Las décadas de los 40 y 50 en España coinciden con la denominada “posguerra”, una época durísima no solo desde el punto de vista económico, sino también cultural. Paradójicamente, tras la derrota del eje fascista en la 2ª Guerra Mundial, el Franquismo no es arrastrado por ella sino que se convierte en aliado anticomunista de Estados Unidos en la Guerra Fría, lo que perpetuará el sistema. El panorama cultural era más bien desértico, dado que gran parte de la intelectualidad se había visto obligada a exiliarse y que la censura era severa. No obstante, desde los férreos años 40 hasta los 60 se ve una progresiva apertura que permitirá la expresión más o menos crítica de sucesivas generaciones de autores.
La narrativa en el exilio se nutrió más de la nostalgia de la patria perdida y el dolor por la contienda que de la resistencia directa a Franco. Entre los muchos autores no podemos olvidar al imaginativo Max Aub, con su larga serie de los Campos, al gran especialista en cuentos, Francisco Ayala (Los usurpadores) o al fecundo Ramón J. Sénder, con su capacidad de indagación en la sociedad española (Réquiem por un campesino español).
Ya en España, la literatura siempre estuvo
bajo sospecha. La censura directa,
la autocensura de los autores y el miedo o imposibilidad de editar impidieron un
normal de la narrativa. Al margen de los exitosos géneros de evasión (novela
rosa, del oeste, tebeos y fotonovelas), dominaban el panorama autores realistas
de ideología muy tradicional.Fue por ello un acontecimiento Nada, de Carmen Laforet, quien plantea el conflicto existencial de una
universitaria en un ambiente asfixiante de la Barcelona de posguerra,
reflejando la ruina moral y material de la posguerra. En estos años surgieron
algunos autores de importancia capital en todo el siglo XX. En primer lugar, Camilo José Cela, quien retrata con La familia de Pascual Duarte la
violencia y deshumanización de sociedad española rural. Estilo inconfundible,
vasta cultura y una delectación por lo sórdido que permite entrever un
pesimismo existencialista son sus señas de identidad (corriente tremendista). Quizá
el autor que más mereció el elogio del público fue Miguel Delibes.
Su palabra precisa, sus personajes universales, su
defensa de la naturaleza y un estilo sobrio que no renunció a un inquieto
experimentalismo hicieron de él figura clave de la novela de la segunda mitad
del siglo XX. Conocido por novelas realistas de ambiente rural como El camino o La sombra del ciprés es alargada, en los 60 dejó su huella en la
experimentación con Cinco horas con Mario
y es autor de obras ya clásicas como Los
santos inocentes o El hereje.
A partir de los años 50 va a surgir la denominada “Generación del medio siglo”, “de los
50” o de “los niños de la guerra”, que se sienten algo más libres para expresar
cierta crítica sobre la realidad social. Con una estética realista, influidos por
la “nouveau roman” francesa, van a dar lugar a los que se llamó el “realismo social”.
Serán novelas donde
el narrador desaparece y cede su papel a los personajes, de tramas
intrascendentes, pero concentradas en el tiempo, su intención es criticar realidades
marcadamente injustas. Se suele hablar de dos corrientes dentro de esta
escuela. Una primera sería el neorrealismo, de la que El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio sería el mejor exponente. En ella asistimos
a la fragmentaria recreación de una merienda en el río de un grupo de jóvenes,
lo trivial de sus conversaciones emerge como crítica a la adormecida sociedad
española que 20 años antes había luchado ferozmente en esas mismas orillas.
Otros títulos importantes: Entre visillos,
de Carmen Martín Gaite o los cuentos
de Ignacio Aldecoa.
La otra corriente
es el realismo crítico, que ofrece una expresión más cruda de la
realidad, los conflictos sociales pasan a un primer plano, pero sin renunciar a
la técnica objetivista ni a la concentración temporal y espacial (Central eléctrica, de Jesús López
Pacheco).
El panorama narrativo
español a principios de los años 60
está protagonizado por la novela social.
La publicación de Tiempo de silencio,
de Luis Martín-Santos, iba a
cambiar la trayectoria de nuestra
literatura con la incorporación de ciertas técnicas narrativas contemporáneas
como el narrador en 2ª persona, el perspectivismo, la fragmentación en
secuencias, el papel del narrador-ensayista. Señas de identidad, de Juan
Goytisolo, recoge el testigo de la
novela innovadora, que conserva el espíritu crítico de la novela social, pero
enriquecido con los hallazgos contemporáneos europeos que la censura había
impedido que prosperaran en nuestro país.
España
como tema de reflexión será el centro de estas novelas, llamadas
innovadoras, a las que se sumarán no solo los autores del medio siglo como Juan Benet (“Volverás a Región”), Caballero Bonald (“Ágata ojo de gato”)
o Juan Marsé (“Últimas tardes con
Teresa”), sino también los grandes autores de los 40 como Cela (“Oficio de tinieblas”) o Delibes
(“Cinco horas con Mario”).
En la primera mitad de los 70 puede hablarse
sin error de experimentalismo.
Los
autores van dejando de lado el tema de España y se centran en el lenguaje, en la propia tarea de escribir. Parecen
buscar la destrucción del género de la novela en una exploración de sus
límites: los personajes se desdibujan, el espacio pierde consistencia, el
tiempo puede concentrarse en un instante, los argumentos desaparecen en favor
de una mente pensante, obsesiva, cada vez más hermética. (La saga/fuga de JB, de Torrente Ballester).
El furor
experimental estaba condenado a la extinción por su propia virulencia y la
vuelta a la normalidad llegó en 1975 de la mano de uno de los escritores de más
prestigio hoy día:
Eduardo Mendoza,
con su primera novela La verdad sobre el
caso Savolta. Se recupera el gusto por la trama argumental, por los
personajes nítidos, por el tiempo convencional, etc. No obstante, la
experimentación no ha transcurrido en vano y el autor posee una gran libertad
de recursos: perspectivismo, inclusión de textos no literarios, ironía,
parodias, reivindicación de subgéneros como la novela negra, histórica, el
folletín, etc. Este autor comparte generación con otros grandes narradores como
Javier Marías (Mañana en la batalla piensa en mí), Antonio Muñoz Molina (Plenilunio),
o incluso Juan José Millás (El desorden de tu nombre). Podemos
hablar de un boom de la narrativa española en los años 80. Quizá no tengamos
aún perspectiva suficiente para juzgar su calidad, pero la nómina de autores de
talento es amplia:
Manuel Vázquez
Montalbán, Francisco Umbral, Julio Llamazares, Manuel Rivas, Almudena Grandes,
etc.
La novela se ha convertido en el objeto de consumo dominante de la literatura hoy en día. En esta segunda mitad del siglo XX hemos asistido a un viaje desde el realismo a la experimentación para volver a un realismo distinto, menos crítico y más íntimo, que ha enriquecido sin duda al género. Por calidad y cantidad de autores y obras, podemos afirmar que estamos en un momento de mucha vitalidad del género novelesco.