Primeros días en Culver Creek: Entre *bufritos*, secretos y una advertencia
Temprano, al día siguiente por la tarde, me escurrió sudor de los párpados mientras pegaba un cartel de Van Gogh al reverso de la puerta. El Coronel, sentado en el sofá, juzgaba si el cartel estaba derecho y contestaba mis interminables preguntas sobre Alaska:
- —¿Cuál es su historia?
- —Es del pueblo de Vine Station. Su novio está en Vanderbilt, con beca. No sé mucho sobre su familia.
- —¿Y de verdad le gusta?
- —Supongo. No le ha sido infiel, lo que es ganancia.
Y así sucesivamente. También se presentó:
—Bienvenido a Culver Creek, señor Halter. Si abusa de ella, se arrepentirá. Detestaría despedirme de usted.
Luego me miró de una manera seria o seriamente maliciosa.
—Alaska la llama la “mirada de la perdición” —me comentó el Coronel después de que el Águila se había ido—. La próxima vez que la veas es porque estás en problemas. No está del todo derecho, pero casi. Según mis cuentas, hay noventa y dos chicas en esta escuela y todas ellas, hasta la última, menos locas que Alaska quien, quisiera añadir, ya tiene novio. Es día de *bufritos* —salió, dejando la puerta abierta. El Coronel, ya a medio camino en el círculo de dormitorios, se dio la vuelta:
—¡Por Dios! ¿Vas a venir o qué?
El descubrimiento del *bufrito*: Un placer culinario inesperado
Se pueden decir muchas cosas malas sobre Alabama, pero no es que sus habitantes le teman a las freidoras. Incluso esperaba que frieran las lechugas. Pero nada se equiparaba al *bufrito*, un platillo creado por Maureen, la increíble y (comprensiblemente) obesa cocinera de Culver Creek. El *bufrito*, un burrito de frijoles refritos, demostró que sin duda freír un alimento *siempre* lo mejora. Esa tarde en la cafetería, sentado en una mesa circular con el Coronel y cinco chicos que no conocía, clavé los dientes en la tortilla crujiente de mi primer *bufrito* y experimenté un orgasmo culinario.
El Coronel me presentó (como “Gordo”) a los chicos de la mesa tambaleante de madera; pero el único nombre que registré fue el de Takumi, que Alaska había mencionado ayer.
—¡Dios mío —dijo Takumi, dirigiéndose a mí—, no hay nada como ver a un hombre comerse su primer *bufrito*.
Yo no dije mucho, en parte porque nadie me hizo preguntas y en parte porque quería comer tanto como pudiera.
Secretos y rivalidades: La historia de Marya y Paul
La conversación de la comida se centró en la chica que debía haber sido la compañera de cuarto de Alaska, Marya, y su novio, Paul, que había sido un Guerrero Semanero. Los rumores decían que alguien los había delatado y Takumi parecía tener toda la intención de averiguar quién, o la intención al menos, de gritarlo con la boca atascada de *bufrito*.
—Paul era un imbécil —aseguró el Coronel—. Yo no los hubiera delatado, pero cualquiera que se encama con un Guerrero Semanero que maneja un Jaguar como Paul se merece lo que le toque.
—Bróder —respondió Takumi—, *u noia* —y luego tragó un mordisco de comida— es una Guerra Semanera. Aunque eso me mortifique, es un hecho incontestable. Pero no es tan imbécil como Paul.
—No tanto —se burló Takumi.
Así estuvo bien, porque pasé la noche navegando por la red (nada porno, lo juro) y leyendo *The Final Days*, un libro sobre Richard Nixon y el Watergate. Para la cena, metí al microondas un *bufrito* refrigerado que el Coronel había sacado a escondidas de la cafetería.
Una broma pesada y sus consecuencias: La noche en el lago
Fue una decisión de la que me arrepentí horas después, cuando me desperté al sentir dos manos sudorosas y carnosas que me sacudían con todas las ganas del mundo. No entendía por qué había voces y ¿qué endemoniada hora era de cualquier modo? Al final, la cabeza me aclaró lo suficiente como para oír:
—¡Ándale, Chico! No nos hagas patearte el trasero, levántate.
Luego, desde la litera superior, escuché:
—¡Por Dios, Gordo!, sólo levántate.
Dos de ellas me agarraron con una mano cada una, de los antebrazos y me hicieron caminar fuera de la habitación. Al salir, el Coronel murmuró:
—¡Que te diviertas! No lo maltrates mucho, Kevin.
Me condujeron, casi trotando, atrás de mi edificio de dormitorios y luego por el campo de soccer. Mil humillaciones me cruzaron por la cabeza. Me llevaron a la playa de mentiras por una ruta tortuosa y entonces supe lo que iba a suceder: una zambullida de las que acostumbraban dar en estos casos, en el lago. Podía manejar eso. Con los brazos pegados a los lados como soldado en pose de atención, me vendaron desde los hombros hasta las muñecas. Luego me tiraron al suelo; la arena de la playa de a mentiras amortiguó la caída, pero de todas maneras me golpeé la cabeza. Me dijo:
—Esto es por el Coronel. No debes juntarte con ese imbécil.
Me pegaron las piernas juntas, de los tobillos a los muslos. Parecía una momia plateada.
La lucha por sobrevivir y la búsqueda de respuestas
Me hundí. Al hundirme, en vez de sentir pánico o cualquier otra cosa me di cuenta de que “Por favor, chicos, no lo hagan” eran mis últimas palabras terribles. Primero, necesitaba determinar mi posición frente al borde de la playa. Si inclinaba demasiado la cabeza, sentía que todo mi cuerpo empezaba a rodar y en la larga lista de maneras desagradables de morir, fallecer “boca abajo en calzón bóxer blanco y empapado” era una de las primeras. ¡Qué considerados!
Me envolví en la toalla arenosa.
Quizá necesitaba demostrarles: “Está bien, capté su mensaje. Es sólo mi compañero de cuarto, no mi amigo”. De cualquier manera, no sentía tanta simpatía hacia el Coronel. “Sí, claro —pensé—, fue divertidísimo.”
Así que me fui a la habitación de Alaska. Toqué quedito.
—Ajá —dijo y entré mojado, arenoso y con apenas una toalla y un calzón bóxer empapado.
Bajó el libro que estaba leyendo y salió de la cama con una sábana envuelta en los hombros. Luego se rió.
—Apuesto a que fuiste a nadar, ¿verdad?
—No manches —dijo—. Hay personas con verdaderos problemas. Tu mamá no está aquí, así que ten huevos, hombrezote.
Salí sin decirle una palabra y me fui a mi habitación.
¿Cómo les podía caer mal a Alaska, a Kevin y a los demás chicos si apenas empezaba el año?
—Oye, ¿qué te llevó tanto tiempo? ¿Te perdiste en el camino? Me dijeron que no debía ser tu amigo.
—¿Qué?
—No podía nadar más nadar a la orilla —dije suavemente, poniéndome un short de mezclilla bajo la toalla—. Ni siquiera podía moverme, en realidad. ¿Cómo?
Y le mostré: me paré como momia, con los pies juntos y las manos a los costados, y le mostré cómo habían envuelto. Luego me dejé caer en el sofá.
—¡Santo Dios!
—Sí, creo que sí.
—¿Por qué demonios harían eso? —se preguntó.
—¿Tú les hiciste algo?
—No, pero sin duda voy hacérselos ahora. Los vamos a agarrar. Salí bien.
—Podías haber muerto —yo suponía que sí, pero estaba vivo.
—Bueno, mañana podría ir con el Águila y decirle —sugerí.
—Definitivamente no —contestó. Pero ya verán esos bastardos, Gordo, te lo prometo.
Y si el Coronel pensaba que con llamarme amigo lograría que me quedara a su lado, pues estaba en lo correcto.
—Alaska se portó mala onda conmigo —comenté.