Crónicas de una soltera: En busca del amor y un vestido de fiesta

En busca del amor y un vestido de fiesta

El plan para conquistar a José

Voy a ponerme una pollera corta, unos zapatos bien altos, la careta de estúpida y me voy a ir a jugar al bowling con la desesperada, alevosa, pecaminosa y premeditada intención de despertar algún tipo de interés en José. Me voy a hacer la dama en apuros, la tontita, la que tira mal la bola para que la ayuden.

¿De qué sirve buscar otro tipo de vínculo cuando ni siquiera sé si puede durar?

Cambio de planes

Hoy, mientras tomaba mi primer café de la mañana y repasaba mi plan para despertar interés en José, me pasó algo inesperado. José se sentó encima de mi escritorio, agarró mi lapicero, se puso a jugar con las biromes, y dijo:

—Che, ¿vos vas al bowling hoy?

Me llevó por delante, como un auto que te choca de atrás mientras repasás mentalmente la lista del supermercado.

En mis treinta años de solterona, nunca pero nunca me había acostado con alguien tan rápido. Teníamos que vernos así, todos transpirados, con los dedos llenos de birome explotada y el pantalón salpicado por la máquina de café.

Como si supiera que no iba a necesitar la ropa (lo que los hombres no saben es que nosotras no tenemos esas veleidades por coquetas, sino porque no estamos depiladas, tenemos un corpiño horroroso o esmalte rojo saltado en las uñas de los pies).

Yo me esforzaba mucho por crear una conversación interesante, pero él estaba más concentrado en ver cómo hacía para llevarme a su casa. Habla poco, hace algunos chistes precarios pero efectivos, se ríe sin parar con una boca enorme que se abre como una grieta, y va directo al grano. No habían pasado ni veinte minutos cuando me dio un beso, por ejemplo.

Cuando le dije que el lugar me parecía inapropiado (ya parezco Graciela) lo habilité para hacer la propuesta. No había cajas de pizza debajo de los muebles, ni vasos usados ni ropa apilada sobre una silla.

Media hora en la que pensé lo mal que estaba hacer esto, en lo grave que era meterme en la cama de un compañero de trabajo sin tener una relación amorosa que nos vinculara. Una cosa es que no funcione una relación en donde hubo cariño y respeto, y otra es el rosario de chismes machistas y exagerados que vienen corriendo detrás de esta clase de deslices.

Sin embargo, fue él mismo el que cuatro horas después, mirando el techo, me hizo la gran pregunta.

Pero ahora reconozco que quizás exageré, porque hoy lo vi dos o tres veces (de pasada, en el ascensor y en el bar) y en ningún momento me saludó. Si no supiera que el día anterior estuve cuatro horas en su cama diría que me estaba ignorando deliberadamente.

El chisme en la oficina

8 de marzo

Estuve durante todo el día vigilando a mis compañeros de oficina, tratando de dilucidar si alguno manifestaba un síntoma de chisme. Me aterraba la idea de que José, como un adolescente en un vestuario, se hubiera jactado de nuestras cuatro horas de sexo casual en algún pasillo de la oficina.

Es verdad que yo misma le dije que disimulemos, pero una cosa es disimular que tuviste sexo y otra cosa es ignorarse.

Como si fuera poco, caí en un espionaje monomaníaco que consistía en pasar por cualquier lugar en donde estuviera él para ver si me hablaba, me miraba, me saludaba o me hacía caras. Estuve la mitad del día llevando cosas por todos los pisos como un cadete desordenado que sube y baja por las escaleras, indeciso, buscando matar el tiempo hasta la hora de salida.

Lo peor vino más tarde, cuando a todos se les ocurrió ir a tomar algo después de la oficina y me tuve que sentar enfrente suyo durante dos horas y media. Dos horas larguísimas en las que contuve mi decepción adolescente y mis ganas de darle vuelta una canasta de maní en la cabeza, para no protagonizar el tercer escándalo del año en mi lugar de trabajo.

Vivimos colgadas de una expectativa inverosímil hasta que la verdad nos explota en la cara y nos enchastra todo el cuerpo. A mí, por ejemplo, me explotó a las diez de la noche cuando José (invicto de charlas conmigo) se levantó, avisó que tenía un compromiso y se fue.

Estuve diez minutos más tratando de contener la angustia pero no aguanté más y me tuve que ir corriendo. Quería ponerme a llorar en el taxi por perdedora, pasar a buscar un chocolate por la estación de servicio y mirar televisión hasta la madrugada.

Pero no pude tomarme un taxi, porque en la esquina me paró José, que estaba fumando, muerto de frío, con el cuello metido adentro del blazer.

El Apocalipsis Dominguero

12 de marzo

Hoy me pasó lo peor que le puede pasar un domingo a una mujer soltera. A las cuatro de la tarde, en el punto máximo de desorden y desidia del departamento, me llamó José.

Cuando una empieza una relación, estos llamados quieren decir una sola cosa: que el señor quiere verte y que como es domingo a la tarde y vos estás sola en tu casa, piensa venir de visita.

Los hombres ignoran la clase de apocalipsis que se desata cuando cortamos el teléfono. A ellos les encanta decir «en diez te paso a buscar» o «en media hora estoy por allá», porque no saben lo que sufrimos hasta que llegan.

  • Si nos bañamos, o nos depilamos, o lavamos los platos sucios,
  • si barremos un poco, secamos el baño, escondemos la ropa tirada abajo de la cama,
  • damos vuelta las fotos en las que estamos gordas, tiramos todos los limones podridos que hay en la heladera,
  • vamos a comprar algo para tomar, sacamos la medibacha que cuelga como una telaraña del ventilador,
  • buscamos las copas buenas o hacemos desaparecer el té de yuyos adelgazantes que tenemos sobre la heladera.

Es decir, que queremos tener sexo, pero que además aceptamos arreglar ese inframundo de celibato repugnante en media hora y atender la puerta con una sonrisa.

Escondí toda mi ropa abollada en las profundidades de un discreto placard, pateé la balanza debajo del ropero, saqué del baño unas toallitas higiénicas enormes que parecían un pañal, revoleé unas pastillas para dormir que me dio mi mamá y saqué las bombachas que colgaban como banderas agujereadas de la canilla de la bañadera. Bajé corriendo al supermercado, compré Coca-Cola común, un vino tinto, unas crackers, un queso, servilletas, papel higiénico con dibujitos y preservativos.

Volví, me puse crema para peinar en el pelo, me planché una pollera, lloré porque no tenía un juego de sábanas limpias, sacudí el sillón, limpié la puerta de la heladera (recién ahí me di cuenta la cantidad de dedos marcados que tenía), tiré diez mil vasos llenos con Coca-Cola vieja que me esperaban, cansados, en todas las esquinas de los muebles, y puse mis pantuflas apestosas detrás del sillón.

Y como en los dibujos animados, dos minutos después tocó el timbre José, espléndido y relajado como quien recién se levanta de dormir la siesta. Traté de hacerme la anfitriona un ratito, serví vino y empecé a charlar, pero previsiblemente José no estaba interesado en la conversación ni en el queso.

Pero esta vez el sexo no duró cuatro horas seguidas, porque yo interrumpí el asunto para atender los llamados compulsivos que atormentaban a mi pobre celular. Tardé tres o cuatro minutos en darme cuenta de que era Irina que no podía parar de llorar (otra vez).

Y esta vez, luego de escucharla durante meses, de consolarla por sus pequeños imprevistos, le dije que no la entendía y que hablábamos después. Ya sé que puedo parecer una insensible, pero ¿hasta cuándo tengo que pasar yo mis domingos hablando de broderie y servilletas en forma de pato? ¿Y es justo que todos los demás soporten sus ataques de nervios porque la modista no entendió que el bretel era más finito?

Cuando corté yo estaba indignada, José distraído y costó bastante remontar la situación. Hace media hora, sin embargo, cuando se fue José, me encontré un mensaje de mi mamá que me dejó preocupada. Según él, ella está histérica, llorando todo el día, con ataques de nervios porque el vestido le queda chico, porque no pueden organizar las mesas sin sentar juntos a los que están peleados, y porque todos son unos desconsiderados e irresponsables que quieren arruinarle «la noche más importante de su vida». Dice que el casamiento se transformó en una pesadilla y que sólo se va a casar si festejan con una cena para veinte personas muy modesta. Y mi hermana, que es muy caprichosa, en vez de tratar de calmar las cosas, le dijo que ella se iba a casar una sola vez en la vida y como siempre había soñado, con él o con otro.

En general yo trato de evitar almorzar con ellos en el bar de abajo, porque es como meterse en una jaula de monos. Hablan unos encima de otros, levantan la mano para gritar «Coca» y «milanesa» con la boca llena, hacen chistes horribles y luego se cagan a trompadas para dividir la cuenta y usar los tickets canasta al mismo tiempo. Mientras terminaban de llegar todos, yo luchaba con la panera del bar (que se me ofrecía, descocada, con todos los grisines al aire), Graciela hablaba de la nueva operación de la madre, Gisela contaba que se quería presentar al próximo Latin American Idol y Silvani la hacía cantar «My heart will go on». Como me pareció raro, le pregunté a Piñata si no venía nadie más, y me dijo que había organizado todo Marcelo y que le preguntara a él. Pero apenas escuché que Gisela le decía a Marcelo que no era necesario enviar cinco mails para confirmar el almuerzo, me empecé a dar máquina y ya no pude parar. Mientras Silvani se ponía la cabeza de Piñata debajo del brazo y le frotaba el pelo con el puño, yo empecé a increpar a Marcelo disimuladamente.

—Es el mismo que el de todos, sólo tenés que cambiar el apellido —le contesté, enojada.

… continúa …

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