Canto XXXI del Paraíso
La Visión Beatífica
En forma de blanca rosa se ofrecía a mi vista la milicia santa que Cristo con su sangre hizo su esposa; pero la otra, que volando ve y canta la gloria de aquel que la enamora y la bondad que tan excelsa la ha hecho, como un enjambre de abejas, que ora se posa sobre las flores, ora vuelve al sitio donde su trabajo se convierte en dulce miel, descendía a la gran flor que se adorna de tantas hojas, y desde allí se lanzaba de nuevo hacia el punto donde siempre permanece su Amor.
Todas estas almas tenían el rostro de llama viva, las alas de oro, y lo restante de tal blancura, que no hay nieve que pueda comparársele. Cuando descendían por la flor de grada en grada, comunicaban a las otras almas la paz y el ardor que ellas adquirían volando; y por más que aquella familia alada se interpusiera entre lo alto y la flor, no impedía la vista ni el esplendor, porque la luz divina penetra en el universo según que éste es digno de ello, de manera que nada puede servirle de obstáculo.
Este reino tranquilo y gozoso, poblado de gente antigua y moderna, tenía todo él la vista y el amor dirigidos hacia un solo punto.
¡Oh trina luz, que centelleando en una sola estrella, regocijas de tal modo la vista de esos espíritus!, mira cuál es aquí abajo nuestra tormenta.
Si los bárbaros, procedentes de la región que cubre Hélice diariamente girando con su hijo a quien mira con amor, se quedaban estupefactos al ver a Roma y sus magníficos monumentos, cuando Letrán superaba a todas las obras salidas de manos de los hombres, yo, que acababa de pasar de lo humano a lo divino, del tiempo limitado a lo eterno, y de Florencia a un pueblo justo y santo, ¿de qué estupor no estaría lleno? En verdad que, entregado a tal estupor y a mi gozo, me complacía el no oír ni decir nada.
Y como el peregrino que se recrea contemplando el templo que había hecho voto de visitar, y espera, al volver a su país, referir cómo estaba construido, así yo, contemplando la viva luz, paseaba mis miradas por todas las gradas, ya hacia arriba, ya hacia abajo, ya en derredor, y veía rostros que excitaban a la caridad, embellecidos por otras luces y por su sonrisa, y en actitudes adornadas de toda clase de gracia.
Mi vista había abarcado por completo la forma general del Paraíso, pero no se había fijado en parte alguna; entonces, poseído de un nuevo deseo, me volví hacia mi Dama para preguntarle sobre algunos puntos que tenían en suspenso mi mente; pero cuando esperaba una cosa, me sucedió otra; creía ver a Beatriz, y vi un anciano vestido como la familia gloriosa. En sus ojos y en sus mejillas estaba esparcida una benigna alegría, y su aspecto era tan dulce como el de un tierno padre.
– Y ella, ¿dónde está? -dije al momento.
A lo cual contestó él:
– Beatriz me ha enviado desde mi asiento para poner fin a tu deseo; y si miras el tercer círculo a partir de la grada superior, la verás ocupar el trono en que la han colocado sus méritos.
Sin responder levanté los ojos, y la vi formándose una corona de los eternos rayos que de sí reflejaba. El ojo del que estuviese en lo profundo del mar no distaría tanto de la región más elevada donde truena, como distaban de Beatriz los míos, pero nada importaba, porque su imagen descendía hasta mí sin interposición de otro cuerpo.
– ¡Oh mujer, en quien vive mi esperanza, y que consentiste, por mi salvación, en dejar tus huellas en el Infierno! Si he visto tantas cosas, a tu bondad y a tu poder debo esta gracia y la fuerza que me ha sido necesaria. Tú, desde la esclavitud, me has conducido a la libertad por todas las vías y por todos los medios que para hacerlo han estado a tu alcance. Consérvame tus magníficos dones, a fin de que mi alma, que sanaste, se separe de su cuerpo siendo agradable a tus ojos.
Así oré, y aquella que tan lejana parecía se sonrió y me miró, volviéndose después hacia la eterna fuente. El santo Anciano me dijo:
– A fin de que lleves a feliz término tu viaje, para lo cual me han movido el ruego y el amor santo, vuela con los ojos por este jardín; pues mirándolo se avivará más tu vista para subir hasta el rayo divino. Y la Reina del Cielo, por quien ardo enteramente en amor, nos concederá todas las gracias, porque yo soy su fiel Bernardo.
Como aquel que acaso viene de Croacia para ver nuestra Verónica, y no se cansa de contemplarla a causa de su antigua fama, antes bien dice para sí mientras se la enseñan: Señor mío Jesucristo, Dios verdadero, ¿era tal vuestro rostro?, lo mismo estaba yo mirando la viva caridad de aquél, que entregado a la contemplación, gustó en el mundo las delicias de que ahora goza.
– Hijo de la gracia -empezó a decirme-, no podrás conocer esta existencia dichosa, mientras fijes los ojos solamente aquí abajo. Ve mirando los círculos hasta el más remoto, a fin de que veas el trono de la Reina a quien está sometido y consagrado este reino.
Levanté los ojos; y así como por la mañana la parte oriental del horizonte excede en claridad a aquella por donde el Sol se pone, del mismo modo, y dirigiendo la vista como el que va del fondo de un valle a la cumbre de un monte, vi en el más elevado circulo una parte del mismo que sobrepujaba en claridad a todas las otras; y así como allí donde se espera el carro que tan mal guió Faetón, más se inflama el cielo y fuera de aquel punto va perdiendo la luz su viveza, de igual suerte aquella pacífica oriflama brillaba más en su centro, disminuyéndose gradualmente el resplandor en todas las demás partes. En aquel centro vi más de mil ángeles que la festejaban con las alas desplegadas, diferente cada cual en su esplendor y en su actitud. Ante sus juegos y sus cantos vi sonreír una beldad, que infundía el contento en los ojos de los demás santos. Aun cuando tuviera tantos recursos para decir como para imaginar, no me atrevería a expresar la mínima parte de sus delicias. Cuando Bernardo vio mis ojos atentos y fijos en el objeto de su ferviente amor, volvió los suyos hacia él con tanto afecto, que infundió en los míos más ardor para contemplarlo.