Nacimiento y familia de Lázaro:
Sepa vuestra merced que mi nombre es Lázaro de Tormes, hijo de Tomás Gonzáles y de Antonia Pérez, naturales de Tejares que es una aldea de Salamanca. Nací dentro del río Tormes y de ahí viene mi sobrenombre. Sucedió de esta manera: mi padre trabajaba en una aceña en la ribera de ese rio y una noche, estando en medio del trabajo a mi madre le vinieron los dolores del parto y nací ahí, dentro del río.
Cuando tenía ocho años acusaron a mi padre de robar parte de la harina y fue apresado y luego fue como acemilero de un caballero que fue a combatir contra los moros y ahí acabó su vida.
Lázaro tiene un padrastro negro y un hermanito negro:
Mi madre, que se quedó viuda, se mudó a la ciudad y trabajó cocinando y lavando ropa. Así conoció a un hombre moreno que visitaba nuestra casa y se iba a la mañana siguiente. Al principio tenía miedo cuando lo veía, pero, ya que llevaba pan, carne y leña en el invierno, empecé a sentir cariño por él.
De esa forma mi madre me dio un hermanito negro muy bonito al que yo ayudaba a calentar y cuidar. Recuerdo que, viendo a mi padrastro negro y a mí y a mi madre blancos, el niño se corría detrás de mi madre y señalando con el dedo decía:
— ¡Mamá, coco!
— ¡Hideputa! —contestaba el negro riéndose.
Yo, aunque era muy pequeño, pensé: “¡Cuantos debe haber en el mundo que juzgan a otros porque no se ven a sí mismos!”
Quiso la mala fortuna que se descubra que mi padrastro robaba los leños, la carne, los panes y todas las cosas que traía a casa para cuidar a mi hermanito. No debieron juzgarlo tan duramente porque lo que hizo fue motivado por amor. Hasta a mí me hicieron confesar sobre unas herraduras que había vendido por encargo de mi madre.
Al pobre de mi padrastro lo azotaron y luego lo pringaron y mi madre también recibió azotes. Luego prohibieron que en casa del comendador no entre el negro ni que mi madre lo acogiese en la suya. Mi madre se esforzó en cumplir la sentencia y se fue a trabajar a otro lugar y ahí, padeciendo mucho, crió a mi hermanito hasta que aprendió a caminar. Yo trabajaba haciendo mandados para los huéspedes.
Encuentro con el ciego:
En ese tiempo paso un ciego y como necesitaba un muchacho que le sirva de lazarillo, me pidió a mi madre. Ella le dijo que era hijo de buen hombre y que si me iba a llevar que cuide bien de mí. Él respondió que no me trataría como a criado sino como a hijo. Cuando mi amo decidió que debíamos partir, me abracé a mi madre, y ambos llorando, ella me dio su bendición y me despidió diciendo:
—Ya no te veré más, hijo mío. Procura ser bueno y valerte por ti mismo. Que Dios te guíe.
Y así partí junto a mi amo
Episodio del toro de piedra:
Al salir de Salamanca pasamos por un puente que tenía a la entrada una piedra grande con la forma de un toro. El ciego me ordenó que me acerque al animal y me dijo:
—Lázaro, junta tu oído a ese toro y escucharás un gran ruido salir de él.
Apenas yo pegué la oreja al animal, el ciego, me cogió de los cabellos y me estrelló la cabeza contra la piedra con tal fuerza que me duró tres días el dolor.
—El criado de un ciego debe ser más astuto que el mismo diablo -me dijo el ciego y se rio mucho de su burla.
Yo dije para mí: “Es verdad lo que dice, debo ser astuto y pensar como valerme por mí mismo porque a nadie tengo”. Y en los días siguientes el ciego empezaba a hablarme en jerga y como notaba mi ingenio me decía:
—No puedo darte dinero, pero si muchos consejos para vivir te mostraré.
Y así fue, que después de Dios, el ciego me dio la vida pues me adiestró en la carrera de vivir.
Oficio y avaricia del ciego:
Y sepa vuestra merced que Dios no debe haber creado alguien tan astuto como este ciego. Se sabía cientos de oraciones de memoria y rezaba con unos gestos muy solemnes. Además de esto se sabía muchas otras oraciones para mujeres que no parían, para las que no eran queridos por sus maridos y muchas otras. Hasta entraba en asuntos de medicina y recomendaba hacer esto o el otro o coge tal hierba o tal raíz.
De esta forma todo mundo lo solicitaba, sobre todo las mujeres, quienes creían todo lo que él decía. Y de esta forma el ciego ganaba en un mes lo que cien ciegos no podrían hacer en un año. Sin embargo, por más bien que ganaba, jamás vi hombre tan avaro y mezquino que por poco me mata de hambre si mis astucias y mi ingenio no me permitieran sobrevivir con las burlas y engaños que le hice.
Episodio del pan:
El guardaba el pan en una bolsa de tela que cerraba con una argolla y candado. Y lo guardaba y sacaba con tanto cuidado que no le podía robar ni una migaja más de las que me daba. Pero cuando tenía el saco cerrado con candado y se descuidaba, yo lo descosía por un lado y lo que podía en pan, algunos tocinos y longaniza. Y cada vez que podía, repetía mi hazaña.
Lázaro cambia las monedas de una blanca por otras de media blanca:
Lo que podía robarle lo llevaba en monedas del valor de media blanca y cuando a él lo mandaban rezar y le daban monedas del valor de una blanca completa, yo ya tenía lista la media blanca para remplazarla y la blanca la guardaba en la boca. Cuando, por el tacto, el ciego reconocía que solo tenía media blanca, se lamentaba diciendo que yo era su desdicha porque antes le daban blancas completas y hasta monedas de un maravedí, cuyo valor es de dos blancas.
También él no acababa sus rezos y me tenía indicado que cuando se vaya aquel que le haya ordenado rezar, le avise jalándole de la ropa para que el interrumpa la oración.
Episodio del jarro de vino:
Solía llevar un jarrillo de vino cuando comíamos, al que apenas me permitía darle un par de sorbos y luego lo protegía con tanto cuidado que no se separaba de él. Pero yo había preparado una paja larga de centeno que metía en la boca del jarro y chupando el vino lo dejaba vacío. Pero, como era astuto el ciego, a partir de entonces apoyaba el jarro sobre sus piernas y tapaba su boca con la mano y como vi que ya de nada me servía la paja le hice un agujero pequeño en la base del jarro y lo tapaba con un poco de cera. Así que después de comer, con el pretexto del frío me acurrucaba sobre las piernas del ciego y, derretida la cera, el vino empezaba a destilar directamente en mi boca. Cuando el pobre ciego luego quería beber, no hallaba ni una sola gota y empezaba a maldecir.
—No dirás, tío, que he sido yo —le decía— pues usted no le quita la mano al jarro.
El ciego tanteó parte por parte el jarro y dio con el agujero, pero lo disimuló para que yo vuelva a repetir la travesura. Así un día, sin saber el peligro que corría, estaba boca arriba, recibiendo el dulce vino y con los ojos medio cerrados para disfrutar mejor. El ciego, consciente de que era momento de vengarse, alzó el jarro con las dos manos y lo dejó caer contra mi cara, con tanta fuerza que creí que me había caído el cielo con todo lo que en él hay.
Fue tal el golpe que me dejó sin sentido, varios pedazos del jarro se me incrustaron en la cara y perdí varios dientes sin los que vivo hasta ahora. Desde entonces tuve resentimiento contra el ciego, pues aunque a veces me trataba bien, se notaba que estaba muy satisfecho y alegre de lo que me hizo. Me lavó las heridas y se burló de que el mismo vino por el que estaba herido era el que usaba para curarme.
La gente intenta defender a Lázaro:
Cuando ya estuve repuesto de mis heridas, pensé que el ciego me dejaría ir porque yo no me atrevía a escaparme pues no hallaba el momento preciso. Yo, aunque quería aliviar mi corazón y perdonarle el jarrazo al ciego, sus malos tratos me hacían renovar mi resentimiento. pues a partir de entonces me daba coscorrones y me jalaba del pelo sin razón alguna. Y cuando la gente le decía que no me trate tan mal, él les contaba el episodio del jarro de vino diciendo que yo era un demonio. La gente entonces se persignaba y pedían que me castigue que así lo quería Dios.
Lázaro lleva al ciego por los peores lugares:
Y para vengarme de él lo llevaba por los peores lugares, donde había piedras altas o por la parte más honda del lodo, aunque yo cuidaba de pisar en lo seco y seguro. Él me tocaba con la punta del bastón en la cabeza, que la llevaba llena de chichones y casi sin pelo, y no me creía cuando yo le juraba que si lo llevaba por esos lugares no era con mala intención, sino que no había otros mejores.
Salen de Salamanca y van a Toledo:
Después salimos de Salamanca y nos fuimos a Toledo donde decía que había gente con más dinero, aunque algo avaros. “Más da el duro que el desnudo”, me dijo y fuimos bien acogidos y mudábamos cada tres días de lugar para quedarnos.
Episodio de las uvas:
Llegamos a un lugar llamado Almorox y un vendimiador le dio un racimo de uvas como limosna al ciego. Y como la uva era madura, se le caían de la mano al piso y si lo echaba al saco se aplastaría así que decidió comerlo ahí y compartirlo conmigo para contentarme pues ese día me había dado muchos rodillazos.
—Ahora comeremos de este racimo de uvas en partes iguales —me dijo—. Tú cogerás una uva y yo otra, nada más que una hasta acabar el racimo. De esta forma, no habrá engaño y ambos comeremos lo mismo.
Así empezamos pero al poco rato el ciego empezó a tomar de dos en dos y yo, por no quedarme atrás, tomé de dos en dos, de tres en tres y de cuantas me cabían en la mano. Cuando acabamos el racimo, me dijo:
—Lázaro, ¿porque has comido las uvas de tres en tres?
—No hice eso —le respondí sorprendido—; ¿por qué sospecha eso?
—Está muy claro Lázaro, porque yo comía de dos en dos y tú no reclamabas.
Pasan por la casa de un zapatero y por un mesón:
Íbamos por Escalona y pasamos por la casa de un zapatero donde había sogas y otras cosas hechas de esparto colgadas del techo y con una de ellas mi amo se chocó la cabeza. El las tanteó para saber qué eran y me dijo:
—Salgamos rápido que estos manjares ahogan aun sin comerlos.
Yo miré alrededor y como no vi nada comestible le pregunté por qué decía eso.
—Calla sobrino —me dijo— que al paso que vas, comprenderás todo esto muy pronto.
Luego pasamos por un mesón que tenía cuernos en las paredes de donde se amarraban las mulas. Mi amo tanteó un cuerno de esos y con un suspiro dijo:
—¡Oh, cosa maldita! Cuantos quieren ponerte sobre cabeza ajena y cuantos no quieren nunca oír tu nombre. Algún día, Lázaro, esto que tengo en la mano te dará malas noticias.
Yo le aseguré que eso no sucedería pero él insistió. Luego salimos de ese mesón donde nunca quise estar. Pues el ciego les rezaba a las mesoneras, bodegoneras, turroneras, rameras y otras mujercillas así, pero no vi que le rece a un solo hombre.
Episodio de la longaniza:
Muchas cosas más tengo que contarle del ciego pero no quiero ser prolijo, así que ya acabo con él. Estábamos en un mesón en Escalona y me dio un pedazo de longaniza para que lo ase. Luego de haberse comido las pringadas sacó un maravedí y me dijo que vaya a la taberna a comprar vino. Pero dio la casualidad que al lado del fuego había un nabo que seguro habían botado por no ser bueno para la olla. Como no había nadie en ese momento más que él y yo y ya tenía dentro el sabroso olor de la longaniza, en un descuido del ciego saque la longaniza y puse el nabo en el asador. Yo fui por el vino y con él despaché rápido la longaniza y cuando volví, vi al ciego que tenía al nabo entre dos rebanadas de pan creyendo que tenía la longaniza pues no lo había tocado con la mano. Cuando mordió el pan, en vez de morder también la longaniza, su dientes se dieron en frío con el duro nabo. Se molestó y dijo:
—¿Que es esto, Lazarillo?
—Infeliz de mí —dije yo—. Yo vengo de traer el vino y no sé nada. Alguien que ha estado ahí seguro ha hecho eso.
—No es posible —dijo él— pues yo he tenido todo el tiempo el asador en la mano.
Yo juré y perjuré que nada sabía del asunto, pero el astuto ciego me cogió por la cabeza y empezó a olerme y debió sentir el olor pues con ambas manos me abrió la boca más de lo normal y metía hasta el fondo su nariz, que la tenía larga y puntiaguda y que con el enojo creo que había crecido un poco. De esa forma, como aún no había digerido bien la golosina y la punta de la nariz del ciego que me tocaba la garganta y el miedo que sentía, la longaniza empezó a subir de regreso y fue devuelta a su dueño. Así, antes que saque su trompa, mientras olía mi engaño, la negra y mal mascada longaniza regresé a la cara del ciego.
Hubiera preferido ya estar sepultado en ese momento pues fue tal la cólera de mi amo que si no venía gente a ayudarme, creo que me dejaba sin vida. Cuando me sacaron, me había arrancado muchos cabellos, tenía rasguñados la cara y el cuello.
El ciego les contaba a todos mis travesuras, como la del jarro, o de las uvas o lo que acababa de hacer con la longaniza. Y todo reían tanto que hasta gente de afuera se acercaba a ver la fiesta. y El ciego contaba todo con tanta gracia y donaire que aunque yo estaba malherido y llorando, solo reían de mí en vez de apiadarse. Y en ese momento lamenté haber sido cobarde y no dejarlo sin narices, que bien pude hacerlo de una mordida cuando la tenía en mi boca. Tal vez si me reclamaba por el pedazo de nariz que le faltaba, no lo hubiera devuelto como la longaniza y habría quedado libe de culpa.
La gente consiguió que hagamos las paces y con vino me lavaron las heridas. En tanto el ciego se burlaba de cuantas veces me había herido y luego sanado con vino.
—Lázaro, tú gastas más vino en un año del que yo me bebo en dos. Además, le debes más al vino que a tu padre, pues él te dio la vida una vez mientras que el vino mil veces te la ha dado.
Y reían mucho los demás, aunque no fue mentiroso el ciego y tenía espíritu de profecía, pues e cumplió lo que me dijo, como más adelante le contaré a vuestra merced.
Lázaro se venga del ciego y huye de él:
Con todas las burlas y maltratos que me había hecho el ciego estaba decidido a escaparme y dejarlo. Fue así que un día que salimos a pedir limosna y había llovido mucho la noche anterior y entonces, de día ya, la lluvia continuaba. El ciego rezaba debajo de unos portales donde la lluvia no lo mojaba, pero como llegaba la noche y seguía lloviendo, decidió que debíamos buscar una posada. Y como para llegar había que pasar por unas calles donde el agua estaba algo honda le dije:
—Tío, el arroyo está muy ancho, así que la única forma de cruzarlo es saltar sobre él.
—Está bien Lázaro, pero guíame a donde el arroyo sea mas angosto, que mojarnos los pies en época de invierno nos hará pasar mal.
Como todo iba a mi conveniencia, lo lleve justo frente a una columna y le dije que ese era el lugar más angosto del arroyo. Y como la lluvia estaba fuerte y el pobre se mojaba mucho, me apresuró diciendo:
—Ponme bien derecho y salta tú el arroyo.
Yo lo puse bien derecho, justo frente a la columna y salté y me coloqué detrás de ese poste. Y protegido por él, como quien espera un tope de toro, le dije:
—¡Venga, salte con todas sus fuerzas para que pueda llegar al otro extremo!
Y dicho esto, el ciego dio un paso atrás para tomar impulso y se abalanzó con todas sus fuerzas y se dio tal cabezazo contra el poste que sonó muy fuerte y cayó luego para atrás, medio muerto y con la cabeza hundida.
—¿Cómo es que pudiste oler la longaniza y no oliste el poste? ¡Olé! ¡Olé! —le dije yo.
Y mientras mucha gente se acercaba a socorrerlo, escapé corriendo del lugar y así llegue a Torrijos. Nunca supe más de él ni me importó saberlo.
TRATADO SEGUNDO
Segundo amo de Lázaro, el clérigo:
Como ahí no me sentía ahí seguro, me fui a Maqueda donde conocí a un clérigo cuando fui a pedir limosna. Él me preguntó si sabía ayudar en la misa y le dije que sí pues lo había aprendido con el ciego. Así el clérigo se convirtió en mi segundo amo.
Pero comparado con este el ciego era un santo. No había persona más miserable en el mundo y no sé si por él mismo era así o si lo había aprendido en su oficio.
Lázaro debe comer cebollas:Él tenía un arca vieja que cerraba con llave y cuando regresaba de la iglesia, echaba el bodigo que traía en él y lo volvía a cerrar. Esos panes era todo lo que de comer había en casa pues busqué en armarios y cajones y nada pude hallar. La ración que el clérigo me daba era una cebolla cada cuatro días y si alguien estaba de visita en casa, para aparentar bondad, con grandes ademanes mi amo me daba la llave de las cebollas diciéndome que coma todas las golosinas que pueda. Pero pobre de mí se me pasaba de la ración pues después me iba muy mal. De esa forma, iba muriéndome de hambre.
El clérigo mata de hambre a Lázaro:
Pero consigo mismo también era avaro el clérigo ya era que poca su comida y su cena. Y aunque me daba parte del caldo y un poco de pan, no alcanzaba ni a comer la mitad de lo necesario. Los sábados, cuando se acostumbraba comer una cabeza de carnero, él le comía los ojos, la lengua, los sesos y los huesos roídos me los daba diciendo:
—Come y triunfa que tuyo es el mundo. Que tienes mejor vida que el Papa.
—Ojalá esa vida la tuvieras tú —le decía en voz baja.
Después de tres semanas de estar con él, me puse tan flaco que no podía sostenerme en pie. Estaba listo para la sepultura si Dios y mi astucia no me ayudaban. Y a este no había forma de robarle porque nada había, y así lo hubiera, no podía cegarle como a mi antiguo amo el que, Dios me perdone, posiblemente murió de aquel golpe.
En el ofertorio no quitaba los ojos de las monedas, las contaba una a una y nunca pude hurtarle ni un maravedí. Él, para disimular su mezquindad, decía:
—Chico, los sacerdotes no deben exagerar en el comer ni en el beber. Es por eso que yo me contengo.
Lázaro desea la muerte de otros para poder comer:
Pero el malvado mentía, porque cuando rezábamos en cofradías y mortuorios comía como lobo a costa de otros. Y que Dios me perdone pero cuando dábamos el sacramento de la extremaunción a un moribundo yo rogaba con todo mi corazón que se muera, porque solo en los funerales podía comer como es debido.
Y cuando alguno se salvaba le echaba mil maldiciones encima; y agradecía mucho al cielo cuando alguno moría. Así, en los seis meses que estuve con él, fallecieron unas veinte personas, que creo que las maté yo con mis ruegos.
Y pensé escaparme varias veces pero no tenía fuerzas, además tenía miedo de caer en otro amo peor y así no poder librarme de la muerte.
Lázaro consigue la llave del arca de pan:
Pues quiso Dios que un día que mi amo no estaba en la casa toque la puerta un calderero preguntando si tenía algo que reparar.
—A mí deberías repararme y mucho trabajo te costaría —dije en voz baja.
Pero dejando las bromas le dije:
—Tío, he perdido la llave del baúl de mi amo y me va a azotar cuando regrese. Si tiene una llave que le haga, sabré pagárselo.
El calderero empezó a probar cada una de las llaves que tenía y cuando logró abrir el arca y vi los panes, creí ver la cara de Dios en ellos.
—No tengo dinero para pagarle —le dije— pero puede coger de ahí el pago.
Él tomó el mejor de los bodigos y se fue muy contento. Pero ese día no toque ni un solo pan, tan contento estaba que hasta el hambre se me fue
Al otro día despaché rápidamente un pan y luego, cerrada el arca, empecé a barrer la casa con mucha alegría. Pero al tercer día de mis andanzas, mi amo abrió el baúl y, con mucha sospecha, contaba y recontaba los bodigos.
— ¡San Juan, déjalo ciego! — rezaba yo con temor.
Lázaro no puede robar más pan:—Juraría que me han robado panes de acá —dijo luego de un rato— pero no puedo estar seguro. Así que los tendré bien contados a partir de ahora. Hay nueve bodigos y medio.
Solo con escucharlo sentí de nuevo el hambre escarbándome el estómago. Cuando salió de casa, abrí el arca y me quedé mirando los panes sin atreverme a tocarlos. Los conté con la esperanza de que no hayan nueve sino más, pero para mi desgracia el clérigo había contado muy bien. Lo más que pude hacer fue besarlos mucho y sacar unas migajas del pan que estaba partido.
Artimaña de los ratones:
Los siguientes días el hambre creció tanto que cuando estaba solo no hacía otra cosa que abrir el baúl y quedarme mirando los panes. Pero Dios, que socorre a los afligidos, me dio una idea. Como el baúl era viejo y tenía algunos agujeros, podría pensarse que los ratones entraban en él para hacer daño. Así que desmigajé el pan, fui echando pedacitos alrededor y lo que me quedó lo comí. Mas cuando él vino a comer, abrió el baúl, vio los panes desmigajados y sin duda creyó que habían sido ratones.
— ¡Lázaro, mira lo que los ratones le han hecho a nuestro pan!
Luego nos pusimos a comer y tuve suerte pues mi amo ralló toda la parte que creía ratonada y me la dio diciendo:
—Cómete eso, que el ratón es un animal limpio.
Pero terminada la comida lo vi tapando los agujeros del baúl con maderas y clavos. ¡Oh señor, dije para mí, que poco duran los placeres de la vida! Yo que pensaba con esa astucia remediar mi hambre, no me duro pues mi amo se apresuró a cerrarme la esperanza. Cuando terminó, muy satisfecho, dijo:
—Ahora, señores ratones, es mejor que cambien de planes, pues en esta casa no conseguirán nada.
Lázaro agujerea el baúl:
Cuando se fue, me puse a revisar el arca y vi que no había un hueco por donde pueda pasar ni un mosquito. La abrí con mi llave y apenas saqué unas migajas. Pero, como la necesidad siempre despierta el ingenio, una noche, mientras mi amo dormía, me levanté muy quedito, cogí un cuchillo y en el lado más débil del baúl hice un agujero del cual saqué unas migas y volví a las pajas donde dormía, un poco consolado.
Al otro día, mi amo, que vio el agujero que hice y el pan dañado, dijo:
—¡Nunca han habido ratones en esta casa hasta ahora!
Y sin duda que eso era verdad porque dónde se ha visto que los ratones vivan donde no hay qué comer. Volvió a buscar clavos y tablillas y tapó el nuevo agujero. Pero llegada la noche, mientras él dormía, yo hice otro. De esta manera pasaron unos días en que lo que el tapaba de día yo destapaba de noche y el pobre baúl estaba lleno de tachuelas por todas partes.
El amo coloca una ratonera:
Viendo que no solucionaba nada de esa manera, mi amo dijo:
—Este baúl está tan maltratado y su madera es tan vieja que no podrá resistir el ataque de los ratones. Entonces el mejor remedio será protegerlo desde adentro.
Luego se prestó una ratonera y a los vecinos les pedía pedazos de queso y armó la trampa dentro del arca. Lo cual era para mí una ayuda pues acompañaba mis raciones de pan con el queso. Y como mi amo hallaba el pan y el queso comidos pero no al ratón dentro de la trampa, maldecía preguntándose como el animal puede comer el queso y no quedar atrapado en la ratonera.
El amo cree que es una culebra:
Como no era posible que un ratón haga ese daño y no caiga ni una sola vez en la trampa, un vecino le dijo:
—Seguro que es la culebra que andaba en su casa, pues como es larga, puede tomar el cebo y aunque la trampilla le caiga encima, como no entra toda, sale de la ratonera.
A todos les pareció lógico lo que el vecino dijo y a partir de entonces mi amo no dormía tranquilo. Se despertaba ante cualquier sonido y, armado de un garrote, le daba de golpes al arca queriendo matar a la culebra. Luego revolvía las pajas que yo usaba de cama creyendo que ahí se escondía. Casi siempre me hacía el dormido, y en la mañana él me decía:
—¿No sentiste nada en la noche? Pues yo estuve persiguiendo a la culebra y creo que se escondió donde duermes.
—¡Quiera Dios que no me muerda —decía yo—, que mucho miedo le tengo a las culebras!
Así que yo no me atrevía a hacer mis fechorías de noche, pero de día, cuando mi amo se iba a la iglesia, atacaba el baúl. Cuando mi amo regresaba, viendo que la culebra, o el culebro mejor dicho, había comido el pan, la mayor parte de la noche andaba buscándola. Yo tenía miedo de que con tanta búsqueda encuentre mi llave que la tenía escondida entre las pajas, así que la guardé en la boca, que ya la tenía acostumbrada, cuando estaba con el ciego, a guardar hasta doce monedas.
El amo golpea a Lázaro creyendo que le daba a la culebra:
Pero quiso mi mala fortuna que una noche mientras dormía, la llave se me puso en la boca en una posición que el aire que yo echaba durmiendo salía por el hueco de la llave y silbaba de tal manera que mi amo oyó el sonido y creyó que era el silbido de la culebra.
Se levantó con el garrote en la mano y se acercó a donde yo dormía. Y creyendo tenerla debajo, descargó un golpe con todas sus fuerzas para matarla, pero me dio tal garrotazo en la cabeza que me dejó sin sentido y descalabrado.
Mi amo, que sintió que me había golpeado, intentó levantarme, pero como sintió la sangre que corría fue a traer luz y cuando regreso me vio con la llave todavía en la boca. Sospechó mucho de aquella llave y la probó en el arca y dio con el maleficio. “Al fin encontré a la culebra y al ratón que devoraban mi hacienda”, supongo que habrá dicho.
Después de tres días recuperé el sentido, estaba tendido en las pajas, con la cabeza vendada y llena de ungüentos.
—Ya he cazado a las culebras y los ratones que me destruían —me dijo.
A esa hora vino una vieja que embalsamaba y unos vecinos. Me quitaron los trapos de la cabeza y me curaron las heridas. Como vieron que había recuperado el sentido, se alegraron y dijeron que ya estaba mejor.
Luego empezaron a reírse de mis travesuras y yo a llorarlas. Luego me dieron un poco de comida y así a los quince días estuve medio sano aunque muy hambriento.
El clérigo echa a Lázaro de su casa:
Cuando ya estuve mejor mi amo me cogió de la mano, me llevó a la puerta y sacándome a la calle, me dijo:
—Lázaro, desde ahora no eres mío. Busca un amo y vete con Dios, que yo no quiero un mozo ladrón. Seguramente has sido criado de ciego.
Y haciéndose la cruz como si yo fuera espíritu maligno, me cerró la puerta.
TRATADO TERCERO
Encuentro con el tercer amo, el escudero:
Llegué después a Toledo donde, gracias a Dios, en dos semanas se cerró mi herida. Pero, ya sano, la gente no me daba limosna como cuando me veían herido, mas bien me mandaban a buscar un amo a quien servir. Un día, me topé con un escudero, bien vestido y peinado, que caminaba con elegancia.
—Muchacho —me dijo él—, ¿buscas amo?
—Sí, señor —le dije
—Pues sígueme, Dios ha oído tus oraciones y te has topado conmigo.
Lázaro cree que es un hombre importante:
Fui tras él hasta el mercado, donde creí que compraría lo necesario para el almuerzo. Pero nada llevó.
—Seguro comprará en otro lugar —decía para mí.
A las once entró en la iglesia y escuchó misa. Luego salimos y yo iba pensando que tendría dispuesto el almuerzo donde vivía.
Llegan a la casa del amo. Está vacía. No hay de comer.
Cuando el reloj dio la una, llegamos a su casa, que era tan oscura que sentí miedo. Solo había paredes, ni silla ni mesa ni un baúl como el de mi anterior amo. Él sacudió su capa, se sentó en un poyo y estuve un rato contándole sobre mí
—Mozo —me dijo al cabo—, ¿has comido?
—No señor, que eran las ocho cuando me encontré con usted.
—Pues yo almorcé antes de salir y no vuelvo a comer hasta la noche. Espera que más tarde cenaremos.
Sentí que desmayaba cuando lo escuché. Me vi de nuevo muriendo de hambre, llorando todas mis penas, cargando mi mala fortuna. Pero pude disimular y le dije:
—Señor, puedo esperar hasta la noche, no desespero por comer.
—Te felicito, porque desesperarse por comer es de cerdos y comer poco es de hombres de bien.
Lázaro comparte el pan con su amo:
Me fui a un rincón y saqué unos pedazos de pan que me sobraban de la limosna. Al verme, él me dijo:
—Mozo, ¿qué comes?
Le mostré el pan. Él tomo el pedazo más grande de los tres y me dijo:
—¿Dónde lo conseguiste? ¿No estará sucio?
—No lo sé, pero su sabor es bueno.
—Eso quiera Dios —dijo y se llevó el pan a la boca.
Y como vi su ganas al comer, me di prisa en acabar mi parte, sino acabaría antes y tomaría el tercer pan. Cuando acabamos, sacó un jarro de una cámara, bebió un poco y me convidó de él.
—No bebo vino, señor —le dije.
—Es agua —me respondió—. Puedes beber tranquilo.
Primera noche en casa del escudero:
Conversamos de varias cosas hasta la noche, cuando él me dijo:
—Te enseñaré cómo se hace la cama, para que sepas hacerla en adelante.
La cama era un armazón de cañas apoyado sobre unos bancos. Sobre él un poco de ropa hacía de colchón, que no bastaba para ablandar el lecho, que parecía la costilla de puerco flaco de como resaltaban las cañas. Arreglada la cama me dijo:
—Lázaro, ya es tarde y a esta hora ir al mercado es peligroso porque hay muchos ladrones en el camino. Así que aguantemos hasta mañana para comer.
—No se preocupe señor, puedo estar sin comer hasta mañana.
—Vivirás más, porque no hay mejor cosa para vivir mucho que comer poco.
—Si eso es verdad —dije para mí— yo soy inmortal, pues nunca como.
Luego se tendió en la cama y me mandó echarme a sus pies, pero fue una noche maldita, que las cañas salidas chocaban con mis huesos y me torturaba el hambre y maldije mi mala fortuna y le pedí a Dios muchas veces la muerte.
El escudero sale bien vestido a la mañana. Coquetea con unas muchachas.
A la mañana, se vistió con mucho cuidado, se peinó y cogió su espada.
—Si supieras lo valiosa que es esta espada —me dijo—. No la vendería por cuanto oro me ofrezcan. ¿Ves este filo? Podría cortar fácilmente un copo de lana.
—Y yo con mis dientes —dije para mí— podría cortar un pan de cuatro libras.
Guardó la espada en su vaina, se puso la capa y salió diciéndome:
—Mientras voy a oír misa, haz la cama, ve por agua al río y cierra con llave la puerta, no sea que nos roben algo.
Y se fue con muy buen semblante. Como si anoche hubiera cenado bien, pasado la noche en buena cama y comido bien por la mañana. ¿Quien creería que lo único que cenó fue un pedazo de pan que su criado guardaba en el pecho y que a falta de una toalla se seca la cara con su ropa? ¡Oh, Señor, cuantos padecen por sus apariencias, penas que por ti no sufrirían!
Limpié la casa, hice la cama y cuando fui a recoger agua del río vi a mi amo en una huerta, acompañado de dos mujeres a quienes él hablaba muy dulcemente. Como lo vieron enternecido, ellas no tuvieron vergüenza en pedirle de almorzar. Entonces él, de lo platicador que estaba, pasó a enmudecer, se le fue el color del rostro y e intentó dar excusas que las mujeres no creían. Ellas, que vieron el tipo que era, lo dejaron solo.
Lázaro sale a pedir limosna, pues su amo no regresa:
Volví a casa y esperé que mi amo regrese, quizá con algo de comer. Dieron las dos, y como no aguantaba el hambre, cerré, escondí la llave donde me indicó mi amo y fui a pedir limosna de puerta en puerta. Conseguí varios panes, tripas cocidas y un pedazo de pata de vaca. Cuando volví, mi amo, que había llegado, me pregunto a dónde había ido.
—Señor, como dio las dos y usted no llegaba, salí a buscar caridad y me han dado esto —y le mostré lo que traía.
—Pues yo te esperé para comer; pero, como no venías, almorcé solo. Y como saliste a limosnear, espero que nadie se entere que eres mi criado. Aunque no creo pues casi nadie me conoce. ¡Ojalá nunca hubiera venido a este pueblo! Esta casa está maldita y me pega la mala suerte; pero acabado el mes salimos de acá.
Lázaro da de comer a su amo:
Me senté en un extremo y empecé a comer mis tripas y mi pan, mientras mi amo no desvíaba los ojos de mi comida. Sentí pena de él pues conocía de sobra el hambre. Penśe en convidarle, pero como dijo que ya había almorzado, temí que me rechazara.
—Lázaro, tienes una gracia en comer que jamás vi en hombre alguno —me dijo al rato—. Nadie que te vea resistiría las ganas de comer.
—Es que este pan esta muy sabroso, y esta pata de vaca muy bien cocida y sazonada.
—Se ve que es el mejor bocado del mundo. No creo que ningún manjar se le compare.
—Pues pruebe, señor, y vea que tal está.
Le convidé de lo mío y comió con tantas ganas que se quedó masticando hasta los huesos.
—Me ha sabido tan bien como si hoy no hubiera comido —dijo al terminar. Luego bebimos, y muy contentos fuimos a dormir.
Lázaro mantiene a su amo:
Pasaron ocho o diez días en los que él andaba ocioso y yo le conseguía de comer. No podía creer mi desventura pues en vez de caer con mejor amo di con uno al que yo debía mantener. Una mañana, cuando se levantó en camisa y fue al baño, aproveché para revisar sus ropas a ver si algún dinero guardaba; pero solo hallé una bolsita sin señales de haber tenido una moneda en mucho tiempo. “Este de veras es pobre, pensé, no como el ciego y el clérigo”. Desde entonces siento lástima cuando veo a alguien bien vestido y de paso seguro, pues pienso que debe sufrir por dentro como el escudero. Por eso no le tenía enemistad, más bien algo de cariño.
El ayuntamiento prohíbe pedir limosna:
Pero mi mala fortuna, que nunca me abandonaba, me trajo otra desdicha: como la tierra no había producido mucho ese año, el ayuntamiento prohibió a los limosneros y vi como azotaban a varios pobres en la calle. Sentí tanto miedo que no volví a pedir. En casa nos pasamos tres días sin comer y sin decir palabra. Unas vecinas me daban algunas cosillas con las que apenas pasaba el hambre. Pero más pena me daba mi amo, que en ocho días no lo vi probar bocado. No sé que hacía ni donde andaba, pero en la calle paseaba con su aspecto importante y rascándose los dientes con una paja como quien acaba de comer.
—Esta casa es la que produce nuestra desdicha —me decía—. Es oscura, triste, lóbrega. Espero que se acabe el mes para salir de aquí.
El amo consigue un real. Lázaro se cruza con un muerto.
Un día llego a manos de mi amo un real. Él, contento como si tuviera el tesoro de Venecia, me lo dio diciendo:
—Ve al mercado y trae pan, vino y carne. Ya se nos acaba la mala suerte, he alquilado otra vivienda y no estaremos mucho tiempo aquí. ¡Maldita sea esta casa y quien la construyó! Pero ve, ve rápido que hoy comeremos como condes.
Tome la moneda y el jarro y sali muy contento. Pero, ¿por qué la mala suerte me perseguía?, pues en el camino me crucé con un muerto que muchas personas traían calle abajo. Me pegué a la pared para que pasen. La mujer del difunto, de luto y llorando a grandes voces, decía:
—Marido y señor mío, ¿a dónde te llevan? ¡A la casa triste y desdichada, a la casa lóbrega y oscura, a la casa donde nunca comen ni beben!
Cuando escuché eso, me entró un miedo tremendo.
—¡Pobre de mí —exclamé—, ese muerto lo llevan a mi casa!
Corrí entre la gente y volví a casa a toda prisa. Entré, cerre la puerta y me abracé a mi amo, suplicándole que me proteja y defienda la entrada.
—¡Señor —le dije—, tenga cuidado que nos traen a un muerto!
Y le expliqué lo que había dicho la señora. Él empezó a reír con tanta fuerza que estuvo un tiempo sin poder hablar, mientras yo empujaba la puerta para que no entre el muerto, pues ya estaba afuera la gente llevándolo.
—Tienes razón de pensar que acá lo traían —dijo mi amo—, pero verás que no es así. Abre la puerta y verás como pasan de largo.
—Espere que estén lejos para abrir, señor.
Más tarde fui al mercado, y aunque comimos bien, no disfruté la cena por el miedo que me duró tres días más.
El escudero le cuenta su historia a Lázaro:
Un día, después de haber comido razonablemente, él me contó que venía de Castilla la Vieja, y que había abandonado su ciudad por no quitarse el sombrero frente a un vecino.
—Señor —le dije—, si ese vecino tenía más que usted, no hacía mal en quitarse el sombrero para saludarlo.
—Sí tenía más que yo; pero como siempre yo me quitaba el sombrero, no estaba mal que él lo haga antes que yo al menos una vez.
—Creo, señor, que eso no es importante pues se debe respeto a la gente que es más que uno.
—Eres muchacho —me respondió— y no comprendes las cosas de la honra. Pues te digo que aunque soy un escudero, si me topo con el conde por la calle y él no se quita el sombrero, otra vez fingiré no haberlo visto aunque se enoje. Una vez estuve a punto de golpear a un oficial porque siempre me decía: “Que Dios cuide de usted”, como si yo fuera un cualquiera. Desde entonces, cuando me veía se quitaba el sombrero y me saludaba como es debido.
—Pero, ¿qué tenía de maleducado que le diga “Que Dios cuide de usted”? —pregunté yo.
—Mucho de malo —respondió—. Solo a quienes no valen nada se les dice así. A la gente como yo, se le debe decir por lo menos: “Beso las manos de usted”. Así que nunca consentiré que un hombre que sea menos que el rey, me salude diciendo: “Que Dios cuide de usted”.
—Por eso es que no te cuida, pues no dejas que nadie se lo pida —dije para mí.
—En mi tierra —continuó él— tengo varias casas que deben valer al menos doscientos mil maravedís. También un palomar que daría doscientas crías cada año y otras cosas que no te cuento. Vine a esta ciudad por lo que ya te dije, pero acá todo me va mal. Los caballeros no buscan un escudero sino un críado que haga todo trabajo y, para colmo, pagan con retraso. Si encontrara a un señor con un gran título, se acabaría mi desventura. Lo serviría bien, sabría agraderle, enaltecer sus costumbres y sus gustos; mas parece que nunca encontraré a alguno.
El amo huye para no pagar el alquiler:
Mientras hablaba de eso, llegaron un hombre y una vieja. Él a cobrar el alquiler de la casa y ella el de la cama. Debía por dos meses lo que en un año no conseguiría; y les dijo que iría a cambiar el dinero a la plaza y que vuelvan en la tarde; pero no regresó. Cuando volvieron a cobrarle, les dije que aún no había vuelto. Llegada la noche, tuve miedo de quedarme solo y fui a casa de las vecinas donde dormí.
Lázaro a punto de ir preso por la deuda del escudero:
A la mañana regresaron los acreedores y les dije que mi amo no había vuelto y que a ellos y a mí nos había abandonado. No me creyeron y fueron por un alguacil y un escribano con quienes entraron a casa de mi amo para embargar sus cosas y cobrar la deuda; pero como la encontraron vacía dijeron:
—Seguro esta noche se han llevado todo. Señor alguacil, aprese a este muchacho que sin duda es cómplice.
Oído esto, él me cogió por el cuello de la camisa y me dijo que me llevaría a prisión si no decía donde escondía sus cosas mi amo. Yo empecé a llorar y prometí que contaría lo que pregunten. Entonces se acomodó el escribano para redactar el inventario.
—Mi amo me dijo que tiene varias casas y un palomar.
—Con eso podremos cobrar la deuda —dijeron los acreedores—, ¿dónde están esas propiedades?
—En Castilla la Vieja, me dijo él.
Se rieron mucho el escribano y el alguacil al escucharme, diciendo que con decir eso no les daba información que les sirva. Las vecinas, por ayudarme, dijeron que recién unos días era mozo del escudero y que apenas sabía de él lo que acababa de decir.
Dejan libre a Lázaro que ha quedado solo y sin amo:
Entonces me dejaron libre y el alguacil y el escribano pidieron su paga a los otros. Ellos contestaron que no tenían obligación de pagarles pues no se había hecho el embargo y así empezaron a discutir haciendo mucho ruido. Finalmente un porquerón se llevó la cama que la vieja alquilaba y se fueron los cinco dando gritos. No sé en que habrá terminado eso.
De esa forma me dejó mi tercer amo, con el que terminé de confirmar mi desdicha, pues en vez de abandonarlo, fue él quien escapó de mí.
TRATADO CUARTO
Cuarto amo: Fraile de la Merced; primeros zapatos de Lázaro.
Mi cuarto amo fue un fraile de la Merced. No le gustaba el coro ni comer en el convento. Muy amigo de negocios seglares y de andar fuera y hacerse acompañar de mujeres. Él me dio mi primer par de zapatos que no me duraron más de ocho días. Por eso, y por otras cosas que no cuento, me alejé de él.
TRATADO QUINTO
Quinto amo de Lázaro: el buldero.
El quinto fue un buldero, el más desvergonzado que he visto en mi vida, pues tenía modos muy ingeniosos para echar las bulas.
Cuando llegaba a los lugares donde iba a presentar la bula, se ganaba el favor de los clérigos, regalándoles algunas frutas de la estación. Así buscaba que llamen a sus feligreses a tomar la bula. También averiguaba sobre ellos antes de presentarse. Si se enteraba que sabían latín, no hablaba palabra en esa lengua para no equivocarse, más bien los sorprendía con un perfecto romance castellano; pero si eran curas poco cultos, para impresionarlos se pasaba hasta dos horas hablando en latín, aunque erraba varias veces.
Cuando el pueblo no aceptaba buenamente las bulas, veía la manera de forzarlos a hacerlo. Y como sería largo contar todas sus artimañas, diré una de ellas como prueba.
El alguacil finge ser poseído por el demonio para que la gente tome las bulas:
En un lugar de la Sagra de Toledo había predicado tres días sin que nadie se acerque a tomar las bulas. La noche antes de irse, se puso a jugar con el alguacil en la posada y terminaron riñendo. Por poco se matan si los huéspedes y los vecinos no acuden a separarlos. El alguacil, que no podía atacar a mi amo porque lo tenían bien sujeto, le gritó que era un estafador y que las bulas que daba eran falsas. Finalmente, los vecinos se llevaron al alguacil a otra parte y pudimos descansar.
A la mañana siguiente la gente fue a misa murmurando sobre la falsedad de las bulas y que el alguacil lo había descubierto y denunciado la noche anterior. Mi amo, desde el púlpito, predicaba el sermón y animaba a la gente a tomar la bula. En eso entró a la iglesia el alguacil y con voz alta comenzó a decir:
—Buenos hombres, escúchenme unos minutos. Yo vine a este pueblo junto con este buldero y habíamos planeado repartir las ganancias que nos producirían la venta de las bulas. Sin embargo, tomé conciencia del daño que le haría a su pueblo con este negocio y me arrepiento de lo que hice y he venido a advertirles de la falsedad de las bulas y que si a este se castiga por estafador, sepan todos que yo no tengo nada que ver con él.
Cuando acabó, algunos hombres quisieron sacar el alguacil por hacer escándalo en el templo; pero mi amo ordenó que le dejen terminar todo lo que tenga que decir, y quien no lo permita, sería excomulgado.
—¿Tienes algo más que decir? —preguntó mi amo.
—Mucho más tengo que decir de usted y de sus engaños, pero basta por ahora.
Entonces el señor comisario se hincó de rodillas y en actitud de oración, dijo:
—Señor Dios, que todo lo sabes y todo lo puedes. Tú sabes que soy acusado injustamente. Por mi parte perdono a este hombre, pero te suplico una señal pues la gente que lo ha escuchado, quizá convencida por él, dejará de tomar la bula. Muestra la verdad, Señor, y si lo que este alguacil ha dicho es cierto, se hunda en este instante el púlpito y me desaparezca bajo tierra. Pero si es que aquel, persuadido por el demonio, dice mal para alejar a los presentes al bien de la bula, sea castigado y todos conozcan su malicia.
Apenas acabó su oración, el negro alguacil cayó cuan largo era y el golpe que dio contra el piso resonó en toda la iglesia. Comenzó luego a gruñir y a echar espuma por la boca y a torcerla, revolviéndose de una parte a otra. Se hizo un vocerío tremendo, algunos intentaron sujetarlo, pero recibían puñetazos y patadas. Al final más de quince hombres lograron tenerlo quieto aunque con mucho esfuerzo.
Mientras tanto, mi amo seguía de rodillas con las manos y los ojos dirigidos hacia el cielo, como si se estuviera conectando con el espíritu santo y como si todo el bullicio del templo no existiera. Entre varios debieron despertarlo, diciéndole que socorra a ese pobre que se estaba muriendo y que ya había tenido suficiente castigo por sus males.
—Ya que Dios nos manda que no devolvamos el daño a quien nos lo hace, pediremos al Señor por este que sufre justo castigo.
Y a petición del comisario, todos se hincaron de rodillas y cantaron una letanía. Le echan agua bendita y le acercan la cruz al poseso y mi amo, con las manos hacia el cielo, comienza una oración tan triste que hizo llorar a todos los presentes. Hecho eso, puso una bula sobre la cabeza del alguacil que poco a poco fue volviendo en sí. Cuando se recuperó del todo, se echó a los pies del comisario y pidiéndole perdón le confesó que era el demonio quien lo había hecho hablar, porque el diablo sufría mucho con la repartición de las bulas.
Mi amo lo perdonó y ambos hicieron amistad nuevamente. La gente del lugar, que presenciaron el milagro, tomaron la bula con tal prisa que nadie se quedó sin ella y la noticia corrió por los pueblos cercanos, donde los pobladores tomaban la bula sin necesidad de sermón o ir a la iglesia, que hasta a la posada llegaban a recibirla. De tal manera que mi amo echó más de mil bulas sin predicar.
Cuando, días atrás, mi amo y el alguacil habían ensayado la escena que acababan de ejecutar, yo mismo me espanté creyendo que realmente el diablo poseía al alguacil. Pero al ver luego la risa de ambos, entendí que con mucho ingenio habían ideado esa artimaña.
El buldero finge regalar las bulas para luego empadronar a quienes las tomaron:
En otro lugar, mi amo predicó dos o tres semanas y nadie quiso tomar la bula. El comisario entonces anunció un sermón de despedida; terminada la predica tomó las alforjas que el escribano, el alguacil y yo traíamos y con cara alegre empezó a arrojar las bulas, que en ellas había, diciendo:
—Hermanos míos, tomen estas bulas que Dios les envía. Tomen para ustedes, para sus padres, hermanos, hijos, por los cristianos cautivos en tierras de moros. Al menos ayúdenles con sus limosnas, cinco padre nuestro y cinco ave maría.
Como el pueblo las veía regaladas, empezaron a tomarlas a manos llenas y con tanta desesperación que me rompieron mi vieja ropa en medio de la confusión. Cuando acabaron, mi amo anunció que debían inscribirse los que habían tomado la bula para saber quienes gozarán de la indulgencia divina.
Hecho el inventario, nos fuimos todos muy alegres del buen negocio.
—¿Qué les parece? —decía mi mi amo al alguacil y al escribano— Esta gente cree que con solo decir “somos cristianos viejos” se salvarán, sin hacer caridad ni donar nada de sus pertenencias.
La cruz ardiente:
Y así nos fuimos hacia La Mancha donde topamos con más gente que no quería tomar las bulas. Vista por mi amo la gran pérdida que sufría por ello, dio la misa mayor, acabó el sermón y luego colocó una cruz y la colocó encima de un brasero que habían puesto ahí para calentarse las manos. La cruz se calentó en la lumbre sin que nadie pueda advertirlo y terminada la bendición, la cogió bien envuelta con un pañuelo y en la otra mano tomó una bula, bajó las gradas, fingió que besaba la cruz e indicó que vengan a adorarla. La gente se formó de a uno, primero los alcaldes y ancianos. El primero, un alcalde viejo, aunque besó apenas la cruz, se quemó la cara y se apartó rápidamente.
—¡Milagro, señores! —dijo mi amo.
Y con siete u ocho más se repitió el milagro de los caraquemados. Entonces, el comisario no quiso que nadie más se acerque a besar la cruz, subió al altar y dijo que Dios había efectuado ese milagro pues por la poca fe y caridad del pueblo la cruz ardía.
El pueblo tomó con tanta prisa las bulas que no alcanzaron los escribanos y clérigos ni sacristanes para escribirlas. Creo que se tomaron más de tres mil.
Cuando dejamos el pueblo, la gente suplicó a mi amo que les dejase la cruz para engastarla en oro y conservarla en memoria del milagro acaecido. Él se negaba a darla, pero al final lo hizo pues le ofrecieron darle a cambio una cruz vieja, de plata, que tenían.
A Lázaro le hace gracia su amo, pero pasó fatigas también:
Así nos fuimos alegres con el trueque. Y, aunque engañador, me cayó en gracia y pensaba: “¡Cuantos burladores como estos deben haber que se aprovechan de gente inocente!”
Finalmente, estuve con el cerca de cuatro meses, en los que pasé muchas fatigas.
TRATADO SEXTO
Sexto amo: maestro de pintar panderos.
Después estuve un tiempo con un maestro de pintar panderos, al que le molía los colores y también sufrí muchos males.
Séptimo amo: capellán, Lázaro trabaja de aguador.
Siendo ya adolescente, tuve como amo a un capellán que me puso un asno y cuatro cántaros para trabajar de aguador. Ese fue mi primer ascenso para alcanzar una vida decente porque ya no pasaba hambre. Cada día daba a mi amo treinta maravedís; lo que ganaba los sábados y la diferencia si ganaba más de treinta al día eran para mí.
Lázaro compra su primer vestido y renuncia al capellán:
Me fue tan bien que luego de cuatro años ahorré y pude vestir honradamente; compré un jubón, un sayo raído, una capa frisada y una espada vieja. Cuando me vi bien vestido, le devolví su asno a mi amo y le dije que no quería seguir con ese trabajo.
TRATADO SÉPTIMO
Octavo amo: el alguacil.
Después del capellán estuve con un alguacil, aunque poco tiempo pues el trabajo era peligroso. Una noche nos persiguieron a pedradas unos fugitivos; yo corrí, pero mi amo la pasó mal. Desde entonces no quise saber más de ese oficio.
Lázaro trabaja de pregonero:
Quiso Dios ponerme en buen camino para asegurar mi vejez y conseguí un oficio real, ahora sirvo a vuestra merced. Mi oficio es de pregonero, anuncio los vinos, las ventas y los delitos de quienes son perseguidos por justicia. Un día fue ahorcado un ladrón con una soga de esparto y me acordé de lo que me había dicho el ciego en Escalona; entonces me arrepentí por lo que le hice ya que después de Dios, él me enseñó lo necesario para llegar a donde estoy.
El arcipestre lo protege y casa con su criada:
Me ha ido tan bien en mi oficio que cualquier cosa que deba ser anunciada pasa por mí. Tanto que nadie se atreve a vender vino si yo no lo he anunciado. El arcipestre de San Salvador, amigo de vuestra merced, como yo anunciaba sus vinos y sabía de mi habilidad, me casó con una criada suya. Y hasta ahora no estoy arrepentido pues además de ser buena mujer y diligente, tengo el favor y ayuda del arcipestre. A veces nos da trigo o carne; además nos hizo alquilar una pequeña casa cerca a la suya. Los domingos y fiestas todos comíamos en su casa.
Rumores de que la mujer de Lázaro lo engaña:
Pero las malas lenguas que nunca faltan, dicen que mi mujer le hace la cama y le guisa de comer. Confieso que he tenido alguna sospecha pues he pasado malas noches esperándola hasta muy tarde y he recordado lo que me dijo el ciego en Escalona cuando cogió uno de los cuernos de la pared. Aunque creo que el diablo es quien me trae ese mal recuerdo pues mi señor me dijo muy claro delante de ella un día:
—Lázaro de Tormes, aquel que hace mucho caso a lo que dice la gente, nunca progresará. Te lo digo pues seguro hablarán mal de que tu mujer entra y sale de mi casa. Pues te juro que ella entra sin manchar tu honra, así que no oigas lo que se dice.
—Señor —le dije— es verdad que me han dicho rumores, y que antes de casarse conmigo dicen que ha parido tres veces.
Lázaro se arrepiente de dudar de su mujer y amenaza a quien hable mal de ella:
Entonces mi mujer empezó a llorar y a echar maldiciones sobre mí y sobre quien la había casado. Ambos tuvimos que consolarla y le juré que nunca más mencionaría ese asunto y que si entraba y salía de casa del arcipestre, estaba bien seguro de su bondad y confiaba en ella. Desde entonces hasta hoy, nadie ha mencionado el caso, más bien, si siento que alguien va a decir algo, lo interrumpo y le advierto:
—Si eres mi amigo y vas a decir algo que me fastidie acerca de mi mujer, que es la persona que más quiero en el mundo, te digo que ella es la mejor mujer que vive en toda Toledo. Y si tú o alguien me dice lo contrario, lo mataré.
Entonces no me dicen nada y puedo estar en paz en mi casa.
Se despide de vuestra merced y promete mantenerlo informado:
Esto sucedió el mismo año en que nuestro emperador entró en la ciudad de Toledio y se hicieron grandes fiestas como vuestra merced recordará. En ese tiempo me acompañaba la buena fortuna y la properidad y lo que de aquí en adelante suceda avisaré a vuestra merced.