Pero la reina, angustiada desde hace tiempo por una dura preocupación, alimenta la herida en sus venas y es consumida por un ciego ardor. La abundante virtud del hombre y la abundante gloria del pueblo vuelven a menudo a su mente; permanecen fijos, grabados en su pecho, su rostro y palabras, y la inquietud no da plácido reposo a sus miembros. La siguiente Aurora iluminaba la tierra con la antorcha de Febo y había alejado del cielo la humedad sombra cuando la desequilibrada dirige la palabra a su unánime hermana del siguiente modo:
El Conflicto Interno de Dido
Ana, hermana, ¡qué insomnios me aterran y me inciertan! ¡Quién es este nuevo huésped que ha llegado a nuestra casa! ¡Qué porte en su rostro, qué fuerte es en su pecho y en sus armas! Creo sin duda alguna ni falsa esperanza que es descendiente de los dioses. El temor expone las almas pusilánimes. ¡Ay! ¡Por qué hados fue arrojado aquel! ¡Qué bellos combates librados cantaba! Si no permaneciera fijo e inmóvil en mi mente que no quiero contraer matrimonio con nadie, después de que mi primer amor me engañó burlada por su muerte; si no estuviera cansada del lecho y de la antorcha nupcial quizá habría podido sucumbir a esta única culpa. Ana (pues confesaré) después del mísero destino de mi marido Siqueo y de los penales, esparcidos por una muerte fraternal, sólo este conmovió mis sentidos y puso en movimiento mi lábil corazón. Percibo vestigios de la vieja pasión. Pero primero querría o bien que la profundidad de la tierra se abra para mí o que el Padre Todopoderoso me empuje con un rayo hacia las sombras, las pálidas sombras del Érebo y hacia la profunda noche, antes que, oh pudor, te deshonre o rompa tus leyes. Aquel, el primero que me unió a sí mismo, se ha llevado mis amores, aquel los tenga consigo y los conserve en la tumba». Tras haber hablado de este modo llenó su regazo con lágrimas derramadas.
El Consejo de Ana
Ana responde: «Oh más amada para tu hermana que la luz, ¿acaso te consumirás sola afligiéndote en una juventud eterna y no conocerás a los dulces hijos de Venus ni sus premios? Pienso sin duda alguna que por los auspicios de los dioses y de Juno las naves ilíacas mantuvieron hasta aquí su rumbo con viento favorable. ¡Cómo verás tú esta ciudad, hermana, qué reinos verás surgir con tal unión! Con el apoyo de las armas troyanas, ¡con cuántas fuerzas se levantará la gloria púnica! Tú solo pide el permiso de los dioses y, ofrecidos los sacrificios, entrégate a la hospitalidad e inventa las excusas para que se quede». Dicho esto encendió su ánimo con un vivo amor, dio esperanza a su duda y liberó su pudor.
Los Rituales y el Amor Creciente
Al instante se dirigen a los templos y piden la paz a través de los altares; sacrifican, según la costumbre, bueyes selectos a la legisladora Ceres, a Febo y a su padre Lieno, y antes de todos a Juno, quien tiene el cuidado de los lazos matrimoniales. La misma Dido, sujetando bellísima en la mano derecha una pátera, la vierte entre los cuernos de una blanca brillante… ¿Para qué le sirven los templos? Entre tanto, una llama consume sus dulces entrañas y una silenciosa herida vive bajo su pecho. Se atormenta la infeliz y anda errante por la ciudad fuera de sí como una cierva disparada por una flecha. Ahora lleva consigo a Eneas por entre las murallas y alardea de las riquezas sidonias de la ciudad preparada; comienza a hablar y se detiene a media voz; ahora, cayendo el día, busca los mismos banquetes y, demente, pide con insistencia escuchar de nuevo los infortunios ilíacos y una vez más está pendiente de la boca del narrador. Después, cuando se fueron y la oscura Luna oculta de nuevo la luz y las estrellas, cayendo aboga por el sueño, se aflige sola en su vacía casa y se echa sobre su abandonado lecho. Ausente oye y ve a aquel ausente…
La Intervención Divina
En cuanto se dio cuenta de que esta estaba poseída por tal enfermedad y de que la fama no sería un obstáculo para su locura, la Saturnia se dirige a Venus con tales palabras: «¿Por qué no acordamos mejor la paz eterna y pactos e himeneos? Tienes todo lo que reclamaste con tu corazón: Dido arde amando y ha contraído la locura por sus huesos. Así pues, dirijamos este pueblo común y con iguales auspicios; que le esté permitido entregarse a un marido frigio y confiar a tu derecha a los tirios como dote».
A Oquella (pues se dio cuenta de que habló con una intención disimulada, para desviar el Reino de Italia a las costas libicas) Venus abordó así en contra: «¿Qué demente rechazaría tales cosas o preferiría luchar en guerra contigo? Si únicamente la fortuna siguiera al hecho que mencionas. Pero me muestro incierta de los oráculos, si Júpiter querría que una ciudad fuera para los cirios y para los que se marcharon de Troya, o si aprobaría que los pueblos se mezclen o que los tratados sean firmados. Tú, como esposa, tienes la potestad de tentar su ánimo suplicándole. Apresúrate, te seguiré».
Entonces la regia Juno continuó así: «Ese trabajo estará conmigo. Ahora, por qué medio podría hacerse lo que apremia, en pocas palabras (presta atención) te lo enseñaré».