniaturas de ser u homúnculos en ciernes, no puede aprobar lo que forjan las mentes y los brazos y los dedos adictos a los campos de matanza. Las amonesta: “¿Andar gimiendo y vociferando postradas ante esculturas de dioses protectores de nuestra ciudad? Todo esto resulta odioso para las personas prudentes”. Pero ellas ven más lejos. *** A Yocasta y sus hijas la luz les era más familiar. El futuro, condescendiente, las dejaba ver algo -que no sería mucho si nada más se apelaba al lloriqueo, la quejumbre y el arrebato estéril. Había que intervenir con actos, con palabras, con presencia. Ellas veían más, veían mejor no sólo que las otras mujeres ignaras y medrosas, sino que los hombres, a quienes Ares había llenado de tatuajes oscuros el corazón. *** En una tregua entre los ejércitos de los argivos y los tebanos -en que una innumerable mesnada de jinetes invasores cercan la ciudad- los dos hermanos, frente a frente, intercambian palabras, argumentos y miradas de odio. Lo hacen ante a su madre que busca entre las exageraciones estrafalarias de la lucha de contrarios la tierra santa de la reconciliación. Cada uno dice sus razones. Polinices, apartándose con su madre, le refiere: «A pesar del desprecio de Eteocles por los derechos de progenitura que me correspondían, convinimos en reinar un año cada quien, ser poseedores del cielo por temporadas. Pero él inmediatamente se puso en el lugar del caudillo uniendo las manivelas del timón con las líneas de la vida de sus manos, lo cual me hizo ver que su trato con los poderosos le había contagiado esa enfermedad incurable que es el abuso, la sinrazón, el puñetazo del porque sí«. A pesar de que él había jurado por los dioses devolver el cetro, cuando vuelvo a exigir lo convenido -para que la justicia no fuese mera palabrería sobre el mar-, mi hermano puso su negación no sólo en el oscuro entubamiento de su boca sino en las siete puertas de la ciudad cerradas a piedra y lodo. Polinices llega a decir a Yocasta: “Haz que me reconcilie con los míos. Tenemos la misma sangre”. Mas en veces a la ilusión se le hace agua amarga la boca… Mucho fue lo que argumentó Polinices frente a Yocasta y a veces ante Eteocles. “Si se logra la reconciliación –decía estoy dispuesto a retirar las escalas de los muros, a obligar a la potencia a desdecirse del acto, y a alejarme con mis tropas de nuestra ciudad”. Pero su gran inquietud -sentimiento en que dominaba el hormigueo de la ansiedad- era esquivar la maldición de Edipo, hacer, si se pudiese, que el negro augurio sufriera un derrame cerebral antes de cumplirse. Pero Eteocles, encarándolo, exclamó: “Si una misma cosa a todos pareciera discreta y sabia, no cabrían entre los hombres agrias disputas”. *** El hombre, como dice el de Abdera, es la medida de las cosas, el que les unta la realidad o el que las entreteje con lo invisible. Pero no el Hombre con mayúscula, no la generalización, la idea, la flor y nata en la cabeza del filósofo, sino el individuo, el pronombre, en primera persona, que arroja puñados de sentido a diestra y siniestra. Eteocles creía tener la razón. Frente a los agresores, era él y no otro, el guardián de la ciudad cadmea. Por eso espetó: “en una palabra, nada cedo. Lo conservo todo para mí… Me arde la cara de vergüenza cuando veo a este hombre que llega con gente armada y viene con el ánimo de asolar su propia tierra”. Eteocles poseía, en grado altísimo, lo que podríamos llamar -agarrando al vuelo con audacia el precioso vocablo de lo exacto- el morbo apropiativo, el hambre descomunal por todo lo apropiable -cosas, ideas, gente- hasta colmar las arcas construidas por el deseo en llamas de sus manos. Pertenece a las personas que querrían, de poderse, llevar bajo la axila, los mejores crepúsculos para adornar las paredes de su casa, confiscar manantiales, ríos, lagunas que escoden entre sus guijas menudencias de cielo; arrebatar, con un zarpazo, trozos de mundo, caudas de maravillas, pedazos de infinito. Pero veamos. Un error no puede ser combatido con otro, como querer apagar el fuego con cubetazos de gasolina en fingimiento de agua. Y mucho menos un error importante aunque no decisivo (el afán de poder de Eteocles) debe generar un yerro de mayor calibre (Polinices llega con apoyo extranjero a combatir a los suyos). Cierto que Eteocles faltó a su palabra y a su juramento a los dioses -y fue el iniciador qué duda cabe de la disonancia que rompíó en ruidosos añicos la armónía-, pero Polinices, enfurecido por las garras en ristre de la perversidad, cayó aún más bajo traicionando a su pueblo, siendo como el viejo dragón de la caverna, hijo de los Titanes, vuelto a nacer, parido por el tiempo para aletear, chimuelo, su venganza. *** Amén de su sagacidad, la reina tenía destrezas manuales para arreglar las cosas: aguamaniles divorciados de las manos sucias, juguetes descompuestos por lo efímero, relojes de arena, clepsidras, zampoñas atragantadas de bemoles y estridencias hechas polvo; pulía plumas de ganso y, ante los matrimonios mal avenidos, pugnaba porque los cónyuges se contentaran nuevamente a la vuelta de un beso. Por esa razón, y un nuevo espíritu que había surgido en ella como uno de los regalos de sus dioses domésticos, pensó la muy ingenua que, en teniendo frente a frente a sus hijos, y hallándose delante uno del otro, iba a poder persuadirlos de la necesidad de abandonar sus obsesiones -que eran el caldo de cultivo de esas iras ubicadas en los andenes del zarpazo- y poner otras terquedades, de buen signo, donde hacían falta, como cuando se acompañan primorosos objetos de cristal con su instinto de conservación algodonada y no con chivos en cristalería. Yocasta dijo para sí: “No voy a llorar. Todo esbozo de lágrimas naufragará en la comisura de mis ojos. No voy a llorar. Yo puedo componer la situación y que vaya este par de locos al redil de la cordura, al gimnasio de razones y sinrazones de la sensatez, a la parálisis estatuaria de dos camisas de fuerza que encarcelen las acciones que el egoísmo depredador de ambos cosquillea en los músculos y se gesta en la frente. No en vano soy su madre. No en vano los dolores del parto modelaron su figura. No voy a llorar. Los dos se me parecen y se parecen entre sí. Heredaron un manojo análogo y distinto de mis cualidades y defectos. Eteocles se arrodilla ante la más execrable de las diosas –la ambición– y se lo voy a restregar en las orejas hasta que su tímpano deje de hacerse el indiferente, el obnubilado, el ´yo no tengo nada que ver con eso´, o el que, papando moscas, luce su sordera táctica como la muralla invisible de su codicia. No voy a llorar. Polinices es un verdadero demente. ¿A quién se le ocurre, acicateado por el rencor -otro numen funesto del Olimpo venir a devastar a Tebas? Pero ¿cómo deshacer el embrollo, cómo lograr una aleación del aire que respiramos con la buena conducta que se esconde hasta debajo de las piedras? ¿Cómo hacer que la gente se retracte, se desdiga de los embustes que su brújula, desorientada, ha venido machacando? El rencor de Polinices no es un rencor cualquiera, -un acíbar en las rocas que bebe el agraviado-, sino que es un rencor ambicioso (que en algo se confunde con la avidez de Eteocles) y la pasión de este último no es sólo el frenesí de un descomunal alargamiento de manos para atraer al corral de lo propio todo lo que en la atalaya vislumbra el catalejo, sino también es una ambición rencorosa, como el agravio inolvidable en que Eteocles se ha sentido siempre desplazado por los derechos de progenitura que al menor descuido lo desnudan de piel para darle latigazos en la carne viva. ¿Cómo destruir el embrollo?” Ante su progenie, las palabras de Yocasta perdieron el sentido, volvíéronse puro aire ya sin letras, se ensimismaron en la boca, hasta tornarse el nudo (no gordiano) en la garganta de su mudez vencida. *** El acoso broncíneo de los dánaos hace temer la próxima caída de la ciudad. Se podría decir, ay, que Tebas se halla sólo a un suspiro de dar de pies a boca con la nada. Todo depende del estado de ánimo de Ares y de los trabajos y los días de las Erinis, las “diosas de la muerte”. Creonte, tronándose los dedos, y tomando el pulso a sus temores, se entrevista con Tiresias -tan anciano e invidente como Edipo- y, en compañía de su sostén filial, tan amoroso como el báculo (hecho con la madera fina de la ternura) o como la brújula-irradiante-de-luz (de su sentido de orientación), que gozaba la mazmorra peregrina del rey ciego. Tiresias, ciego, sí, pero vidente desorbitado, sin cataratas en el tercer ojo, oye las preocupaciones de Creonte, no como quien oye llover, sino como quien tiene ante sí un diluvio de fuego. ¿Cómo hacerle para no perder la guerra y con la guerra todo, lo que se dice todo? Esta era la pregunta, la zozobra entre signos de interrogación, que embargaba a Creonte. Tiresias, que había buscado en las entrañas de los jabalíes y las reses, en el vuelo de las aves, y en los ideogramas de las yerbas de té, el velado rostro y la voz en sordina del futuro, le dice a Creonte que la única forma en que no perezca Tebas envuelta en las llamas de la derrota, es que uno de sus hijos se sacrifique, se autoinmole, dé su vida a torcer. Creonte tenía dos hijos: Meneceo, que hereda el apelativo del padre de su padre, y Hemón, novio de Antígona, y tan dulce y duro como canto de protesta. Creonte, con toda su ampulosa majestad y el dominio que, flagelo en vilo, tenía de sí propio, al oír a Tiresias, se volvíó de repente un detritus, con sus entrañas en completo desbarajuste y en los bordes de un autismo emparedado sin una sola rendija por la que se colara el aire puro. El joven escucha los decires de Tiresias, se le revuelve el alma en el matraz del corazón, pero, al sentir el aleteo de la paz en sus entrañas, decide dar su vida a favor de su gente: y en una de las puertas, descobijado de la precaución y con la valentía ascendiendo hasta el último peldaño de la temeridad, salvó a la tribu de Cadmo, a las mujeres y hombres de tierra, a quienes el lloro, que nace ante la cercanía del infortunio, estaba convirtiendo en pedazos de limo, prestos a cuartearse, diluirse, deshacerse en su anonadamiento. *** Hipnotizados por la curiosidad, los testigos de la guerra narran, en los linderos de la fantasía, que cuando los guerreros de Adrasto se vieron frente a las puertas tebanas, se elevó, con el polvo conjurado por las pezuñas de los corceles, un ágüila gigantesca del tamaño de lo inverosímil que, lanzando graznidos, venía en picada de muerte contra los cadmeos, pero que la tierra, abonada por la próxima debacle, resucitó al dragón ancestral y originario para defender lo propio. Añaden los testigos que, si no los pueblos, sí los espíritus de los pueblos entablaron un duelo a muerte en un cielo en pie de guerra. Dicen también que, al tronar de dedos del destino, en el instante en que Meneceo dejaba la precaución al cuidado del olvido para ofrendar su vida, los dos animales fantasmagóricos en celestial pugilato, detuvieron de golpe su frenética iracundia y, deviniendo amorfos, cayeron, como lluvia de líneas y colores sin orden, ni concordia, ni sentido fecundados por la nada. *** A poco, los mandos de las huestes decidieron que el litigio entre los espartanos y los labdácidas se resolviese con un duelo entre Polinices y Eteocles (algo así como la feliz idea de los reyes de Roma y Alba Longa de que la lucha entre sus reinos no fuese sostenida por las mesnadas -con su precio de sangre y ataúdes sino por los Horacios y los Curacios. Algo parecido. Ambos eran diestros con la espada. Donde ponían el ojo, ponían la pudrición de la carne, los aullidos de despedida y los primeros murmurios del cantar victoria. Uno, Eteocles, tenía la fuerza del viento que derrumba los árboles y hace de la distancia más corta entre dos puertos el navío-que-despliega-el-velamen de la línea recta. Otro, Polinices, era la agilidad por antonomasia. Tenía puntos cardinales suspensivos en redor de sus pies. Cada uno estaba pendiente de un descuido del otro. Era en realidad un duelo de guadañas. Eteocles se tiró a fondo y en una rendija casi invisible de la defensa de su hermano, penetró su cuerpo, expuesto apenas, que tuvo en la epidermis la más amable de las anfitrionas, con la bienvenida y los brazos abiertos de la piel sin escudos. Mas al atacar, descobijó en un punto la defensa, lo cual permitíó que Polinices, agonizante, pugnando por hacer coincidir el último golpe con su último suspiro, hendíó el metal en su adversario e hizo que brotara de la herida un borbotón de sangre que, arremolinada y veloz, dejaba al Ismeno y al Dirce en calidad de riachuelos perezosos, desfallecidos, con las pezuñas rotas y encarnando una nostalgia por el coágulo del limo. En el momento en que sus vástagos se arrojan a destruirse mutuamente o en el que cada uno se transmuta de víctima en verdugo y de verdugo en víctima, llegó al fortín donde acaecía el duelo la madre dolorosa. Se detuvo. Vio a izquierda y a derecha. y al leer en el papiro de la palidez facial de su par de locos la escritura borrosa de la vecindad de la muerte delineada con la tinta caliginosa del Tártaro, gimió: “Hijos , llego tarde. Ya no tengo en todo mi repertorio de palabras una sola, ni la más elocuente, ni la más amorosa que pudiera hallarse en los diccionarios de Afrodita, ni la más sabia en menesteres de resurrección, que sirva de algo. Si la digo: será una estatua de aire, sin más consistencia que la de un suspiro más breve que el más breve de los segundos”. Eteocles alcanzó a distinguir la voz de Yocasta. La voz más distante que pudo oír en vida. Entre estertor y estertor y en un relámpago de lucidez logró percibirla; en su último parpadeo, vio a su madre, le tendíó la mano, languidecente, sudorosa y yerta, pero con el impulso heroico, aunque inútil, del que lucha por agarrarse de los bordes huidizos del aquende. Ya ni siquiera pudo decir: esta callada boca es mía. Sólo hablaron los ojos pero de modo rapidísimo, incomprensible, en otro idioma. *** Polinices tuvo una más larga agonía. Una lucha cuerpo a cuerpo, mente a mente, entre el ser y el no ser, entre el pulso y la inmovilidad triunfante del sudario. Viendo a su progenitora y a Antígona, logró balbucir: “Madre, sepúltame y tú también, hermana mía, en la tierra de mis padres… ¡Pueda yo al menos obtener un rincón en la tierra de mi patria”. Después el silencio devoró su boca y a continuación la eternidad devoró su silencio. | «con plumas arrancadas de diversos cisnes moribundos»«Primero iba al trote, cual si llevara chapulines en las pezuñas»«como olas desbocadas al golpe de las espuelas de un viento enloquecido» «el apego de la dadora de vida por la vida»«los dioses me ven con ternura y hacen que sus tronidos de dedos me sean favorables»«hace miniaturas de ser»«A Yocasta y sus hijas la luz les era más familiar»«intercambian palabras, argumentos y miradas de odio»«uniendo las manivelas del timón con las líneas de la vida de sus manos»«estoy dispuesto a retirar las escalas de los muros»«confiscar manantiales, ríos, lagunas»«como el viejo dragón de la caverna, hijo Titanes»«aguamaniles divorciados de las manos sucias» «juguetes descompuestos por lo efímero»«y no con chivos en cristalería»«hasta que su tímpano deje de hacerse el indiferente»«que se esconde hasta debajo de las piedras»«su brújula, desorientada»«un descomunal alargamiento de manos»«puro aire ya sin letras»las “diosas de la muerte” «Tiresias, ciego, sí, pero vidente desorbitado»«deshacerse en su anonadamiento» «un ágüila gigantesca del tamaño de lo inverosímil»«resucitó al dragón ancestral y originario»«como lluvia de líneas y colores»«los Horacios y los Curacios»Cavalier d’Arpino (Giuseppe Cesari) Duelo entre Polinices y EteoclesDuelo a garrotazos, de Francisco de Goya. «Entre estertor y estertor y en un relámpago de lucidez logró percibirla»«Después el silencio devoró su boca y a continuación la eternidad devoró su silencio» |