Creonte y Hemón
Creonte sabe del enojo de Hemón. Alguien le informa que su entrañable hijo bebe en las tabernas tarros de amargura y empina el codo con su propia rabia. Creonte lo manda llamar y al tenerlo frente a sí, dícele: “¿Será, hijo mío, que oyendo la sentencia irrevocable contra tu prometida, vienes furioso contra tu padre?”. Hemón baja los ojos, se esconde por un momento en sí mismo y siente que su constante amiga, la paciencia, tírale de la manga para que no vaya a decir algo de lo que pueda después arrepentirse. Creonte continúa: “Deja , pues, a esa mozuela y que se busque un novio en el Hades”. La ironía le agusana la boca y dice lo anterior acompañándolo de un carcajeo que las hienas envidiarían si fuesen, como simulan ser, escondrijos de la maldad y no inocentes criaturas naturales. Hemón, como su prima Ismene, era un joven conformista y adaptado. Tuvo desde chiquillo como aya la obediencia. Los rugidos del poder, lo arrojaban a la sumisión y más aún, cuando ese poder lo ejercía su padre (que era para él todo respeto y veneración), lo llevaba a cortarse las uñas y esconder las manos en señal de una pertinaz y confiable adaptación a lo existente. De ahí que soportara el aguacero de las soeces y tiránicas palabras de su progenitor, el cual estaba convencido de que el buen rumbo de su buque residía en una voluntad sin titubeos, sin sangre donde los leucocitos dieran su golpe de mano y con el sentido de orientación de sus dedos en el gobernalle. Sentencia: “Al que la sociedad ha colocado en el trono, a ese hay que obedecerle, en lo pequeño y en lo justo y en lo que no lo es”. Como notase Creonte que sus decires confundían a su hijo (quien empezaba a dar forma de puño a su corazón y de corazón a su puño), dijo: “no hay peste más enorme que la desobediencia”. Para los de arriba, la insubordinación es una enfermedad difícilmente curable, como la diabetes, como la sífilis, la cefalea generada por corona de espinas, el cáncer y sus metástasis de angustia y la arritmia en que sufre el corazón un desmayo incontenible de latidos. Es cambiarle al mandatario la tierra firme por esa tierra movediza que produce mareos. Y ante la perplejidad dubitativa del hijo, proclama lapidariamente: “Hay que apoyar siempre el orden establecido”. Aun abrazándose férreamente como si fuera otro al que abrazara, Hemón no puede detener el cambio vertiginoso que empieza a tener lugar en sus entrañas, simplemente no puede. Pero hace un último intento y exige: “Tú deja a un lado la cólera, y concédenos una revocación”. Cree, ingenuo, que entre las vivencias de su padre, detrás de algún estado de ánimo soberbio se esconde la piedad, el abrir la ventana, el airear los andurriales de la mente, el romper con la ceguera y la profusión de miradas-para-adentro que forjan el brutal egocentrismo de los mandatarios. “Revoca el decreto”, se endurece el joven. Y el déspota: “En la patria mando yo” . Hemón, ya colérico y en plena subversión de sus ideales: “no es patria lo que es posesión de un solo hombre”. Y ya tenemos aquí un Hemón cambiado, que esconde la “decencia” bajo el lecho, que aplasta la sumisión con la inmisericorde punta del zapato, que descubre el sabor a miel de la palabra no. El joven que, para ser quien es y llegar a donde está, ha tenido que decidirse entre Creonte y Antígona y preferir asociar su destino al de ella, con la decisión inquebrantable -si lo empuja la rebelión que le estalla pecho adentro-, del que se arroja al circo de los leones. Creonte cae en la vulgaridad de añadir: te encuentras “¡subyugado por una mujer! ” y también: “eres juguete de una mujer”. Hemón, realista, arrojando al suelo todas las esperanzas estrafalarias, ridículas, sin sentido, que guardaba en la frente, dice las palabras decisivas: “Bueno, ella morirá, pero al morir hará perecer a otro”. Y esas palabras se quedaron flotando en el aire como una nube amenazante, compungida, encinta de futuro. *** La forma en que Creonte pensó castigar a la rebelde no fue lapidarla hasta morir, no herirla con mordiscos de laja, como había pensado con anterioridad cuando todos sus pensamientos tomaron, inopinadamente, forma de pedruscos, guijarros, lascas, sino enterrarla viva en una caverna de piedra, sin más pitanza que la indispensable para evitar un sacrilegio, incautarle el oxígeno, dejar a sus pulmones lentamente sin una sola migaja de aire puro. Antígona fue acompañada por la nobleza, la dignidad y la elegancia. Iba a morir virgen, los placeres de la carne se quedaron en veremos. Sus zonas erógenas, desperdiciadas, iban a morder el polvo. Y la doncella, sin haber perdido la virginidad y sin conocer, triste designio, ni las bellaquerías de la lengua, ni los arrumacos del unicornio, ni los embriagantes deslizamientos de la culebra. La princesa no ignoraba el rumbo que, con la venda de la muerte en los ojos, sus pasos tendrían que seguir. “Que el Hades –decía-, el que todo lo adormece, me lleva a la rivera del Aqueronte”. Sus horas estaban contadas. A la tormenta de polvo de su reloj le seguiría el volátil granito de arena de su último suspiro. Pensando en Hemón, se lamentaba: “Con el Aqueronte, ay, serán mis nupcias”. *** Creonte ordenó que a la gruta rocosa, subterránea, donde enclaustraron a Antígona, se negase el permiso -en este orden- a los víveres, al agua, al oxígeno, para que la desobediencia fuera poco a poco languideciendo. Deseaba incluso poner guardias de la asfixia, para que el aire se fuera adelgazando hasta ser la tierra fértil del ahogo. Y que no cupiera la menor duda de que los latidos de la niña agonizaran en los brazos de un corazón inmóvil, con el propósito de que la Moira no hallara pretexto para volver los ojos a otra parte y se le enmohecieran sus obligaciones de dar el zarpazo a la enemiga personal de sus designios. *** “Qué hecho aborrecible tener enterrada viva a mi novia y dejar al exterior, insepulto, a Polinices. Qué insensatez -decía Hemón- es ver la polis como necrópolis y viceversa o sacar la oscuridad a la intemperie y arrojar la luz a los brazos homicidas de su antípoda”. *** Un centinela, ciñéndose el antifaz del anonimato -un indescifrable jeroglífico de facciones- tras de sentir que la piedad le secuestraba el corazón, dejó una cuerda a la mano de la cautiva e invencible joven. Ella, viéndola, decidíó ceder su cuerpo a la implacable oscilación de un movimiento pendular que no era sino el puntual registro de los últimos segundos de su tránsito. *** Hemón, deshecho en lágrimas, y con el caos de todos sus órganos internos, se llegó a la caverna. Y lo hizo en el preciso instante en que Antígona, el cordón en las manos – un áspid con la implacable ponzoña del estrangulamiento- durante algunos veloces segundos, parpadeó despedidas a su alrededor. y, como Yocasta, expiró poco a poco . Hemón se abraza a su cintura y maldice a su padre y también a la muerte que qué saben del amor ni han oído que la piedad y la lástima -su dama de compañía- oxigenan el aire y arrinconan el suplicio en cualquier agujero. Creonte , los pies adelantándose a la prisa, se presenta en la tumba y trata de arrancar a su hijo del lóbrego recinto; pero Hemón le escupe el rostro, busca en su carcaj de maldiciones la más ennegrecida y se la arroja al déspota; saca su espada con la intención de matar a su padre, pero yerra, y entonces, desolado, sintiendo el hambre del metal insatisfecha, se la hunde en sí mismo. Su inánime cuerpo, se abraza al de su Antígona, y, desangrándose, se desliza poco a poco desde el regazo hasta dar en los pies de su adorada. | «que descubre el sabor a miel de la palabra no»«como una nube amenazante, compungida, encinta de futuro»«la gruta rocosa, subterránea, donde enclaustraron a Antígona»«ciñéndose el antifaz del anonimato»«Su inánime cuerpo, se abraza al de su Antígona» |