Compromiso social y político en la poesía de Miguel Hernández


El compromiso social-político de Miguel Hernández



Por todos es admitido y pregonado que Miguel Hernández fue un hombre comprometido. Comprometido con sus orígenes, con su tierra, con sus ideas, con el momento histórico que vivíó y con la causa que defendíó. Al servicio de este compromiso social y político pone su literatura. Y hablamos de su literatura, y no sólo de su poesía, porque también utilizó el teatro como género combativo (su obra dramática fue escrita entre 1933 y 1937). Hasta 1933 su ideología fue reaccionaria y católica por la influencia de Ramón Sijé, pero su contacto con la vida del campesinado (Misiones Pedagógicas), su detención por la guardia civil y su amistad con Aleixandre y Pablo Neruda hacen cambiar su mentalidad de forma radical.


Durante la guerra, Miguel Hernández emplea su poesía para luchar por la causa republicana y escribe Viento del pueblo, obra con la que se suma al Romancero de la Guerra Civil. Como el viento, la voz del poeta alienta a los soldados en las trincheras, arenga a la lucha, mantiene viva la esperanza. Son poemas que lloran la muerte de Lorca, de los hombres en el frente de batalla, que cantan al niño yuntero, al sudor de los campesinos, a la compañera, esposa y amante lejana…


En esta etapa también escribe Miguel Hernández El hombre acecha, poemario en el que la palabra es todavía símbolo de resistencia. Pero la muerte del primer hijo y la derrota de la guerra sumen al poeta en la desolación.


Será Sánchez Vidal quien trate de ordenar esta poesía, diferenciando para ello tres actitudes adoptadas por el escritor:


La puramente militante, directa, con una poesía de carácter puramente oral, compuesta para ser recitada en el frente.


La militante de cuidadosa retórica; esta actitud tiene como representativo un hermoso poema:
“Canción del esposo soldado”.


La actitud cansada, de derrota



La nueva concepción de la poesía se desprende de las propias palabras de M H en “Nota previa” al teatro de guerra, donde dice:


 “No había sido hasta ese día (18 de Julio de 1936) un poeta revolucionario en toda la extensión de la palabra y de su alma. Había escrito versos y dramas de exaltación del trabajo y de condenación del burgués, pero el empujón definitivo que me arrastró a esgrimir mi poesía en forma de arma combativa me lo dieron los traidores, con su traición, aquel iluminado 18 de Julio. Intuí, sentí ver contra mi vida, como un gran aire, la gran tragedia, la tremenda experiencia poética que se avecinaba en España, y me metí, pueblo adentro, más hondo de lo que estoy metido desde que me parieran, dispuesto a defenderlo firmemente de los provocadores de la invasión…Entiendo que todo teatro, toda poesía, todo arte ha de ser, hoy más que nunca, un arma de guerra…Con mi poesía y mi teatro, las dos armas que más relucen en mis manos con más filo cada día, trato de hacer de la vida materia heroica frente a la muerte”.


                                               Las anteriores ideas son las que se hacen verso en un poema que debe presidir toda esta poesía comprometida: “Llamo a los poetas”. En él pide a los poetas que abandonen sus refugios intelectuales, aquellos lugares que los acogerán tras la muerte y luchen. La lucha debe usar la palabra, el verso, la literatura. La poesía tiene que presentarse desnuda, despojada del pavo real, de la toga, es decir, de ese Surrealismo propio de los autores del 27. El momento histórico pide a gritos una poesía directa, capaz de ser comprendida por el soldado que la escucha en el frente.


“¡Hablemos, gritemos!”. Esto es lo que hará Miguel Hernández con su poesía de guerra: hablar, gritar la verdad de las cosas del mundo enfrentadas al hombre. Pero ese grito no debe ser una estéril referencia personal, sino que debe ser una exclamación colectiva, universal: hablaremos unidos, comprendidos, sentados.


Veré si hablamos luego con la verdad del agua,


Que aclara el labio de los que han mentido



El compromiso de Miguel Hernández va más allá de sus versos: forma parte de su vida. Al fin y al cabo, sus versos no son más que un reflejo de sus convicciones vitales, una simple irradiación lo que supuso ese compromiso político que lo condujo a la muerte.


Cuando visita Madrid por quinta vez (1935), los tiempos son ya difíciles para la Segunda República. Está próximo el estallido de la Guerra Civil y Miguel Hernández puede ya sentir el aire bélico que se respira. Es entonces cuando en algunos de sus poemas sueltos, escritos entre 1935-1937, aparece ya por un lado su preocupación como hombre del pueblo y por otro, su claro espíritu combativo.


Estas son las dos actitudes primeras que descubrimos en su poesía social o en el germen de su poesía de guerra. La preocupación por el hombre y su espíritu combativo tienen como sustento una actitud solidaria con el pueblo. El poema “Alba de hachas” (179) resulta representativo de estas dos actitudes del poeta.


Con nuestra catadura de hachas nuevas, / ¡a las aladas hachas, compañeros, / sobre los viejos troncos carcomidos! / Que nos teman, que se echen al cuello las raíces / y se ahorquen, que vamos, que venimos, / jornaleros del árbol, leñadores!”


Ese grito de “compañeros” convierte al poeta en uno más de ellos; es ese el brote de solidaridad al que aludíamos. Dicha solidaridad es parte esencial de su compromiso. Al mismo tiempo, el poeta invita a la lucha, renunciando a las actitudes pasivas. Este es el camino que va trazando en los versos de Viento del pueblo.


Estalla la guerra y, fiel a sus ideas, formará parte de ella. Ingresa en el 5º Regimiento y pasará a otras unidades de distintos frentes (Teruel, Andalucía, Extremadura). En el verano de 1937 participará en el 2º Congreso de Escritores Antifascistas e incluso más tarde viajará a Rusia en representación del gobierno de la República (“Rusia” (246) poema en el que se siente fascinado por el descubrimiento de este país: “Rusia edifica un mundo feliz y transparente / para los hombres llenos de impulsos fraternales…/ Rusia y España, unidas como fuerzas hermanas”).


Desde el frente de Valencia, ya en 1939, contemplará el final de la guerra, y con él la caída de los republicanos. Con el final de la guerra y su participación activa en la defensa de la República, su situación es bastante comprometida. Intentará pasar a Portugal, pero es detenido y devuelto a España. A partir de ese momento, comienza un triste peregrinar por distintas cárceles españolas. En Madrid es juzgado y puesto en libertad, pero al volver a Orihuela es delatado y encarcelado de nuevo. Es condenado a muerte, pero José María de Cossío conseguirá que le sea conmutada esta pena por cadena perpetua (el régimen de Franco no estaba dispuesto a pasar por la experiencia de “otro Federico García Lorca”). Pasa por los penales de Palencia y de Ocaña, hasta que finalmente, en el verano de 1941, es trasladado al Reformatorio de Adultos de Alicante. Allí su estado de salud se agravará alarmantemente y, como consecuencia de dicho agravamiento y la desatención médica a la que fue sometido, murió el 28 de Marzo de 1942.


No sólo iría al frente sino que participó de todas aquellas actividades culturales que el gobierno de la República impulsó. Su nombre, pues, aparece en el Romancero de la Guerra Civil, que recoge treinta y cinco romances de poetas de la época: Altolaguirre, Aleixandre, Alberti, Prados… También aparece en Poetas de la España Leal, recopilación llevada a cabo por la redacción de Hora de España.


Las circunstancias biográficas que acabamos de resumir en pocas líneas nos muestran a un hombre comprometido. En cierto modo, nunca dejó de serlo, militara en la opción vital que militara. Es lo que suele ocurrir a las personas coherentes. Y Miguel lo fue. Es curioso observar cómo se resuelven en su vida las contradicciones que durante tanto tiempo lo han atormentado.


Hemos visto reflejado el conflicto del pastor-poeta en el análisis de sus poemas. Por un lado, sus orígenes humildes; por otro lado, sus aspiraciones culturales. Pensemos en el contraste cultural entre cualquiera de los miembros de la Generación del 27, de la que deseaba formar parte, y su formación autodidacta. Sin embargo, a pesar de que esos orígenes parecen cerrarle muchas puertas, en ningún momento renuncia a ellos. Recordemos la importancia que adquiere la naturaleza en su poesía, una naturaleza real, cercana, que, como decimos, nos muestra a un Miguel Hernández comprometido desde una dimensión absolutamente personal con su tierra oriolana. Esos mismos orígenes son los que lo van a conducir a un compromiso no ya personal, sino social. Si otros poetas como Alberti asumen dicho compromiso desde su posición burguesa, el caso de Miguel Hernández es distinto: siempre se consideró a sí mismo parte del pueblo, alardeó de ello, jamás renunció a sus orígenes y no se desvió ni un ápice de su compromiso con la sociedad.


Como consecuencia de esa implicación testimonial en su poesía, observamos que el uso de la primera persona es una constante presencia en la misma. La única diferencia que vamos a encontrar entre su poesía personal y su poesía social es que en la primera usará el singular (el “yo” lírico) y en la segunda, el plural (el “nosotros” solidario). Esto nos hace pensar que en Viento del pueblo, que aparece en 1937, se resuelve el conflicto del poeta – pastor: es como si a través del uso de la primera persona del plural las dos facetas de nuestro autor por fin se reconciliaran. Algunos críticos han hablado al abordar este poemario de fidelidad a su clase social, de resistencia explícita al desclasamiento al que parece conducirlo su dedicación a la lírica, lo que explica las dos actitudes que creemos descubrir en los poemas que lo componen y que ya se revelaban en Alba de hachas, la solidaria y la combativa, que lejos de resultar incompatibles, se unen bajo su pluma.


Esa actitud de solidaridad dejará paso a esa otra actitud combativa que venimos señalando, que adopta un tono de arenga que puede llegar a dominar poemas completos. Leamos “Vientos del pueblo me llevan” (pág. 215) o “Aceituneros” (pág. 224), fue recitado en las trincheras, cuando estaba destinado en Jaén. La segunda persona del singular adquiere ahora el protagonismo y el poeta utiliza fórmulas lingüísticas claramente exhortativas, desde el imperativo a los vocativos, sin olvidar la hipérbole como recurso oratorio capaz de enaltecer los corazones tanto de lectores como de oyentes.


El alma del poeta se descubre sensible al dolor ajeno, lo hace propio



Valoramos este descubrimiento como un cambio evidente de esa poesía social


“pura”, de tono exaltado (“Rosario, la dinamitera”, pág. 221; “Jornaleros”, pág.223; “Campesino de España”, pág.231, y otros tantos poemas de gran fuerza oratoria) a otro registro de poesía en el que el dolor alcanza cimas de enorme sensibilidad y belleza lírica. Así “El niño yuntero” (pág. 217), es un poema en el que, al escoger como protagonista a un niño, despierta de antemano la sensibilidad del lector. Ese niño, que bien pudo ser él, vive a lo largo del poema la muerte como eterna compañera. Y aunque forma parte de la condición humana saber que todos llevamos como compañera inseparable de viaje la muerte, las imágenes que se suceden en el poema son “hirientes” para cualquiera que lea el poema. Un niño es símbolo de esperanza, de vida, de plenitud, pero en el poema se convierte en todo lo contrario, algo que intensifica el dolor recogido en los siguientes versos:


“ Empieza a vivir, y empieza / a morir de punta a punta / levantando la corteza / de su madre con la yunta” / “Trabaja, y mientras trabaja / masculinamente serio, / se unge de lluvia y se alhaja / de carne de cementerio”. / “Cada nuevo día es /


Más raíz, menos criatura, / que escucha bajo sus pies / la voz de la sepultura”



Esa esperanza que encontramos en Viento del pueblo dejará paso a una actitud menos combativa, más cansada. En El hombre acecha se nos muestra a un Miguel Hernández para el que la guerra ha perdido su sentido y se ha convertido en muerte y odio. Esta actitud, consecuencia de las experiencias que va viviendo, la podemos encontrar en “El soldado y la nieve” (pág. 248), “Carta” (pág. 257) o “El tren de los heridos” (pág. 262).


Junto a los anteriores poemas, encontramos otros en los que aquella actitud exaltada, combativa todavía sobrevive en sus versos. Aún así, creemos ver en ella ciertas variaciones. Las imágenes se vuelven más crueles, menos idealistas, más crudas, rozando en ocasiones lo escatológico. Son dos los poemas que significativamente representan esta visión de una España dividida: “Los hombres viejos” (pág. 250) y El hambre” (pág. 255). En ambos observamos el enfrentamiento de dos bandos, la crudeza con la que se refiere a ‘los de enfrente’, ‘tiburones’, ‘barrigas llenas’, ‘cerdos’.


Después de recorrer los versos más significativos de sus dos poemarios de guerra, destacaremos que el poeta trata de levantar el ánimo de los soldados, trata de mostrar la necesidad de la lucha, descubre la presencia del dolor y la muerte, pero ante todo se muestra solidario, sus poemas quieren erigirse como la voz de todos aquéllos que han quedado o van a quedar sumidos en el más terrible silencio, el de la muerte. Se descubre, pues, como un poeta del pueblo.


                                               Acabada la guerra, es encarcelado y muere. Su libro póstumo Cancionero y romancero de ausencias recoge la desolación de la guerra y la conclusión de tan inútil sufrimiento. El tono que preside la poesía de esta última etapa hernandiana es el de una voz desolada que sufre un profundo proceso de intimización, de emoción estremecedora ante el dramático panorama de un hombre que siente como una herida la ausencia de los suyos (“Orillas de tu vientre”, 283), la muerte de su primer hijo (“Ropas con su olor, 271; “Muerto mío, muerto mío”, 278; “A mi hijo”, 282), el terrible final de una guerra (“Antes del odio”, 291; “Guerra”, 292; “Tristes guerras”, 286), su condena inicial a la pena de muerte y su propio desmoronamiento personal ante tanta penuria (“Nanas de la cebolla”, 301)


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