Planos temporales del tragaluz

La historia y los temas


Estrenada en 1967 (quinientas diecisiete representaciones), con pocos problemas de censura,
aunque reciba duras críticas por parte de la prensa adicta al régimen franquista (era la primera vez que se
presentaba una reflexión crítica desde el lado de los vencidos), es una de las obras teatrales de
Buero Vallejo más representativas de su concepción dramática, tanto desde un punto de vista temático
como escénico. Se presenta como una ficción científica, un “experimento”, llevado a cabo desde un
futuro lejano.
Además de las acciones, son capaces de captar los pensamientos visualizados en imágenes, de forma que lo que presenciamos es una “realidad total: sucesos y pensamientos en mezcla inseparable”. Los narradores reaparecen cada cierto tiempo para informarnos sobre la
marcha de su fantástica reconstrucción, a la vez que introducen comentarios de orden filosófico y social. Saliendo al paso de
esas observaciones, Buero afirma que no sólo no es innecesario, sino que resulta imprescindible para la percepción cabal
del drama;
Más importante incluso que la propia historia reconstruida, que podría ser cualquier
otra. Con la aparición de esos personajes, no se pretende amortiguar la virulencia de los hechos
narrados, sino darles un alcance universal, pues, a pesar de que se ubican en un tiempo y un espacio
concretos, no constituyen un problema exclusivamente español.
Se desarrolla en un complejo espacio escénico con acciones simultáneas. Está cuajado de símbolos; empezando por el semisótano en que
discurre el núcleo central de la historia, un pozo que representa el submundo en que se repliegan los personajes, sin otro contacto con el exterior que ese tragaluz a través del cual les llega una realidad fragmentaria que ellos reconstruyen.
En esa pregunta se encierra el enigma unamuniano de la identidad.
El mito cainita, en el que subyace el recuerdo de la guerra civil española, aparece recreado en el
enfrentamiento entre Vicente y Mario, dos figuras contrapuestas que encarnan el prototipo del hombre
activo y el contemplativo, Si a Mario le repugna la lucha por la vida (por eso rechaza la oferta de
su hermano para trabajar en su editorial) y solo le interesa observar desde su rincón para salvarse
de devorar y ser devorado, Vicente se lanza a actuar, siempre en beneficio propio y atropellando a
Un momento de la representación de El tragaluz (1967). los demás (Elvirita, Encarna, Eugenio Beltrán), justificándose en el principio de que toda acción es impura, pero necesaria.
Aunque Vicente aparece caracterizado de forma mucho más negativa que su hermano, no se nos da
una visión maniquea. Ambos son egoístas de distinto signo, productos de una sociedad insolidaria
y cruel; encarnan dos soluciones falsas ante la vida, una por exceso y otra por defecto. No se puede
tomar el tren al asalto, pero tampoco es posible quedarse en el andén como mero espectador.
En medio de los dos hay, además, una mujer, Encarna, que viene a ser reflejo de Elvirita, la hermana
que murió por el egoísmo de Vicente. Son sus víctimas en el pasado y en el presente; por eso el
Padre, con el especial poder de penetración que le da la locura, las confunde.
En un ambiente de tensión progresiva, se avanza hacia el descubrimiento de la verdad que subyace
en todo conflicto bueriano y a la que hay que hacer frente. Se desvela también el significado de ese tren que gravita sobre la escena desde el principio, al que egoístamente se subió Vicente durante la guerra, cuando todavía era un niño, llevándose las provisiones de la familia
y dando lugar a que su hermanita muriera de hambre. El Padre, que se refugió en la locura para
no asumir esa realidad, en un momento de lucidez reconoce al culpable y, erigido en dios justiciero,
lo mata con las mismas tijeras con que recorta las figuras de las revistas. La obra plantea, pues, una
doble problemática: de un lado, es un proceso a la realidad de la posguerra;
de otro, una reflexión sobre el sentido de la existencia desde una perspectiva moral. El carácter
trágico de ambas circunstancias está resuelto de un modo esperanzado, como es propio de la
concepción trágica de Buero Vallejo: el desenlace trágico queda atenuado por la reflexión moral. El destino
se ha cumplido, pero mostrando las causas de los errores: el carácter de los personajes, la presión
de la situación social… Ese es el empeño por el que
hay que luchar desde el presente, tal como se nos revela en este drama de reflexión histórica
enfocada desde el futuro.

El experimento
El autor dice que El tragaluz es un “experimento”. ¿Por qué un “experimento”? Pudiera haber
afirmado
que es una tragedia -la intervención de Él y Ella, en más de un aspecto, recuerdan la funcionalidad
del coro en las tragedias antiguas-, pero no lo ha hecho. Aunque en algunas críticas se ha
cuestionado la validez de la parte experimental de la obra y su coherencia respecto al drama, Buero
Vallejo ha insistido sobre la necesidad de ese plano para configurar el sentido y recepción de la
obra.
Quizá averigüemos por qué, si antes observamos en qué sentidos podemos tomar la
palabra “experimento”,
referida a El tragaluz. Superficialmente, hay un sentido inequívoco: es el experimento que
llevan a cabo los investigadores. El experimento permite al espectador distanciarse respecto
al drama, como lo están los experimentadores, para poder enjuiciar las actitudes objetivamente.
Este recurso distanciador se ve potenciado por los comentarios intercalados que cortan la acción,
que son tanto juicios personales como invitaciones a la reflexión, por lo que pueden relacionarse con
las intervenciones del coro de la tragedia griega. Esa capacidad crítica constante y despierta supone
una imagen de la existencia como compromiso con la verdad.
Es, pues, también el experimento del propio autor, que incorpora a su teatro técnicas nuevas,
adaptándolas
a su empeño de llegar a una visión del hombre que abarque sustancialmente su realidad
objetiva y su realidad subjetiva.
El espacio
El espacio destinado a la historia representa tres lugares que ocupan la escena no sucesiva sino
simultáneamente.
El efecto anti-ilusionista
que se deriva de ella queda contrarrestado
o incluso invertido en este caso, pues tal disposición
del espacio de la historia encuentra su justificación
en el discurso. Responde a la lógica del experimento,
que consiste en visualizar “fragmentos”
significativos de la historia investigada. Una vez
más la envoltura de irrealidad bajo la que se ofrece
la historia termina paradójicamente por acentuar la
ilusión de realidad.
La estructura espacial de la obra es de una considerable complejidad. Al espectador se le propone
un “experimento”; existe, pues, en primer lugar un ámbito en el que se mueven los investigadores
(Él y Ella) que lo llevan a cabo.
Este espacio de la investigación no se “localiza” de manera precisa en ningún lugar de la sala ni de
la escena. En un distinto plano de la realidad, a la vez inferior y superior, tres lugares ocupan la
escena, no
sucesiva, sino simultáneamente. Tal división del escenario en espacios escénicos yuxtapuestos es
muy del gusto de Buero, que la utiliza con frecuencia, antes (Un soñador para un pueblo) y después
(La detonación).
Utilizando la
denominación de los espacios dramáticos, resulta:
Oficina (O): Plano elevado. Segundo término.
Café-calle (C): Plano bajo. Primer término.
Semisótano (S): Plano bajo. Segundo término.
Entre el semisótano y la calle existe un punto de contacto, un agujero que los comunica: el tragaluz.
La oficina queda aislada en su altura, sin contacto posible con los otros dos ámbitos.
Diseño de la escenografía para El tragaluz tal y
como fue concebida y dibujada por Buero Vallejo
en el manuscrito de la obra.
1.- El primero de los escenarios aparece elevado, en un plano superior, sobre los otros dos, es el
ámbito
de Vicente, y representa su despacho en la editora para la que trabaja. Si la guerra o la sociedad
humana en general (tal como es hoy) separa a los que fueron capaces de subir al “tren de la vida”
de aquellos otros que quedaron marginados, enterrados en la oscuridad de los sótanos o
simplemente
en la calle, la oficina de Vicente es el lugar de los primeros; puede, pues, dentro del mundo
simbólico de la obra, identificarse con el tren y se opone inequívocamente a los otros dos, ámbitos
de la marginación. La diferencia de altura marcada no responde por cierto a un principio meramente
funcional. Representa el mundo del arribismo, del poder, de los
verdugos, de quienes ante la alternativa de aplastar o ser aplastado optan sin dudar por lo primero.
Teniendo en cuenta la contraposición, tan característica del universo dramático de Buero,
entre “acción”
y “contemplación”, la oficina es el espacio de los “activos”.
Como tales hay que
considerar a los dos que, además de Vicente, aparecen en su oficina en algún momento de la
representación.
Encarna, la secretaria, no pertenece a la editora: carece de la formación necesaria para
desempeñar su trabajo; la amenaza del despido se cierne constantemente sobre ella; el temor a ser
arrojada de este espacio llega a constituir una obsesión que toma cuerpo en el personaje mudo de la
Esquinera; miedo del que se sirve -y que fomenta- Vicente para mantenerla bajo su dominio. Es, en
definitiva, una víctima. Como tal figura en el espacio de los verdugos y como tal encuentra su sitio
en otro lugar, uno de los que el espacio escénico reserva para las víctimas.
Mario, el hermano menor de Vicente, también trabaja para la editora, pero tampoco pertenece a ella.
En un momento del drama Vicente le ofrecerá “integrarse” en su mundo, un trabajo a la altura de
su preparación, que Mario rechaza sin dudar un instante, ya que él ha “elegido” el papel de víctima
-pero también de juez- de todo lo que Vicente representa.
La altura permite asociar la oficina con una de las imágenes centrales del “pensamiento”
de la obra: el tren. Vicente subió a él siendo niño y, como le reprocha Mario, “se te llevó
para siempre. Y es la oficina, la editorial, el “tren” en el que sigue
instalado, haciendo víctimas: ahora Encarna y Beltrán como en el pasado Elvirita, El padre y la
familia toda. Este primer espacio, en el último instante de la obra, en el momento de la esperanza,
permanece
significativamente vacío y sumido en la oscuridad.
2.- En el segundo ámbito escénico, “el velador de un cafetín con dos sillas de terraza”, encontramos
el “lugar” de Encarna, el escenario de su amor por Mario, de su “engaño” a Vicente, de sus esperas
un poco al margen (pero como víctima, como presa) de la lucha que va envolviendo a los hermanos
y también de sus imaginaciones, del fantasma de la prostitución que se cierne sobre ella y que toma
cuerpo sobre esta parcela del escenario en el personaje mudo de “una prostituta barata” que “ronda
ya los cuarenta años”.
Por tanto, se trata de un espacio de “víctimas”, situado en el mismo nivel (o ligerísimamente más
alto) que el semisótano, pozo absoluto de la marginación íntegra. Al mismo tiempo es la única
representación
de la calle, esa calle cuya visión parcial, a través del tragaluz, tanta importancia tiene
para los habitantes del sótano. Es también el lugar más apartado del conflicto central y, por lo tanto,
del pasado. La oficina sigue siendo el tren de años atrás, y el semisótano, la sórdida, la nocturna
sala de espera. Solo este fragmento de la terraza de un cafetín, la calle, es un espacio del presente.
Por eso la proyección esperanzada hacia el futuro con que acaba la obra se hace desde allí.
3.- El espacio escénico fundamental de la obra es el que representa “el cuarto de estar de una
modesta
vivienda instalada en un semisótano” y al que habría que adscribir a tres personajes centrales:
Mario, la Madre y el Padre.
El simbolismo de este espacio fundamental de la acción, al que repetidamente se compara en la
obra con un “pozo” es claro y aparece de forma explícita en el diálogo.
El semisótano es el hogar de las víctimas, la sala del juicio a la que concurren todas en el momento
decisivo del castigo, de abandonar la contemplación y actuar. Los siete cuadros que llenan la parte
primera de la representación corresponden a la exposición o
“planteamiento” del conflicto. Tres tienen como espacio principal el semisótano, dos la oficina y dos
el café. La atención se desplaza continuamente de uno a otro: O – S – C – O – S – C – S. Tal disposición
ofrece una visión panorámica, sitúa a los personajes en los distintos ámbitos, compone, en forma de
mosaico, los diferentes perfiles del drama. La concentración
dramática se refleja en la utilización de los espacios. El semisótano es siempre el espacio principal y
el único en funcionamiento durante la escena del juicio y el castigo, en la que la acción alcanza la
máxima tensión y termina. El último cuadro, con independencia de su importancia significativa, es
una unidad diferenciable del conjunto de las anteriores, un verdadero epílogo, fuera de la acción
dramática, que concluye en el momento mismo de la muerte de Vicente.
El tiempo
Es en El tragaluz donde el perspectivismo histórico bueriano goza de un más cumplido desarrollo.
El drama escenifica una compleja “historia que sucedió en Madrid, capital que fue de una antigua
nación llamada España”. Dos Investigadores de un siglo futuro intentan un interesante “experimento”:
revivir una historia, aparentemente sin importancia, que tuvo lugar en el tiempo de los espectadores.
Pero esa historia está condicionada por otra, situada veinticinco años antes, al concluir la
guerra civil española. Los sucesos que en El tragaluz tienen lugar deben, pues, entenderse como
recuperados
desde el futuro (Investigadores), juzgados en el presente (espectadores) y originados en
un cercano pasado.
Si en las obras históricas el pasado servía como esclarecedor del presente, ahora los hechos
actuales
son alumbrados desde el futuro. Los Investigadores, del todo indispensables para el adecuado
desarrollo
de este drama, posibilitan esa especie de perspectivismo histórico de intención crítica.
Los seres venidos desde el futuro ejercen una concluyente influencia sobre el espectador, ya que
este
se convierte, hecho partícipe directo de la acción, en contemporáneo de los sucesos narrados y, por
tanto, juzgado con ellos (”Observados y juzgados por una especie de conciencia futura. Está, pues,
“dentro y fuera del conflicto”.
De ahí que Buero hable de un “sobrecogimiento emotivo”, porque el ser humano se hace así
consciente
de que acciones y pensamientos, por ocultos que sean, están sujetos a un juicio posterior (”La
acción más oculta o insignificante puede ser descubierta un día”.
Es
inconcebible, bajo este punto de vista, que El tragaluz fuese interpretado por algunos como una obra
de carácter pesimista; es un drama esencialmente optimista por su propia concepción dramática,
porque los Investigadores vienen de un tiempo y de un lugar en los que se han evitado ya numerosas
imperfecciones.
Los personajes
Los experimentadores no poseen rasgos de identidad propios, no nos interesan por ese motivo.
El núcleo de personajes relevantes es la familia en un triángulo de fuerzas enfrentadas. Se trata de
una pirámide dominada por el padre, que simboliza los efectos de la guerra civil en el pueblo español,
unos efectos que están reprimidos hasta el estallido final. Padre: es una figura polisémica, con valores
reales y alegóricos. Se trata de uno de los personajes
típicos de Buero, con una “deficiencia física” (sordera, ceguera…), Son ellos los que captan o
procuran hallar otros sentidos escondidos,
otros “enigmas” de la existencia. En este caso, se trata de una deficiencia psíquica, la demencia
senil. La locura ha sido provocada por una causa externa que reaflorará al final:
la traición de su hijo, pero en el fondo, la guerra civil o la maldad universal. Pero como ocurre con
esos personajes, es un personaje que posee una lucidez particular, una racionalidad esencial: él
descubre
la relación entre Encarna y Elvira, unidas por ser víctimas. La significación última de su obsesión por
recortar es la búsqueda de conocimiento de la identidad de cada uno de los seres humanos. Aunque
sea una búsqueda imposible e utópica, es el primer paso para el conocimiento y la comprensión.
Se cree Dios y juzga
como un Dios bíblico el enfrentamiento de sus hijos. Al final, Vicente pide el perdón, pero recibe el
castigo divino-paternal.
Los dos hermanos representan dos caras de la realidad. Es muy frecuente en todo el teatro de Buero
Vallejo el enfrentamiento de dos personajes: el activo y el contemplativo. En su teatro, este
enfrentamiento
entre protagonista contemplativo y antagonista activo puede aparecer con distintas variantes,
ya que suelen cruzarse otros personajes. Como en el caso de El tragaluz suele ser una figura
femenina, por lo que se introduce
también un conflicto amoroso. Ninguna de ambas posturas es la idónea: hay que actuar, pero
también saber contemplar y comprender al prójimo. No es, por tanto, un enfrentamiento maniqueísta
entre el Bien y el Mal, sino la presentación de posturas que, aisladas y condicionadas por las
presiones sociales, no son beneficiosas. El propio Buero ha indicado que el hombre idóneo sería el
resultado de una simbiosis Mario-Vicente (en proporciones de un 60 % – 30 %).
Mario: aparece, en principio, como la víctima derrotada e inocente de esa guerra. Pero no hay que
simplificar. Mario es un ejemplo del personaje contemplativo, cuyo carácter derrotista y escéptico le
aparta de la actividad y le empuja a la abstención de participar en la lucha. No quiere tomar el tren,
se margina voluntariamente por imperativos éticos insobornables. Vicente compara su idealismo
con Don Quijote, pero este actuaba. Sin embargo, es capaz de reconocer al final su error (inactividad,
egoísmo, empuja a Vicente…). Representa una soplo de esperanza por su afán de trascendencia
heredado del padre.
Vicente. Pero hay que profundizar más en su psicología para captar qué parte hay en él
de víctima y verdugo: en el fondo, es un cobarde, sumiso al poder para la conservación del mismo,
convencido de la lógica del sistema que no le dejará escapar si no es para hundirse.
Encarna: a pesar de su escaso papel, permite comprobar la degradación de las relaciones amorosas
en ese tiempo. El amor es un concepto utilitario, es víctima (como Elvira) en su relación con los dos
hermanos, ya que la utilizan con fines diversos: un altruismo autocomplaciente (Vicente) y la
autocompasión
(Mario). Madre: papel menor. Pero destacan algunas notas: su abnegación, su ternura, su compasión
hacia
Vicente (madre al fin y al cabo de su hijo, perdona). Su función consistirá en intentar
desesperadamente
evitar el “juicio”, el desenlace fatal. La simplicidad de sus
argumentos (“No hay que complicar las cosas… ¡y hay que vivir!”)
no debe impedirnos ver la grandeza trágica de su empeño. Es el
único personaje quizás de la obra que está de parte de la vida y no
de la muerte (“Yo solo quiero que cada uno de vosotros viva lo más
feliz que pueda…”).
Elvirita: es la más inocente, símbolo de la inocencia que sucumbe por la historia, los actos ajenos
cuya incidencia sobre el prójimo motiva la meditación sobre la responsabilidad humana.
Estructura
Está compuesta por ocho intervenciones de los Experimentadores que enmarcan seis analepsis
(saltos
hacia atrás en el tiempo) de carácter lineal que reproducen seis momentos de la historia situada
en el siglo XX. En algunos casos, se producen acciones simultáneas, sean reales o imaginarias
(pensamientos).
Victoria Rodríguez (La Madre)
y Juan Ribó (Mario), en una
escena de la producción de 1997
de El tragaluz
La obra presenta, a nivel profundo, la estructura (tan frecuente en teatro) de “drama judicial”: el
primer delito, símbolo original de todos los demás, se cometió muchos años antes del inicio de la
acción dramática, en el transcurso de la cual se produce el final de la guerra, una familia, padres y
tres pequeños, luchan por tomar uno de los trenes repletos que van a Madrid. Al hijo mayor, Vicente,
le ha sido confiado, por ser el más fuerte, un saquito con las escasas provisiones y unos botes de
leche para la pequeña Elvirita. El resto de la familia no consigue subir. El tren arranca. Vicente
forcejea; pero no baja.
En el seno de la familia se impone la versión de que
Vicente forcejeaba para bajar del tren, sin conseguirlo. La escena culminante de la obra se concibe
como un “juicio”. Mario, el hermano menor, hace las veces de juez o, mejor, de fiscal.
Técnicas escénicas
Dice Doménech: “Es muy peculiar en los textos dramáticos de Buero Vallejo la descripción minuciosa
del escenario, como también el elevado número de acotaciones sobre los personajes: vestuario,
acción, etcétera. Más que ver o prever, lo que hace Buero es matizar, indicar y guiar a su director
escénico y a sus actores, dando lugar así a una colaboración artística que trasciende lo literario. En El
tragaluz, Buero experimenta con las posibilidades del espacio escénico al proponer un escenario
múltiple. En primer término vemos un espacio exterior formado por “el velador de un cafetín” y
un desconchado “muro callejero”, mientras que, en segundo plano, se nos muestran dos espacios
interiores, “el cuarto de estar de una modesta vivienda instalada en un semisótano”, que ocupa dos
tercios de la escena a la derecha, y una oficina situada a un nivel superior que ocupa el tercio
izquierdo.
Un cuarto espacio es el que ocupan los investigadores, que pueden aparecer o bien en el
proscenio o bien en el patio de butacas, opción esta última que rompería la inexistente «cuarta pared»
que habría de separar el escenario del público.
Ya se ha señalado anteriormente que, como ocurre con otros elementos del drama, esta distribución
espacial tiene un valor simbólico. La oficina es el espacio de los verdugos, el poder y el arribismo; el
hecho de que se encuentre en un nivel superior representa la posición de dominio socio-económico
de los vencedores y evoca el acto de subirse al tren realizado por Vicente. De este modo, se plasma
sobre el escenario el esquema
verdugo-víctima presente en otros niveles de la obra. Además, para Vicente y Mario, que
identifican la casa familiar con un “pozo”, el semisótano contiene valores simbólicos vinculados a
sus problemas de conciencia. No es casual que Vicente visite cada vez con mayor frecuencia el
domicilio
paterno: su vuelta constante al semisótano simboliza su peligroso ahondamiento en las simas
de su conciencia, por las que acabará por despeñarse.
Otros aspectos técnicos merecen ser destacados: los efectos luminotécnicos y los efectos sonoros
(metáfora escénica: el ruido del tren) son efectos de inmersión, pues nos hacen penetrar en las
obsesiones
de los personajes.
Aunque la historia familiar de El tragaluz se presta a una puesta en escena costumbrista, Buero se
aleja del realismo echando mano de determinados recursos luminotécnicos y acústicos, así como del
vestuario y los movimientos de los actores. Los decorados de la minuciosa acotación inicial recogen
la pobre cotidianidad del espacio familiar del semisótano y la funcionalidad profesional de la oficina.
No obstante, se nos advierte de que “una extraña degradación de la luz o de la materia misma
vuelve imprecisa la intersección de los lugares descritos; sus formas se presentan, a menudo,
borrosas
y vibrátiles”, y de que las escenas y espacios se van a ver sometidos a iluminaciones que crean
“constantes efectos de lividez e irrealidad”. Este efecto luminotécnico tiene como función evocar la
condición fantasmagórica, holográfica, de las imágenes del pasado y reforzar la sensación de
penumbra
opresiva del semisótano, y contrasta con la luz “siempre blanca y normal” que ilumina a
los investigadores y las “oscilantes ráfagas de luz” que servirán para indicar las sucesivas
activaciones
de las imágenes del pasado.
El juego de luces servirá asimismo para accionar o detener el funcionamiento simultáneo de las
distintas
secciones del espacio múltiple. Por otro lado, el elemento central del tragaluz debe también
su objetivación escénica a otro recurso luminotécnico, pues al estar situado en la cuarta pared, se
visualiza en el escenario cuando se proyecta sobre la pared del fondo su “luminosa mancha
ampliada”,
que aparece “cruzada por la sombra de los barrotes”. En distintos momentos, esta mancha
de luz estará acompañada por las proyecciones de sombras de las piernas de quienes pasan por la
calle, efecto que permite desplegar uno de los sentidos metafóricos más profundos del’ tragaluz, su
asociación con el mito de la caverna de Platón. El tragaluz sirve, pues, de conexión de los personajes
con el mundo exterior y también con los espectadores. En cuanto a los efectos acústicos, sobresale el
uso del sonido del tren como medio para plasmar otra de las metáforas escénicas más potentes de la
obra, y cabe recordar que el Padre asociará el tragaluz con el tren y fusionará así ambas metáforas.
Ella y Él nos han explicado el sentido de este sonido que rompe las convenciones realistas: “Oiréis
además, en algunos momentos, un ruido extraño. Oiréis, pues, un tren; o sea, un pensamiento”.
A través del sonido del tren, pues, entramos en la conciencia del Padre, dominada por el
recuerdo obsesivo de un pasado traumático.
El vestuario también revela tanto los dos tiempos en conflicto que presenta la obra como el peculiar
estatus social de cada personaje. En las prendas de estos últimos se establecen
a su vez contrastes significativos para evidenciar unas desigualdades económicas que son
baremo asimismo de la distinta catadura moral de los personajes. De este modo, Vicente “viste
cuidada
y buena ropa de diario. En su izquierda, un grueso anillo de oro”, mientras que Encarna lleva
“ropas sencillas y pobres”, y Mario y el Padre “visten con desaliño y pobreza”. Similar funcionamiento
se observa en la cinética de los personajes.
El drama realista y su valor simbólico: dos signos dramáticos polisémicos
¿Qué es El tragaluz? ¿Se trata de un drama social, e incluso político? ¿O es, por el contrario, un
drama
de corte filosófico, lo que hace treinta o cuarenta años se llamaba “teatro de ideas”? En El tragaluz
hay elementos que justificarían una y otra respuesta. Esta familia española destrozada por la
guerra española, y su precaria forma de vida, recluidos desde entonces, todos ellos, en un
semisótano
-a excepción del hijo mayor, que se define como un oportunista típico de esta sociedad y de
este tiempo-, nos da un cuadro estremecedor que se amplía de lo individual y familiar a lo colectivo
y nacional. Pero, simultáneamente, El tragaluz puede considerarse como una investigación dramática
en ciertos aspectos de la condición humana; como un desgarrado inquirir en el misterio del
hombre, del mundo y de la vida. La pregunta, “¿quién es ése?”, que el padre, sumido en su locura,
formula constantemente ante las imágenes que aparecen en las revistas ilustradas, en las tarjetas
postales, etcétera, no es sólo una idea obsesiva del personaje. Es también una idea central de la
obra,
es también la pregunta de El tragaluz. Y en ese sentido, evidentemente, nos encontramos ante un
drama del conocimiento.
Tenemos, pues, que en El tragaluz se nos presentan dos problemas de naturaleza diferente. De ahí
que pueda interpretarse como un drama social -y ésta sería una interpretación correcta- y como un
drama del ser y el conocer -lo que también sería correcto-. En El tragaluz, el autor ha querido fundir,
íntimamente, ambos
conflictos. “Estáis presenciando una experiencia de realidad total; sucesos y pensamientos en mezcla
inseparable”, dice Él a los espectadores. Él y Ella son dos investigadores de un siglo futuro, muy
lejano, que se dirigen a nosotros como supuestos espectadores de ese tiempo, dándonos a conocer
un experimento: merced a un prodigioso desarrollo científico, en esa época ha sido posible detectar
las imágenes del pasado, misteriosamente preservadas en el espacio. Desde esa perspectiva
imaginaria,
el autor nos presenta la tragedia. Una tragedia que quiere ser total, que quiere reflejar el ser
total del hombre: su realidad objetiva y su realidad subjetiva.
Vemos así cómo estos dos conflictos, sólo en apariencia irreconciliables o contradictorios, son
inseparables
en la obra que nos ocupa. El autor parte de una situación social e histórica concreta; nos
muestra esa situación a través de unas figuras que son de hoy, reales, verdaderas, y trata de
profundizar
en su dolorido existir, consciente de que en cada hombre está la humanidad entera. Todos hemos
vivido y viviremos todas las vidas.”
La acción de El tragaluz avanza a través de antítesis y de sugerentes y premeditadas plurivalencias.
La antinomia Mario-Vicente, el “contemplativo” y el “activo”; el tragaluz y el tren, como símbolos
gráficos de esa antinomia; el tragaluz, como expresión de una forma de vida por debajo de un nivel
humano, y simultáneamente como un renovado Mito de la Caverna; la ambigüedad del padre, que
en un sentido no es más que un pobre demente, pero que, en otro sentido, llega a adquirir una
significación
muy cercana a la de un símbolo de un extraño día; el desdoblamiento de planos temporales
-el siglo futuro, y el siglo XX; este último, a su vez, con un pasado y un presente-; la muerte de
Vicente, que desde un punto de vista es el crimen de un loco, pero que, desde otro punto de vista,
es como el cumplimiento trágico de una antigua Dike (personificación de la justicia)… Los buenos
conocedores del teatro de Buero Vallejo saben bien que, en los títulos y subtítulos de sus
obras, suele haber una secreta ironía. En un teatro como el suyo, tan paciente y meticulosamente
elaborado, nada está puesto al azar: ni una frase, ni una escena… En este
caso, las palabras “tragaluz” y “experimento” resumen cuanto la obra es en toda su diversidad. El
tragaluz, como imagen antitética del tren, revela lo que es Vicente: un oportunista. En su
impugnación,
Mario le recuerda, no solamente que al subirse al tren, en aquella estación de posguerra, dejó
abandonada a su familia, sin provisiones, y que por culpa suya murió la hermana pequeña, sino
también que, desde entonces, Vicente no ha bajado del tren. Y completa con estas palabras su dura
acusación: “… La guerra había sido atroz para todos, el futuro era incierto y, de pronto, comprendis-
te que el saco (de provisiones) era tu primer botín. No te culpo del todo; sólo eras un muchacho
hambriento y asustado. Se trata de uno de los clásicos “recursos de inmersión” del teatro de Buero (la
ceguera o la sordera hechas sentir, vivir por el espectador con algún recurso). Pero esa visión del
tragaluz es también un símbolo de las limitaciones de la condición humana: estamos
condenados a tener sólo una visión parcial de la realidad. Vemos tan sólo los reflejos de la
realidad total. Como espacio físico, por último, es también un símbolo de la situación en que viven los
vencidos de
la posguerra, sumergidos y encerrados, víctimas olvidadas en el subsuelo de la sociedad. Pero les
salva el afán, la constante preocupación por trascender la oscuridad y salir hacia el exterior, hacia el
conocimiento del ser humano.
El lenguaje
El teatro de Buero se caracteriza por la sobriedad absoluta, su lenguaje es sencillo, pero, a la vez,
tiene una gran fuerza dramática. El diálogo tiene un valor de primer orden en el teatro de Buero.
Sencillez, pulcritud, sobriedad son los apelativos que suelen emplearse,
siempre al servicio de la más plena comunicación con el espectador.
Conclusión
Toda la obra es un proceso a Vicente que lleva hasta el descubrimiento de la verdad, por dolorosa
que sea (de hecho se ha relacionado la obra con la literatura procesal o policíaca). Tras el violento
juicio y ajusticiamiento de Vicente, se impone un remanso de paz, representado por las últimas
palabras de Mario y Encarna, unidos ahora en el dolor, por la esperanza del futuro, un futuro representado
tanto por los hombres que pasan por delante del tragaluz como por ese hijo, quizá de Vicente
(unión final de los dos hermanos), que representa una posibilidad de salvación.
La tragedia concluye, pues, con un crimen que es castigo, una mirada hacia el futuro y una
confirmación desde ese futuro de esa salvación. Destaquemos los usos verbales como rasgo de esa esperanza:
los pretéritos imperfectos (-aban) en contraste con ese hoy ya. Esta es la función catárquica de la
tragedia para Buero: la purificación del ánimo, como en la Poética de Aristóteles, pero acompañada
de una reflexión sobre la existencia.

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