Tradición y vanguardia en la poesía de Miguel Hernández
Aunque por edad Miguel Hernández pertenece a la Generación del 36, por trayectoria e influencias estéticas se le ha considerado siempre, en palabras de Dámaso Alonso, como un “genial epígono” de la Generación del 27. Una de las características clave de esta generación es la unión entre tradición y vanguardia, entre lo popular y lo culto. No es de extrañar que la obra del poeta oriolano oscile en torno a estos dos ejes, uniéndolos sin decantarse por ninguno.
Primeros poemas y Perito en Lunas
Los primeros poemas que se conservan de Miguel Hernández son los de un poeta aprendiz, en proceso de formación, que imita a sus maestros. La influencia de Bécquer, Fray Luis, Quevedo, Machado y su admirado paisano Gabriel Miró la convierte en una poesía plenamente clasicista. Es a partir de su primer libro, Perito en Lunas (1933), cuando podemos empezar a hablar de esta dicotomía:
- Por un lado, la métrica escogida, la octava real, nos habla de un poeta conocedor de la tradición española. También el modelo evidente del libro, Góngora, es uno de los grandes clásicos españoles. No debemos olvidar la labor de reivindicación que algunos miembros de la generación del 27 habían emprendido para situar al poeta cordobés como el paradigma de lenguaje hermético de la poesía pura.
- Por otro lado, el cultivo de la metáfora como elemento central del poema y la organización del libro como acertijos poéticos nos remiten a ciertas vanguardias, como el ultraísmo y el cubismo, y a algunos juegos lúdicos como las greguerías de Ramón Gómez de la Serna.
El Rayo que no cesa y la maduración poética
Con El Rayo que no cesa (1936), Miguel Hernández da un paso definitivo en su proceso de maduración poética. En su necesidad de expresar la frustración derivada del amor imposible, inconsumable, encuentra su modelo en dos grandes poetas del desamor de la tradición española: Garcilaso y Quevedo, de quienes toma no sólo la forma métrica (predominantemente el soneto), sino también esa concepción del amor como herida equiparable al “dolorido sentir” garcilasiano y al trágico “desgarrón afectivo” de Quevedo. A la vez, la imaginería vanguardista, sobre todo surrealista, de libros como La destrucción o el amor de Vicente Aleixandre o Residencia en la tierra de Pablo Neruda, también está presente en El rayo que no cesa, con imágenes descarnadas que intentan expresar la situación de dolor y contradicción interior: así, el deseo amoroso no satisfecho es tanto “un carnívoro cuchillo de ala dulce y homicida” que amenaza con sesgar la vida del poeta como un rayo que “habita el corazón, el corazón de exasperadas fieras”.
Viento del pueblo y la poesía comprometida
Con Viento del pueblo (1937) comienza el tiempo de la poesía comprometida, poesía de guerra y denuncia y poesía de solidaridad con el pueblo oprimido. Hernández busca ahora una poesía más directa que recrea, en muchos momentos, su carácter oral (algunos eran poemas leídos para arengar en el frente), de ahí el empleo abundante del romance y del octosílabo (metro popular e inmediato que hunde sus raíces en la poesía tradicional). Pero además, la actitud beligerante del poeta, la necesidad de expresar con honestidad la rudeza de la batalla, le lleva a utilizar un imaginario vanguardista, cercano en ocasiones al futurismo de Marinetti: así, sus imágenes se cargan de dureza, de elementos metálicos y de armas, la muerte aparece representada como un guerrero “con herrumbrosas lanzas y en traje de cañón.” Esta concepción de la “poesía como arma” (“arma cargada de futuro”, dirá años después Gabriel Celaya) que domina Viento del pueblo implica que lo lírico ceda a lo épico. La imagen vanguardista, la metáfora surrealista, se funden con el neopopularismo en el tono y la métrica.
El hombre acecha y la interiorización
El tono vigoroso, entusiasta y combativo de Viento del pueblo se atempera en El hombre acecha (1939) ante la realidad brutal del curso de la guerra. Miguel Hernández sigue utilizando imágenes surrealistas de gran valor expresivo (las manos que se convierten en garras en “Canción primera”), pero ahora su poesía es cada vez más intimista.
Cancionero y romancero de ausencias y la esencialidad
Finalmente, con Cancionero y romancero de ausencias (1938-1941), intenso diario íntimo de un tiempo de desgracias, Hernández completa el profundo proceso de interiorización que venía experimentando su poesía desde El hombre acecha. Su lenguaje se desnuda progresivamente hasta reducirse a lo más esencial, lo que no sólo repercute en símbolos e imágenes expresionistas (el niño amamantándose con sangre de cebolla) sino también en las formas poemáticas, que se ciñen a los escuetos esquemas de la canción tradicional o remiten incluso al verso libre. Con ello, Miguel Hernández entronca con una corriente revitalizadora de la poesía popular que se abre con el ambiente posromántico (Bécquer, Rosalía de Castro), que continuará luego con Antonio Machado (Nuevas canciones) y que dominará en el neopopularismo de la Generación del 27. Nuevamente, la tradición ofrece sus moldes a la vanguardia.